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Ver la versión completa : El gran viaje de Clemente por Paté



Edu65
03/07/2014, 21:15
Empieza aquí la narración del viaje de Clemente. A lo largo de varios capítulos podremos desentrañar todos los pormenores de semejante aventura. No es necesario indicar, pero lo hago, que todo lo narrado es, sin lugar a equívocos, completamente incierto e inexacto.


PARTE PRIMERA.





<<Aquel Noviembre de 1982, mi gran amigo de la infancia, Clemente Guerra, decidió dar un nuevo rumbo a su vida. Pensó que debería tener mas alicientes que los que tenía ahora. No bastaba con esperar impaciente el fin de semana y salir al campo a comer paella.

Digo yo, que algo tendría que ver, el hecho de hacerlo en compañía de su ya octogenaria madre, su hermana, que traía de serie una insoportable idiotez, su cuñado y los dos hijos, bastante bobos, de ambos.

Fue en el paraje denominado Peñarara, donde, después de sentarle mal el marisco del arroz, suponiendo que un puñado de gambas arroceras con un sospechoso color oscuro en el lomo, fueran marisco, donde tomó una de las decisiones mas arriesgadas, enriquecedoras y también, como veremos luego, mas dolorosas de su existencia.

En el proceso de evacuación rápida que surge tras una colitis repentina, y dado que nadie en su sano juicio lleva papel higiénico en abundancia al campo, cayeron en sus manos las páginas de deportes del As. Destinadas a un uso no previsto como es el de la limpieza corporal, sirvieron con antelación como lectura improvisada, entre apretón y apretón.

La foto en blanco y negro de un motorista italiano, del cual nunca recordó el apellido, pero si su nombre por motivos obvios, Franco, daba pie a la noticia, que a decir verdad, tampoco recordaba. Con el devenir del tiempo supuso que dicha información hacía mención, a algún tipo de gesta o logro del fulano en cuestión.

Lo verdaderamente relevante fue que surgió en Clemente la irrefrenable intención de hacer un gran viaje en moto. Tampoco es que viajar en moto en la década de los ochenta fuera algo insólito. Lo realmente impactante era que mi amigo nunca había subido en una motocicleta, y ni siquiera tenía carnet que le habilitara para ello. Ingenuamente nos decía convencido, que si en la mili había sacado el de camión, ya era suficiente capacitación para el manejo hábil de una moto. Olvidó mencionar que tampoco condujo nunca un vehículo pesado.

El veneno ya lo tenía en el cuerpo. Cuerpo, que todo hay que decirlo, destacaba por su delgadez, su baja estatura, y una barriga considerable, ganada a base de paellas domingueras y sus correspondientes cervezas de litro, ahora llamadas litronas. Al menos su cara no llamaba la atención. Era un tipo que puedes observar de cerca una hora, y mas tarde no recordar en absoluto ni una de sus facciones. Ojos, normales, orejas, normales (con pelillos sobresaliendo de su interior), boca normal con labios corrientes, los dientes en mal estado, pero de tal modo que rara vez abría la boca para decir algo, no suponía ningún dato llamativo. Era un tipo vulgar. Aplastantemente vulgar.

Trabajaba, por decir algo, de conserje en una entidad pública sanitaria. Su misión consistía en vigilar la entrada y salida de las ambulancias del aparcamiento de un edificio del Ministerio de Sanidad. Dicha labor la realizaba con diligencia y abnegación. A las ocho de la mañana abría la cancela del recinto, que luego cerraba a las tres, antes de terminar su jornada laboral. El lapso de tiempo intermedio, lo dedicaba a dormitar, y a apuntar en una libretita los movimientos de las ambulancias, que eran escasos, ya que de las siete ambulancias destinadas a esa encomienda, tres permanecían averiadas sin visos de ser reparadas, y de las restantes, al menos dos, eran utilizadas de forma fraudulenta para realizar portes y mudanzas, y no solían aparecer por allí. Esta actividad laboral de Clemente, contribuía, como es fácil de imaginar, en acrecentar su considerable tripa.

Pero todo cambió aquella sobremesa en Peñarara, mientras evacuaba por cuarta vez, debajo de un madroño. Ahora dedicaba su jornada laboral a informarse doblemente. Que moto comprar para su aventura, y fijar una meta para su epopeya. De lo primero se encargaba leyendo revistas de motos, que le dejaba el quiosquero de la esquina, a cambio de poder estacionar su 2CV en el patio; de un manual de mecánica de los años 50, y de lo segundo se encargaba el Atlas de la época estudiantil, y algún recorte de prensa de viajes o noticias de atentados cruentos, que hacían descartar destinos que a priori, le habían parecido atractivos, como Beirut.>>


Continuará.

Cherokee
03/07/2014, 21:44
jojo :esperasndo::esperasndo:

naco
03/07/2014, 21:56
:esperasndo: cuando haces pop, ya no hay stop

MIKY ADVENTURE
04/07/2014, 00:31
Esto promete!!!!!!

Edu65
05/07/2014, 11:33
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<<Las tribulaciones de Clemente seguían su camino. Se habían convertido en rutinarias. Pasaban las semanas y se acercaban las Navidades. Era una buena ocasión para hacer saber a la familia la intención que albergaba. Un viaje en moto. Un gran viaje. No obstante, parecía no ser consciente de los inconvenientes de dicha ocurrencia. Carecía de moto, del carnet de conducir necesario para tal fin, y su experiencia en viajes no iba mas allá de las comidas campestres en Peñarara, y de aquella salida a fiestas del pueblo de su buen amigo Jorge, que incluyó cuatro horas de desplazamiento en el Ferrobus.

Próximas la Nochebuena y el día de Navidad, su mente, de natural relajada, se había convertido en un hervidero de ideas, de ensoñaciones, de fantasías; y eso supuso, como después contaré, su primer contacto directo con una motocicleta. Andaba pues, despistado, imaginando el placer de sentir la brisa en el rostro, cabalgando a toda velocidad, avenida abajo, siendo la admiración de sus vecinos, incluida la Pepi, aquella moza oronda, protagonista de sus sueños mas húmedos, cuando sin saber cómo, notó un fuerte impacto y su mente se fue al oscuro.

La realidad fue que, en su distracción, no se percató de estar cruzando la calle en hora punta, cuando mas densidad de tráfico había, resultando atropellado. Dentro de la desgracia que supone un hecho parecido, fue un hombre afortunado. Se libró por muy poco de resultar golpeado por una de las ambulancias del parque que custodiaba, con abnegada dedicación, que realizaba una mudanza para una tienda de máquinas de coser. El resultado del brusco frenazo provocó la rotura parcial de una Tricotosa, y un expositor de carretes de hilo de colores, volcó desparramando cientos de ellos por el suelo.

