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Mujer al Manillar

Sexo (NO), Motos, Drogas y Rock&Roll

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Las concentraciones de motos como mandan los cánones tienen zona de acampada y zona de actos y festejos, a veces con hoguera y a veces sin ella, dependiendo de la época del año. Esta diferenciación tan sensata viene porque hay moteros que quieren disfrutar de la fiesta nocturna hasta que el cuerpo aguante sin molestar a otros que desean reponer fuerzas para recuperarse de un largo viaje, en ocasiones de varios centenares de kilómetros, y que muy probablemente se repetirá al día siguiente.

Hay una categoría aparte: los pringados que como no necesitan dormir porque viven al lado del lugar de la concentración, ponen en riesgo las vidas (así como suena) de los que necesitan descansar haciendo el idiota en la zona de acampada. Los hay de perfil bajo, como los borrachitos que llegan armando follón a las tantas, alterando el descanso de los demás durante cinco o diez minutos mientras deciden cual de las dos cremalleras (¡hip!) es la buena, y los grandes pringados que “deleitan” a la concurrencia en la misma entrada de sus tiendas con una muestra de oligofrenia en estado puro de más de dos horas. Me gustaría ver una estadística de mortalidad tras una gran concentración estilo Pingüinos debida al cansancio y la falta de sueño. Pero claro, los moteros somos gente solidaria que nos saludamos por la carretera y sabemos como pasarlo bien, aunque algún desagradecido no lo sepa entender. En Elefantentreffen, la mítica concentración alemana, lo tienen muy claro: dos alemanes como dos torres quitan las llaves de la moto a quien quiere dar la nota molestando, y se las devuelven al día siguiente. De todos modos, como el frío, la distancia y la nieve enfrían los ánimos de los macarras (aunque la cerveza corre una mala cosa) por allí, trabajan bien poco. Hoy toca otro cuento inmoral y poco edificante.

Aparten a las criaturas de la pantalla, que voy a hablar de grandes pringados, pringados de marca mayor. Dopados hasta las orejas con toda clase de sustancias legales e ilegales, tres macarras de postal llevan acelerados toda la noche primero haciendo cortes de encendido con esas pobres motos que no tienen la culpa (alguna con el cartelito de "se vende-5000 km-sin caídas"), luego vociferando a voz en grito incongruencias mientras se tambalean en busca del siguiente whisky, y no satisfechos con que en la zona de la hoguera nadie les haga ni caso, más que nada por la legendaria escasez de mujeres en las concentraciones de motos, se van a dar por saco a la zona de acampada, con la vana esperanza de que alguna hembra insatisfecha deje alegremente a su pareja que ronca al lado y protagonice un remedo de película hardcore-motera con los tres. Digo una, porque ni el más perjudicado de los tres pringados esperaría ni bajo los peores efluvios etílicos que saltaran sobre ellos las siete mujeres pantera que dicen que corresponde a cada varón, en total 21, además enfebrecidas por la propaganda grosera y reiterativa de sus atributos viriles. Más que nada se trata de una cuestión numérica.

Entre las protestas y quejas con sordina en la zona de acampada (encima había que darse por satisfechos con que habían cesado los cortes de encendido), los tres amigos seguían imperturbables profiriendo perlas de limitación humana mientras visionaban cortos pornográficos de móvil y carreras de MotoGP a todo lo que daba el sufrido aparatejo, hasta que a alguno se le iluminó su neurona okupa y decidió que lo mejor era buscar unas profesionales: buen intento si no fuera porque el lupanar más cercano estaba a más de 30 km de una carretera secundaria de curvas imposibles y si ya les había costado llegar de día con tanta curva… Llamaron a sus amigas con derecho a roce, que les pusieron peor que estaban pero no accedían a coger el coche y acercarse (de tal desaire dedujimos que lo de los 27 cm era publicidad engañosa), y tras discutir en pleno calentón quien de ellos iba a ser el sujeto pasivo de diferentes actos dentro de la tienda de campaña (casi casi convencen a uno, pero el problema era la falta de vaselina a esas horas), o si mejor era coger las motos y hacer los 30 km, o si llamar directamente al conseller en cap para que se la suministrara (¿??) (lo que hace el alcohol, ¡hip!…) se hizo de día y sonaron las campanas de la iglesia.

Las ocho de la mañana. Los muy pringados llevaban haciendo el macarra a grito pelao tres horas seguidas, y como los vampiros, se metieron en su guarida huyendo de la luz del sol. Ya estábamos desvelados, así que dudando entre proceder a la quema generalizada de motos deportivas japonesas o bien bajarles el calentón con las botas de enduro aprovechando que eran fáciles de localizar porque cada vez que sonaban los cuartos del campanario aullaban ciscándose en el pobre cura (pobrecitos… querían dormir la mona), o bien reirnos con las pobrezas humanas que la nochecita toledana tan descarnadamente reveló, decidimos ir a desayunar.

Para que luego digan que no tenemos sentido del humor. De perdidos, al río: ibamos a ser de los primeros en la cola para comernos sus donuts…
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