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Mujer al Manillar

Sin Rumbo

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Hace días que no cojo la moto de carretera, y la batería empieza a renquear, pero finalmente se pone en marcha. Habrá que dar un paseo para cargar la batería antes de plantearme –de una vez por todas- comprar otra.

A la hora de comer de un día cualquiera arranco la gaselita, pongo primera y me voy sin rumbo fijo. Tengo hora y cuarto para hacer el mayor número de curvas posibles, y mejor hacerlas cuando calienta un poco el sol.

Acelero, me comienzo a alejar del bullicio de la ciudad donde vivo y la calma comienza a adueñarse de la carretera de curvas que me separa de una localidad vecina. Los que disfrutan nadando en mar abierto saben a lo que me refiero: después de disputarte tu rincón de playa a codazo limpio, conforme te alejas te invade una sensación de libertad y paz. El mar está ahí para mí sola. Lo mismo pasa en carretera abierta.



El tibio solecito a las dos de la tarde de un fin de otoño cualquiera invita a disfrutar de los paisajes que se suceden curva tras curva. Te las conoces como la palma de tu mano porque están al lado de tu casa, pero siempre desvelan algún detalle que te había pasado inadvertido. En la umbría hay algún resto de la helada de la mañana que se resiste a deshacerse entre vapores de niebla y te abofetea en la cara si se te ocurre abrir la visera del casco. Los árboles de hoja caduca salpican de color amarillo el gris uniforme de la carretera que serpentea con un maravilloso panorama al fondo pintado en tonos marrones, ocre, naranjas y rojos. Muy al fondo brilla como el velo de una novia el Pirineo nevado. Nada desentona, la Naturaleza es perfecta. Incluso el frío que estoy pasando sin mis botas de Goretex de los domingos merece la pena cuando el sol asoma tras la siguiente curva.



La carretera está sola y es toda para mí. Sin radares, sin coches de frente, sin atascos, sin camiones… un pequeño paraíso de mediodía.
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