Lo que no fue capaz de evitar, y de ahí su primer contacto directo con el mundo de las motos, fue la Vespa del cartero. El violento golpe dejó a Clemente sin sentido, y el escudo frontal del scooter completamente chafado. El cartero por su parte, deambulaba presa de una ataque de nervios y sangraba de ambas rodillas abundantemente. No tiene relevancia para la historia del buen Clemente, pero señalar que dicho cartero era un beato reconocido y devoto del Cristo de la Peña, y dichas lesiones le impidieron arrodillarse durante varias semanas, lo que provocó una gran aflicción al pobre hombre.

Cuando recobró el conocimiento, deseó perderlo de nuevo. Le observaba con cara de enfado, que era su cara habitual, su aborrecible hermana. Empezó, según su costumbre, a soltarle un discurso, que fue violentamente interrumpido por la vomitona de Clemente. Dichas vomitonas se prolongaron un par de días, acompañadas de mareos, que duraron escasamente una semana. Fingió tales mareos durante tres meses. Ese espacio de tiempo de baja, lo dedicó a todos los pormenores de su aventura. Se matriculó en una autoescuela, con el propósito de sacarse el carnet de moto. Aprendió, a base de tiempo, el manejo básico de la Vespa de la autoescuela, y en el empeño, dos instructores pidieron el relevo en la tarea de aleccionarlo, en vista del poco sentido de la coordinación de la que hacía gala.

Otra parte del tiempo la dedicó a tomar la decisión de que moto comprar. Tenía, en función de su presupuesto, dos opciones claras. Ambas se antojaban, cuando menos, de dudosa fiabilidad para el cometido que les esperaba. Se acercaba ya el final de Marzo, y debía tomar una decisión sin demora.

Por un lado, barajaba comprarse una Vespa 200 nueva, por poco mas de cien mil pesetas. Era una moto fiable, a él se le antojaba suficientemente rápida y robusta a raíz de su encontronazo con la del cartero, y según palabras del vendedor, con un consumo contenido. Podía equiparla con parrillas portabultos trasera y delantera. Cabía la posibilidad de llevar equipaje entre las piernas y estaba equipada con rueda de repuesto.

Por el otro lado, había encontrado una mas aparente motocicleta. Una Sanglas 500 5V, de segunda mano, en color azul eléctrico. Tenía pocos kilómetros, apenas treinta mil, y montaba neumáticos nuevos, el trasero mas ancho que el de serie, lo cual le garantizaba, según el comerciante, un agarre excepcional. Entre los inconvenientes, había al menos dos, a resaltar. Su escasa estatura impedía que apoyara los pies convenientemente. Decir los pies, es una exageración; sería mas apropiado decir “el pie”. Y en segundo lugar, su barriga cervecera, que había aumentado ligeramente a causa de la inactividad, golpeaba en el depósito de combustible, dando como resultado una postura incomoda.

Disponía de algunos días para decidirse, aunque el vendedor de la Sanglas decía que la moto “tenía muchos novios”. Entretanto llegaba la fecha para la obtención, o no, de la licencia para manejar vehículos a motor de dos ruedas. Como mas tarde veremos, la inquietud que le provocaba el examen, resultó del todo estéril. Y de haberlo sabido, no se hubiera preocupado lo mas mínimo. Hubiera empleado el tiempo en decidir el destino de su travesía. Descartado Beirut, puso las miras en lugares mas cercanos, pero no exentos de interés.

Y tomó otra decisión importante. Se dejo bigote. Un espeso mostacho, del estilo al que lucía el protagonista de Easy Ryder, película que alquiló en el videoclub, y que se convirtió en su cinta de culto. Para él, todo motorista debía de tener bigote y viajar con casco jet. Aunque el desconocía dicha denominación, y solía decir casco abierto.

¿Qué moto elegiría Clemente?, ¿que le depararía la obtención del permiso de conducir?, ¿qué destino elegiría para esta, su prueba de vida?. A veces el destino nos tiene reservadas sorpresas inimaginables.>>


Continuará.

Edu65
07/07/2014, 12:46
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<<Se enfrentaba aquel día de Abril, a su tercera tentativa de superar la prueba práctica del carnet de moto. Las dos primeras se habían convertido en intentos fracasados. La primera vez, apenas duró unos segundos. Los necesarios para calar la moto en el inicio del examen, y oír con sorpresa un sonoro “suspendido”. El tipo grueso y con perilla que formuló dicha aseveración en tono burlesco, no le era del todo desconocido. Su cara le recordaba a alguien, y si bien, haber escuchado el tono jocoso en que proclamó su fallido intento, hubiera provocado en otra situación, cuando menos, un ataque de ira, se mostró complaciente con el individuo. No dejaba de pensar a quien le recordaba el tipo.

Su segunda intentona fue aún peor, y el grito de “suspendido”, aún mas sonoro. Esta vez un exceso de ímpetu en la arrancada, se materializo en un caballito prácticamente vertical, que atravesó toda la pista de evaluación, deteniéndose bruscamente contra uno de los coches de practicas que aguardaba turno para hacer la “L”. Lamentablemente, Clemente no recordaba nada, al perder el conocimiento en la caída, y recuperarlo minutos mas tarde. Tuvo noticia del abandono de la tarea de instruirle del tercer profesor, que a lo lejos discutía a empujones con el colega del coche golpeado, a través de otro de los alumnos.

A decir verdad, aquella tarde del segundo examen, se sentía abatido y triste. Para animarse decidió ir al mercado central y comprarse unas pocas gambas, para hacerse una paella, y tratar así, de levantar el ánimo. Su camarada Jorge, ese buen amigo de toda la vida, se ofreció a acompañarle. Nada mas hubieron entrado en el mercado, y junto a la sección de carnicerías, su corazón dio un vuelco. Allí estaba ella, junto al puesto de Chacinas Belmonte; la mujer que despertaba en él esa pasión secreta y que llenaba su mente de fantasías, y por que no decirlo, de ilusiones casi infantiles. La Pepi. La mismísima Pepi. Y de pronto cayó en la cuenta de a quien le recordaba el examinador que a voz en grito, y disfrutando sobremanera, le perforaba los tímpanos con sus “suspendido”. No cabía duda, debían ser hermanos. Quizás, hermanos gemelos.

No tardó en salir de dudas. Aquella mujer rotunda, que le sacaba una cabeza en altura, y que debía pesar al menos, el doble que él, en cuanto le vio se abalanzó a buscarle y se mostró para su sorpresa, cercana y cariñosa. Al parecer, ella también debía sentirse atraída por su persona, y esa admiración secreta, era compartida. Estaba de suerte.

Como mujer que era, no tardó en percatarse que algo anormal le sucedía a Clemente. Su cara reflejaba una tristeza poco habitual en él. Y eso, que no se si he dicho, su cara era de lo mas anodino del mundo. Una cara que nadie recordaba después de haber estado mirándola. Interrogado por el motivo de su pesar, Clemente le relató lo que le había sucedido en sus exámenes. Y ella al asombrado gritito de, “no me digas, si el tonto de mi hermano es uno de los examinadores”, le aseguró que no tenía de que preocuparse, que “ya me encargaré yo de que apruebes el próximo día”. Recogió de la parada, medio kilo de longanizas, un cuarto de mortadela, dos sobrasadas, tocino rayado, papada de cerdo, tres chorizos picantes, un “fuet de esos que le gustan al maricón de mi hermano” y dos morcillas de Burgos. También compró dos lonchas de jamón de york sin sal, para su caniche.
Y pasaron por la cafetería para tomar un tentempié. Ella, un chocolate y dos croisanes y él, dos cervezas. Fue un rato muy agradable, sobre todo cuando ella le rozaba la mano como sin querer, mientras le contaba que acababa de poner cortinas nuevas y su perrito se había encaprichado de ellas y no paraba de mearles, a nada que se descuidara. Animalito. Y casi sin darse cuenta, habían pasado ya dos horas, y su amigo Jorge estaba en paradero desconocido. La realidad fue que nada mas entrar el recinto del mercado, le dijo (aunque él no le oyó, presa de la excitación de ver a su icono de belleza) que debía ir un momento al baño, que andaba flojo de tripas. Y algo corriente en Jorge, se quedó dormido en el retrete, hasta que hubieron cerrado a las ocho de la tarde la plaza. Él no estaba en condiciones de echar de menos a nadie, él era feliz, o casi.

De tal modo, que ese día de Abril, que suponía su tercera tentativa de conseguir el ansiado diploma de “apto para conducir motocicletas de más de 75cc”, se sentía bien. Con templanza y seguridad. Tales condiciones de confianza, no supusieron ninguna ventaja en su realización, aunque es de justicia reconocer que la moto, esta vez si, se puso en marcha correctamente, realizó el primer slalom con soltura, la prueba del “ocho” salió perfecta, al igual que “la tabla”, el obligatorio cambio de marcha, y la frenada. Cambió el grito de suspendido, por el de “aprobado”, y el examinado recogió el papelito que, por fin, le habilitaba para el menester que tanto anhelaba.

Alguien avezado en la difícil tarea del reconocimiento facial, se hubiera percatado de que no era Clemente quien había superado el examen, aunque el papelito pusiera que si. No era una practica extraña que los examinadores hicieran la vista gorda a la hora de comprobar el D.N.I., y la prueba la realizara un sustituto, que esta vez si, era hábil y capaz de aprobar. Tan solo le basto a Pepi, amenazarle a su hermano con ponerse a dieta, lo cual implicaba que “él” también se pondría a dieta, para convencerle de que Clemente Guerra, debía ser apto, si o si, para conducir motos legalmente. En aquel instante cogió el teléfono, y movió los hilos necesarios, para que así fuera. Y es que la Pepi, cocinaba como los ángeles.

Superado el primer obstáculo en su difícil encomienda de realizar un gran viaje, y además hacerlo en moto, tocaba decidir que máquina iba a ser su fiel compañera de viaje. Acudió asiduamente a una taberna donde, los viernes por la tarde, solían acudir moteros a contarse sus batallitas. De oído fino, Clemente se empapó, entre cerveza y cerveza, de la jerga motera, de las costumbres que tenían, como esa de sacarse los cuernos cuando se cruzaban con otro “compañero”, la de hacerse ráfagas (costumbre que él llegaría a practicar en contadas ocasiones, como después veremos), y a habituarse a términos como “inclinada”, “par motor”, asunto este que le produjo sorpresa al saber que se construían motos con dos motores, “patinar el embrague” y un largo etcétera de vocablos que con posterioridad alcanzarían todo su valor y significado.

Se compraría la Vespa 200 sin mas demora. Esa fue su elección primera, que a tenor de los acontecimientos para él desconocidos, se truncó de manera inesperada. Aquella bonita mañana de medidos de Abril, próxima ya la Semana Santa, se acercó al concesionario VespaVeloz de su localidad, con la intención de apalabrar la compra de su primera moto. Había llegado a sus oídos que podía elegir entre una extensa gama de cuatro colores, negra, blanca, roja y plata. Y la verdad es que se antojaba una tarea complicada, si bien la de color rojo le recordaba el color de las mejillas de Pepi, con la cual solía quedar a merendar en la cafetería donde se hablaron por primera vez, y donde se ponía al día sobre los avances en el adiestramiento del caniche y su tenaz afición a orinar en los visillos nuevos.

Pero, la vida, ya lo he dicho en otro párrafo, no es lo que uno espera que sea. Cuando Clemente se acercaba al lugar de la concesión, pudo ver que algo pasaba. Varias dotaciones de bomberos, una espesa humareda, ambulancias (una de ellas en llamas) y municipales tocando el silbato, formaban parte del escenario. Según pudo saber, se rumoreaba que había sido un atentado anarquista, ya que sobre lo que unas horas antes había sido un concesionario de motos y cortacéspedes, había un despacho que en tiempos fue sede de la Falange, aunque desde hacía tres años, era un centro de yoga. La realidad era mas peregrina. Simplemente el conductor y el camillero de una ambulancia, que en esos momentos se dedicaba a una mudanza, no fueron lo suficientemente diligentes en el cometido, y olvidaron apagar un brasero que formaba parte del traslado, que con el movimiento implícito de la furgoneta, acabó extendiendo las brasas sobre uno de los colchones de borra que prendió instantáneamente. Como quiera que los funcionarios estaban concentrados en dilucidar el resultado Valencia-Español de la quiniela, para cuando quisieron darse cuenta y detener el vehículo, este ya parecía una réplica a escala del “Coloso en Llamas”.

De no haberse parado junto a un camión de reparto de butano, la cosa no hubiera pasado del incendio fortuito de una ambulancia, que casualmente era del parque donde ejercía su labor de conserje Clemente. Trabajo que realizaba con esmero y diligencia. Pero al parecer, el fuego y las bombonas de butano, no son buenos aliados cuando se trata de evitar el peligro de explosión. Una de las bombonas que detonó con gran estruendo, fue a parar directamente al escaparate de VespaVeloz, y como quiera que en un concesionario de motos y material de jardinería existen componentes inflamables, no tardó en propagarse un gran incendio, que terminó en pocos minutos con mas de treinta motocicletas, docenas de podadoras, cortacéspedes, motoazadas, y un precioso Lagonda de los años 30 que el propietario guardaba en el fondo del taller, para evitar que sufriera daños. Una autentica joya del automóvil echada a perder.

Afortunadamente no hubo desgracias personales. Reseñar que un empleado de Correos que se encontraba recogiendo una Vespa que meses antes había sido víctima de un accidente, que terminaba de ser reparada, y en el cual sufrió daños considerables en sus rodillas, resultó herido de poca consideración en el cuero cabelludo, al prenderse fuego con la primera deflagración. Perdió el pelo y una espesa barba que lucía en homenaje al Cristo de la Peña, del cual, se comentaba, era gran devoto.

Dadas las circunstancias, la elección de la moto, se había simplificado mucho. Clemente estaba aprendiendo, que muchas veces es inútil devanarse los sesos con cuestiones, que sin razón aparente, parecían resolverse solas. Se dirigía sin perdida de tiempo a ver si seguía en venta la Sanglas 500 5V, no fuera a ser que uno de los muchos novios que tenía se le fuera a adelantar.

Pero eso será en el próximo episodio.>>

Continuará.

Edu65
08/07/2014, 10:29
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<<Tan pronto el vendedor de la Sanglas vio aparecer a Clemente, simuló estar hablando por teléfono. Le hizo un gesto con la mano, a modo de saludo, y procurando que este oyera la conversación, fingió estar a punto de cerrar un trato con uno de los muchos “novios”que tenía la motocicleta.

Clemente a pesar de su apariencia abobada, era un tipo listo. Vaya que si lo era. Fue escuchar la conversación, y tener la certeza que la moto que estaba a punto de comprar, era una verdadera joya. Cuando el comercial se acercó a él, hecho un prodigio de cortesía, supo que de algún modo debería convencerle para que la moto fuera suya, ya. Un billete de dos mil pesetas en el bolsillo de la camisa, terminó de convencer al individuo, que en un movimiento relámpago, hizo que el billete colorado encontrara acomodo en su billetera.

Cerrado el trato. debería esperar al día siguiente para que la concesión pudiera realizar los trámites burocráticos. Lo que se dice, hacer la transferencia, una vez cobrado el importe de la moto. Había conseguido además que le regalara un casco jet Bieffe y unos guantes Clice.

Tal era su estado de excitación que no pudo reprimir buscar una cabina telefónica y llamar a Pepi. No sabía si la encontraría en su domicilio. De hecho, a pesar de haberse citado con ella en varias ocasiones, ignoraba a que se dedicaba, y por lo tanto no sabía si la encontraría en su domicilio. Y de nuevo, la fortuna estuvo a su lado. La Pepi estaba en casa.

Cuando descolgó el auricular, su voz no sonaba muy alegre, al contrario de lo que solía acostumbrar. Al parecer no tenía un bien día. Su hermano, no había podido acudir al trabajo, victima de una ataque de gota, y ella debía soportarlo las veinticuatro horas en casa. No obstante, su registro de vocal fue animándose a medida que charlaba con Clemente. Este hombre le hacía reír, le sentaba bien. Y no es que fuese un tipo locuaz ni dicharachero, ni siquiera era un hombre que interesara por guapo. Sirva de dato, que era un tipo que podrías mirar a la cara un largo rato, y luego ser incapaz de decir el color de sus ojos, o de que tamaño tenía las orejas. Pero causaba en ella un estado de bienestar nada despreciable. Se ruborizaba al recordar que incluso tenía fantasías sexuales con él, pero recobraba la calma, y se sosegaba al pensar que nadie era consciente de ello. Salvo ella misma. Pero de pronto volvía a verse vestida tan solo con ligueros rojos y medias de color negro, y el resto de su inmensidad al desnudo, persiguiendo a “su” hombre, que extrañamente en la fantasía, lucía un cuerpo mucho mas atlético que el que la dura realidad certificaba. Volvió a ruborizarse, y tranquilizarse.

Las excelentes noticias que su amado le había transmitido, le pusieron definitivamente de buen humor. Tomo cartas en el asunto. Encerró a su hermano en la alcoba, le prohibió salir de allí hasta nueva orden, e invitó a Clemente a comer. Preparó unos garbanzos con tocino, morcilla, chorizo y unos trozos de carne, que luego retiró para guisarla con tomate y pimientos morrones. De ración, costillas adobadas de cerdo, con boniatos al horno, y de postre, arroz con leche. Bajó al colmado y compró cerveza de la marca que le gustaba a Clemente y para ella, unas botellas de mosto y un anís para ayudar en la digestión.

En el primer plato, Clemente se esforzaba en instruirle sobre el difícil arte de llevar una motocicleta con pericia. Le explicó como era el casco, de color negro, al cual tenía pensado pintarle al óleo sus iniciales, CGT, Clemente Guerra Tapiz, de color rojo intenso. En el segundo plato, mientras Pepi daba cuanta de su tercer boniato asado, le hacía saber que lo mas complicado era, según su experiencia (casi nula), acelerar en la medida justa. Adecuar la velocidad propia, con las de la circulación colindante. Él, había disfrutado tan solo de una velocidad equivalente al paso humano, cuando conseguía no calar la moto, y de una velocidad excesiva, antes de truncar su alocada carrera contra el Seat Ronda de la autoescuela rival. Pero confiaba en su instinto motero, hasta la fecha adormilado, para poder triunfar en su encomienda.

Con el arroz con leche, y ya por su quinta cerveza, le prometió que cuando tuviera ya la suficiente seguridad, le llevaría a dar una vuelta. Iría a Peñarara un domingo, y comerían una de sus paellas. Pepi se sintió a la vez, halagada y tremendamente preocupada. No le gustaba la paella de marisco. Por lo demás, ningún inconveniente.

Y llegó el día ansiado. Allí estaba esperándole en la acera una reluciente moto azul eléctrico. Sin duda recién lavada, los radios de la rueda brillaban al sol que se dejaba ver, entre unas nubes que adquirían un, cada vez más, color gris titanio. El tupido mostacho, apenas dejaba observar una sonrisa inmensa, franca, como la que luciría un niño con el barco pirata de Playmobil.

El vendedor pasó a enseñar a Clemente las funciones básicas de los mandos. Luces, intermitentes, claxon, y un mágico botoncito que permitiría (o no) el arranque del monocilíndrico nacional. Donde puso mas empeño fue en tratar de enseñarle a arrancar el motor con el pedal dispuesto para tal fin. No fue un esfuerzo baldío, mas adelante se revelaría como indispensable. Y advirtió de algo que a Clemente le sonaba como si Enstein le estuviera dando una master class de física nuclear. Le hablaba de compresiones del pistón, le alertaba de las consecuencias de no dar la patada con decisión, de punto muerto superior y cosas que dos minutos después ya no recordaba.

Practico durante al menos media hora, la maniobra de subir y bajar de la moto. Siempre con la supervisión del vendedor que mostraba signos de fatiga. Con el caballete colocado, pie izquierdo sobre estribo izquierdo y alehop, sentado. Fuerte impulso hacía adelante, cuestión simple debido a la gran barriga de Clemente, apoyo de pie, meter primera velocidad y partir rumbo a la libertad.

Se sorprendió al conocer que, al contrario que la Vespa, la caja de cambios estaba en el pie.Estaba en el pie izquierdo, donde en la Vespa no había nada. Y en cambio, el comercial insistía, para su asombro, que debería frenar con la maneta derecha, esa que accionaba el freno inútil de la otra máquina. El embrague, eso si, estaba en el sitio correcto, si bien permanecía en una posición fija, y no basculaba en absoluto.

Como quiera que la primera rodada, la hizo pensando cada movimiento, intentando recordar que palanca o maneta accionar, no surgió problema alguno. Primera con el pie izquierdo, la moto arrancó con cierta brusquedad, pensó, apretó embrague, metió segunda, y aceleró con decisión. Dejo de pensar, estaba embargado con la insólita sensación de velocidad. El velocímetro, que por supuesto no miró, marcaba unos buenos cincuenta por hora, o sesenta. Quizás cuarenta. Difícil de determinar por la imprecisión y la oscilación del mismo. Tanto daba. El cilindro rugía a tope de vueltas. Pensó de nuevo. Embragar, meter velocidad, tercera, soltar embrague y disfrutar de una aceleración fulgurante. Se encontraba rodando cómodo. Se pasearía largo rato en esas condiciones. De no ser por que, víctima de su alteración, no pudo percatarse que circulaba en dirección prohibida. La suerte estaba de su lado, ni un solo vehículo vino a su encuentro, ni uno. El hecho de circular en sentido contrario al natural dela vía, le impedía ver ningún semáforo. Se saltó varios cruces sin que, milagrosamente, se cruzará autobús urbano alguno. Ni un maldito taxi. Era feliz.

Hasta que decidió detenerse. Mas que decidirlo, se vio obligado. No sentía las manos, debido a las inmensas vibraciones. Le dolía el culo, en el cual notaba una especie de hormigueo por el mismo motivo. Detenerse fue un poco mas complejo. Pensó, redujo una velocidad, la moto bloqueó un poco la rueda trasera debido a la poca finura con que realizó la maniobra, se asustó, perdió la concentración, dejo de pensar, aceleró a tope simultáneamente a coger la maneta izquierda, volvió a reducir una velocidad, la moto tosió, y con una tremenda derrapada al soltar de nuevo el embrague, se detuvo a trompicones. Otro milagro fue que consiguió colocar el pie y no caerse.

Con la moto calada, también se percató de que unas gotas de sudor le corrían de pronto por el rostro. Era algo raro, el nunca sudaba. Y ahora tampoco lo hacía. Simplemente se desataba una tormenta y caían gotas del tamaño de una aceituna.

Allí estaba. En medio de la avenida, en sentido contrario, lloviendo a mares, con la moto tan calada como él mismo, y con una sensación, de que no iba a ser tan idílico el viaje en moto. Pero era un tipo optimista, y solo con pensar en la excursión con la Pepi que tenía en cartera, recobró la presencia de ánimo necesaria. Aparcó la moto allí mismo, se metió en el bar de la esquina, y esta vez no tomo cerveza. Un pacharán con hielo, para templar los nervios, se le antojó mas adecuado.

Continuará.>>

minicap
08/07/2014, 22:59
:esperasndo:

Edu65
10/07/2014, 13:53
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<<Tres pacharanes con hielo en vaso largo después, cuando uno está en ese momento de ligera adormilación, ese momento en que uno se encuentra tarareando internamente una canción sin cesar, recobró el aliento necesario y la templanza exigida para retomar su camino. Destino, el edificio donde ejercía su labor profesional. Clemente se dedicaba con gran profesionalidad a custodiar la entrada y salida de un parque de ambulancias del ministerio correspondiente. Abrir la cancela a las ocho y cerrarla a las tres de la tarde era su cometido principal. Entretanto anotaba en una pequeña libreta las idas y venidas de los vehículos.

Se puso el casco Bieffe, negro, se colocó los guantes Clice, se tuvo que quitar los guantes para abrocharse el casco (le pasaba cada vez), ya que la torpeza de sus dedos impedía hacerlo con ellos puestos, y se dispuso s arrancar la motocicleta.

Como quiera que la humedad era mala compañía de los precarios sistemas eléctricos de la Sanglas, y aunque la lluvia había cesado, dejando ese olor a tierra mojada, ese brillo en el asfalto encharcado, el primer intento de poner en funcionamiento el motor, resultó baldío. El segundo, mas largo e intenso, también. En el tercero, la batería dio muestras de fatiga, y en el cuarto ya no daba síntomas de estar en disposición de arrancar nada.

Recordó vagamente las instrucciones del vendedor para arrancar la moto a patada. Según el comercial, una forma mas autentica y motorista de hacerlo. No retuvo en su memoria la advertencia de hacerlo con cuidado, ya que la elevada compresión del cilindro podría provocar algún tipo de inconveniente físico en su pierna.

Desplegó la palanca de arranque, puso el pie sobre ella y soltó una, según creía él, fuerte patada. Para su desgracia, había olvidado poner punto muerto, y la moto tosió y salió unos pasos hacía adelante a trompicones. Dicen que hay gente afortunada, y Clemente era un tipo con mucha suerte, al menos en la encomienda de manejar una moto. Consiguió que la moto no cayera al suelo, aunque no pudo evitar que le venciera el peso a su lado y le aplastara el estómago contra uno de los álamos de la avenida.

La segunda intentona fue de manual. Esta vez si que puso el punto muerto. Lanzó una terrible patada y la palanca le devolvió el golpe con la misma intensidad. El dolor cegó al pobre Clemente, que notó una especie de crujido en la rodilla y una extraña sensación de frío en el pie. Dicho frescor estaba provocado por la perdida del mocasín, que habiendo salido disparado hacia el medio de la calle, tuvo a bien aterrizar en un charco de la misma.

Una vez recuperado el zapato, y en menor medida el dolor de la rodilla, tuvo que quitarse el casco y los guantes. Empezaba a estar acalorado. Excepto el pie que notaba húmedo y frío. Tercer intento y éxito absoluto. La moto había cobrado vida, y el traqueteo de su propulsor, hacía que diera unos ligeros saltitos en la pata de cabra. Era una moto vigorosa, de eso no cabía duda. Se puso el casco, se puso los guantes, se quito los guantes, se ató el jet, y se volvió a colocar los guantes. Era una secuencia tediosa, la verdad.

Se sentó en la moto, empujó adelante la máquina, está cayó según lo prescrito, y tan sólo quedaba dar la vuelta y retomar la marcha, esta vez si, en sentido correcto. Parecía una maniobra sencilla a ojos de un profano, pero girar una moto de gran cilindrada en una calle de apenas tres carriles amplios, se le antojó complicado. No obstante, gracias al valor que infundían los tres vasos largos del licor anisado, y a esa melodía que sonaba en lo mas profundo de su cabeza, y que tarareaba inaudiblemente, superó el reto una vez más, a la primera.

Ya no pensaba que era tan mala idea lo de comprarse una moto. De nuevo le invadió un cierto grado de optimismo y llegó al convencimiento que lo que le faltaba era experiencia. La música seguía sonando en su interior cuando emprendió la marcha. Primera, segunda y tercera. El resto de marchas quedaban para mas adelante. Llegaría el momento de exprimirlas a conciencia. Cierto es, que los movimientos parecían surgir de modo mas espontáneo, si bien, alejados de la coordinación requerida para denominarlos fluidos.

La larga avenida desembocaba en la plaza circular, y el tráfico seguía siendo escaso. Observaba con asombro como todos los semáforos lucían de un intenso color verde y no dudó en estrujar el acelerador. La velocidad era increíble, el aire en la cara e introduciéndose por la camisa, el pie húmedo con una sensación de hormigueo, la canción retumbando en su cabeza, el placer, la velocidad.

Una manzana mas lejos, un pobre hombre, funcionario de Correos, salía de una casa de socorro, tras haberse sometido a las curas prescritas, después de haber resultado herido en el cuero cabelludo y cara, heridas provocadas por una explosión fortuita en un concesionario de la ciudad. En dicha consulta, aprovechó para ver la evolución de otras heridas diferentes producto de un desgraciado accidente de tráfico. Estas últimas no acababan de sanar convenientemente y le provocaban un caminar extraño. Un andar inseguro y tambaleante. Cuando se disponía a cruzar por el paso de peatones mas próximo, con su andar errático, y su visión un tanto mermada después de la cura con medicamentos apropiados para tratar quemaduras en la piel, y que mas tarde supo, le provocaban una alérgica reacción, algo perturbo dicha maniobra.

Un bólido azúl, de sonido aterrador, rozó su cuerpo y provocó que cayera de espaldas en el alcorque de un árbol de la avenida. Como todos ellos, contenía heces y orines de perro, colillas de tabaco, papeles varios y producto de la intensa lluvia, agua sucia y barro. Este también tenía un botellín de cerveza y un pedazo de pan.

A pesar de su estado físico y emocional, sorprendió al atónito público con un rápido movimiento de recuperación de la verticalidad. Producto del cual quedo chorreando, con un olor incómodo, e incomprensiblemente, sujetando una botella de cerveza en la mano. Siendo como era, y comentaba el personal, un devoto del Cristo de la Peña, verlo blandiendo amenazadoramente el vidrio y soltando improperios, llamó la atención de los viandantes. Entre los cuales se hallaba una pareja de la Guardia Civil, que al ver el sujeto, que para ellos era sin lugar a dudas un mendigo borracho, desaliñado y lanzando amenazas, procedieron a encañonarle con el arma reglamentaria y a detenerlo, aplicándole la Ley de Vagos y Maleantes, con la cual dejaría de ser una amenaza para la sociedad.

Clemente apenas percibió el roce con el transeúnte. Lo atribuyó a uno de los síntomas de las vibraciones o de la alta velocidad de crucero que mantenía. Sin darse cuenta la avenida terminaba, llegaba la hora de enfrentar la Plaza de forma circular que tan bien y de forma tan brillante contribuía a entorpecer la fluidez del tráfico. Superó el compromiso reduciendo a segunda velocidad, con la vista fija al frente, entonando la cancioncilla, que ya empezaba a resultarle demasiado insistente, y provocando en su ágil movimiento derecha-izquierda-derecha, varios frenazos y volantazos de los coches que circulaban con prioridad.

Hablando de prioridades, la suya se centraba de manera primordial en conseguir el dominio de su máquina en el menor tiempo posible. Gastaría todo su tiempo libre en hacer kilómetros por carretera. Y como el trayecto que mejor dominaba era el que conducía a Peñarara, paraje donde los domingueros de paella y vino, solían acudir los fines de semana, se dispondría a realizarlo todos los días posibles. Varias veces.

Una vez llegado al parque ministerial donde guardaría la moto, en un lugar cubierto, cerca de donde estaban estacionadas tres ambulancias averiadas y otra recién llegada pasto de las llamas, se apeó de la moto, se quitó el casco que dejó sobre el asiento, abrió la cancela, volvió a por la moto, recogió el casco del suelo, donde había caído, producto de las vibraciones, montó en la moto, aceleró, caló la moto, y decidió empujarla, no sin dificultad, hasta el lugar elegido.

Llamó a la Pepi, y le hizo participe de su experiencia. Ella que estaba merendando un bocadillo de chocolate con leche, unas lonchas de cabeza de jabalí, y queso manchego, se vió entusiasmada al reconocer en la voz de Clemente una excitación comprensible. La que un ser humano tiene cuando empieza a conseguir sus anhelos. Aquella noche cenaría para celebrarlo una tortilla de patatas con cebolla y un filete empanado que había sobrado de la comida.>>

Edu65
12/07/2014, 12:32
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<<Aquella gruesa mujer, nacida Josefina Perdiguero Cano, conocida coloquialmente como la Pepi, había añadido un objetivo nuevo a su vida. Terminar de conquistar a Clemente. Si sus dos principales ocupaciones hasta el momento pasaban por cuidar a su caniche y administrar los abundantes bienes conseguidos por obra del azar y de un talento primoroso para los negocios, ahora se veían enriquecidos con su nueva ilusión. Años atrás la buena suerte en forma de cupón de los ciegos, le había proporcionado un capital que sabiamente dedicó a dos cometidos, a saber, la compra de unos locales comerciales céntricos y bien situados, que a día de hoy, ya Mayo del 83, le proporcionaban sustanciosos ingresos, y una inversión en una nueva factoría de productos dietéticos y de adelgazamiento.

Ella sabía que podría llegar al corazón de Clemente, básicamente alentando sus ilusiones y demostrando un gran interés en sus distracciones. Ya sabía que no era hombre de fútbol ni de toros. Sospechaba que era un gran catador de cervezas y que, no cabía duda, demostraba una pasión inaudita por el mundo de las motos. Ignoraba todo sobre aquel mundo. Tan solo recordaba que su ya fallecido padre, solía ir a la obra en una Derbi Antorcha Tricampeona, y que lejos de mostrar la misma euforia que su amado, solía llegar maldiciendo el frío que le castigaba en los trayectos, sin contar con la maldita lluvia. También recordaba entre lágrimas como el que iba a ser el día mas feliz para su progenitor, el día que, por fin, consiguió hacerse con un Seat 850 de tercera mano, y desembarazarse del ciclomotor, murió atropellado por un trolebús.

Se prometió que de regalo de bodas, compraría a Clemente una moto nueva. Lo que ignoraba la pobre inconsciente, era que Clemente estaba lejos de estar dotado para el manejo de las motocicletas. Ignoraba que dicha ocurrencia podría convertirla en viuda de modo prematuro.

Entre tanto Clemente se había afanado los últimos diez días en hacer kilómetros a mansalva. Su recorrido consistía en salir de su puesto de trabajo, ir al bar del barrio, comer un bocadillo de calamares, beber dos cervezas, tomarse un carajillo y salir disparado hacía su ruta mas conocida. Incluso, a pesar de que la moto era muy frugal en su consumo, las continuas paradas en el surtidor para repostar, le habían hecho entablar una cierta relación de proximidad con el empleado.

La ruta era la que llevaba a la ermita del Cristo de la Peña, en el paraje conocido como Peñarara. Los primeros diez kilómetros transcurrían por una inmensa recta, tan solo interrumpida por un pequeño vértice en mitad de ella. Más adelante se atravesaba el viaducto del Arroyo de las Culebras, y en un par de minutos se llegaba al cruce de la ermita. De allí serpenteaba una ascendente carretera de buen asfalto, plagada de curvas con buena visibilidad al inicio, y que se iba retorciendo a medida que se llegaba a la cumbre, para terminar en una serie de seis garrotes que desembocaban en una pequeña recta hasta llegar al santuario. La carretera terminaba allí mismo, en una explanada donde poder aparcar.

El primer día que hizo esa ruta, empleó cuarenta minutos para recorrer los treinta y cinco kilómetros de distancia. Era consciente que no suponía ningún record, pero tampoco lo pretendía. La segunda vez, decidió que emplearía la cuarta y quinta velocidad, y el resultado mejoró. Tres minutos menos, pero había que reseñar que el empleo de mayor número de relaciones de cambio, embarulló bastante la conducción de la Sanglas. Se liaba sobre todo el detenerse, y nunca sabía muy bien que velocidad tenía metida. Pensaba que sería buena idea poner a las motos algún tipo de indicador que reflejara la velocidad engranada, pero era consciente que era ciencia ficción, y que nunca una moto tendría algo semejante.

Llegar hasta el cruce que desembocaba en la ermita, era una tarea fácil. De ahí para arriba la cosa se complicaba bastante y llegó a creer que nadie sería capaz de hacer aquel recorrido con soltura. El caso es que la primera vez, cuando llegó a las seis últimas curvas, esas tan cerradas, barajó darse la vuelta, pero como quiera que no había un lugar apropiado en anchura y recordando que los tres carriles de la avenida, ya eran bastante estrechos, no le quedo otro remedio que afrontarlas. Lo hizo con extrema prudencia. En primera velocidad. Pero resultó mas sencillo de lo imaginado, y después de la tercera de ellas aceleró con brío y se permitió le lujo de poner segunda.

Las siguientes veces que hizo el recorrido, una especie de cosquilleo indescriptible le recorría el cuerpo cuando llegaba a esa zona. Una sonrisilla pretendía asomar debajo de su mostacho, que ya tenía unas dimensiones parecidas al de Fu-Manchu, y se sentía como.....envenenado.

Pero el último día que hizo el recorrido acabo sintiéndose mal. Habría hecho ya dos docenas de veces el trayecto, y nada mas comenzar la subida, subida que hacía de modo magistral; sirva de ejemplo que conseguía adelantar a los camiones de la cantera, unos antiguos Barreiros, que afrontaban el desnivel vacíos, oyó una especie de ruido agudo. Al principio le recordó al pitido de la radio cuando no se sintonizaba bien, pero luego ese ruido fue en aumento, y súbitamente, fue sobrepasado por una moto pequeña, de color rojo, conducida por un tipo que iba completamente agachado. Fue tal el susto que se llevó que el corazón le palpitaba a cien por hora. La misma velocidad que indicaba su odómetro. Aunque para ser sinceros este marcaba algo impreciso entre ochenta y cien por hora.

No repuesto aún de la sorpresa, volvió a escuchar el mismo sonido, esta vez mas intenso, y apenas tuvo tiempo de volverse a mirar, cuando fue sobrepasado en plena curva de derechas por un misil amarillo, que también iba pilotado por alguien agachado sobre el depósito. Esta moto, al igual que la primera, humeaban bastante y dejaban un olor muy peculiar. Del sobresalto casi se sale de la carretera. Ansiaba llegar a la cima y ver que clase de motos eran aquellas.

Cuando llegó, los dos hombres se encontraban en paralelo comentando algo entre ellos. Sus máquinas estaban arrancadas, y seguían humeando. Uno de ellos la aceleraba a golpecitos, mientras manipulaba algo en el motor. Cuando le vieron, ambos le saludaron con un gesto y él les devolvió el saludo. Supo que debería haber puesto punto muerto antes de hacerlo, cosa que olvidó, y la Sanglas dio un fuerte tirón y se caló. Se retorció el tobillo al evitar que la moto cayera pero disimuló con maestría el fuerte dolor.

Antes de darse cuenta, los motoristas ya se marchaban a toda pastilla, acelerando como posesos y dejando una estela de humo blanco y el mismo olor de antes. Dio la vuelta para perseguirlos, y cuando enfiló la primera paella de bajada, pudo verlos como ya negociaban la última de ellas, y se perdían poco a poco de vista. Fue consciente de que aún le quedaba un largo recorrido para estar a su nivel, pero no sería por falta de empeño.

Camino de vuelta se detuvo en el surtidor. Bernabé, que así se llamaba su “casi” amigo del surtidor, se dispuso a llenarle depósito y le comentó que ya se había convertido en su tercer mejor cliente en moto. Le dijo que dos muchachos que acababan de pasar, hacia apenas diez minutos, eran los mejores. Al parecer sus motos consumían mucho mas que la suya. Según dijo Bernabé, eran una Ossa Copa, con cilindro y escape de Ossa Phantom, y la otra, la amarilla, era una Bultaco Metralla GTS con cilindro Pursang de 370 cc y tubarro artesanal. Aquello no le dijo gran cosa, pero si que le turbó sobremanera saber que los dos pobres chicos, eran unos “quemados”, tal y como le aseguró su “casi” amigo.

Se apiadó de ellos, comprendió su conducción suicida, y estuvo varios días preguntándose donde, en que accidente, con que infortunio habrían resultado heridos de manera tan cruel. Quemados.

Llamó a la Pepi, quedó con ella, merendaron dos docenas de churros y chocolate, picatostes y butifarra picante con pan de ajo, el perrito meó en los visillos, y era tal su desconsuelo y solidaridad con aquellos chavales, que perdió la cabeza y besó por vez primera a su chica. Le dolía el tobillo. Necesitaba sentirse bien. Necesitaba más dosis de moto.>>

Continuará...

Edu65
15/07/2014, 12:36
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<<Los siguientes días fueron unas jornadas extrañas. La Pepi no recordaba cuando fue la última vez que había estado tres días sin probar bocado. Tal era su estado de excitación que había perdido el apetito. Quizás cuando tenía dieciséis años, hace ya bastante de eso, cogió una gastroenteritis que le mantuvo alejada de la despensa durante una semana. Como quiera que por aquel entonces, su peso apenas superaba los cincuenta kilos, la perdida de un par de ellos causó gran revuelo en sus padres, que una vez recuperada de su afección estomacal, procedieron a comenzar a cebarla de manera incontrolada. Hábito que ya no abandonaría hasta este día.

Clemente, que seguía con su dolor de tobillo, también tuvo unos días convulsos. Con respecto al beso, pasaba las horas tratando de recordar cuando había sido la última vez que una mujer le había besado. Tenía claro, que ésta había sido la primera vez que él había tomado la iniciativa. Puede que fuera su prima Leandra el día de la primera comunión. Tanto daba. Lo que de verdad le mantenía alerta era el rumor que se había desatado en su puesto de trabajo. Al parecer pretendían, por considerarlo innecesario, prescindir de un portero en el recinto. Corría el chascarrillo de que iban a colocar un sistema automatizado para abrir y cerrar la cancela, y que los propios conductores de las ambulancias se encargarían de llevar un control de entradas y salidas. Él, que siempre había sido abnegado en su tarea, que llevaba con meticulosidad prusiana todos los datos, que apuntaba en una libretita, era objetivo de sus superiores.

No fue hasta el día posterior cuando llegó a las ocho de la mañana con su moto, que vio a unos operarios procediendo a transformar la puerta para poder acoplar una suerte de ingenio que se suponía iba a poder abrirla y cerrarla. En el otro extremo, otros trabajadores se afanaban con unos cables eléctricos y una especie de portero automático. El corazón le palpitaba del mismo modo y con el mismo ritmo, que cuando fue velozmente sobrepasado por las motos de los pobres chicos quemados.

Una vez aparcada la moto, dejó el casco sobre el sillín, y una vez más este salió rodando. Lo recogió y lo dejó en el retrovisor, que como de costumbre cedió y más tarde habría que recolocar de nuevo. Se quitó los guantes y pasó al interior, con el firme propósito de anotar en su cuadernillo esta incidencia, pero se topó con su jefe supremo. Este con una medio sonrisilla le hizo participe de la noticia. Prescindían de su puesto de trabajo, y si bien no podrían mandarlo al desempleo, gracias a su situación funcionarial, lo trasladarían de inmediato a otro departamento; quizás al de recogida de basuras.

De nuevo, le faltó el ánimo y se desvaneció. Empezaba a ser una costumbre muy molesta eso de desmayarse. En su delirio, soñaba con Pepi. Ésta corría desnuda lanzando besos a todos sus compañeros de trabajo. Incluidos Bermúdez y Gadea, que en su sueño ardían si aparentar dolor ninguno. Terminaba la doncella en brazos de su jefe supremo, que lanzaba, como lanzaban caramelos los Reyes Magos, libretitas llenas de anotaciones.


En cambio, esta vez, cuando recuperó el sentido, no encontró la cara de su hermana, ni la del bobo de su cuñado, ni la de los dos sobrinos idiotizados. Se topó con la de su jefe. Ya no esbozaba una medio sonrisilla. De haber estado en plenitud de facultades habría sido consciente de que la cara que lucía, era de suma preocupación. En su mano portaba la libretilla de Clemente. La ojeaba con denuedo. Allí podía observar anotaciones del tipo “Salida de Bermúdez y Gadea, con destino a mudanza de comedor de la madre del señor subsecretario. Hora: 11,30”, a continuación se leía, “Llegada de Bermúdez y Gadea, sin ambulancia y con síntomas de haber sufrido un accidente y con olor a humo. Hora: 14,12”. Unas anotaciones más abajo “Llegada de grúa con la ambulancia siniestrada. Quemada. Hora: 8,58”.

Preguntado por estas anotaciones, Clemente respondió que hacía años que las escribía. Por duplicado. Unas se quedaban allí y otras se las llevaba consigo, en una extraordinaria demostración de diligencia y orden en su cometido laboral. El señor jefe supremo, que siempre había pensado que era una estupidez y un malgasto, repartir los ingresos procedentes de los traslados y mudanzas del parque a él adscrito, con el portero, estaba seguro que la idiotez había sido no untarle como a los demás.

Cuando Clemente hubo recuperado presencia de ánimo suficiente, sabía que su destino no iba a ser el departamento de limpieza y basuras. Al parecer había otro puesto vacante. Se trataba de un puesto de auxiliar en la morgue, donde su misión consistiría en cuidar el parque móvil, que constaba en dos furgones refrigerados Mercedes, y un Dodge Dart familiar. Trabajaría con otro empleado y se organizarían los turnos a su antojo con tal de tener los vehículos limpios y en orden de marcha.

La Sanglas le había dotado de nociones mecánicas básicas indispensables. Era imprescindible tener a mano varías llaves fijas con las cuales ir reapretando los tornillos que se iban aflojando. Cada día que salía a rodar, encontraba un nuevo tornillo que apretar. Era ingente la cantidad de ellos que tenía una máquina moderna y prácticamente conocía cada uno de ellos con sólo mirarlo. De ahí que no viera pega alguna en su nuevo destino. Además sabía que allí tenía un garaje cerrado donde poder dejar la moto.

Interrogado por su jefe con respecto al destino final de sus cuadernillos, Clemente dejó claro no recordar con exactitud donde los guardaba, y su jefe, muy solícito, le recomendó para un ascenso de categoría que se haría efectivo con el nuevo destino. Eso le costó, aunque nunca dijo nada a Clemente, el tener que destinar las tres ambulancias del parque ministerial, al traslado de los enseres de una explotación apícola, incluidas tres colmenas con sus inquilinos, para devolverle el favor al jefe supremo que había aceptado la nueva escala salarial de alguien que no conocía.

Dado su precario estado de salud, Clemente fue eximido de trabajar los siguientes días. Sin dar explicaciones. De su pronta recuperación dependía que lo perdieran de vista cuanto antes. Sobre todo a sus anotaciones comprometedoras. Curiosamente, unos minutos más tarde su jefe supremo, se devanaba los sesos tratando de describir el aspecto físico de Clemente a un subordinado. No tenía ningún rasgo que recordara. Salvo un tupido bigote, que le recordaba a Burt Reynolds. Tampoco recordaba su nombre. Sólo sus libretitas.

La mejor manera que encontró de sobreponerse al disgusto, fue desahogarse con un paseo en moto. Un paseo tranquilo, sosegado. Con el objetivo de disfrutar de la moto. Era raro, pero nunca había oído a nadie que dijera que fuese a relajarse conduciendo un coche. Ni siquiera un buen coche como el de su cuñado, un Citroen GS. Debía de ser algo que solo sentían los moteros.

Se enfundó los guantes. Esta vez si que se había atado el casco con anterioridad y no necesito quitárselos. Puso el espejo retrovisor en su posición correcta. No se puede decir que viera gran cosa por él, debido a las vibraciones, pero era obligado llevarlo. Enfiló la calle, y esta vez decidió cambiar de ruta. Se dejaría llevar por el destino, por el azar.

Circulaba por una carretera secundaría que atravesaba los pueblos de las afueras. En varias ocasiones cruzó puentecillos que indicaban que pasaba por debajo de ellos el Arroyo de las Culebras, el paisaje era verde intenso, los campos de cultivo rebosaban frutos. Sentía el aire sobre su cara, se sentía ya mas reconfortado. Evadió su mente y pensó en Pepi. Una sensación de deber cumplido le invadía cada vez que recordaba el beso que le había dado. La moto iba perfecta, los indicadores oscilaban con una imprecisión adecuada, el traqueteo del motor era uniforme. Incluso se permitía ya el lujo de moverse levemente en el asiento. Y en una ocasión soltó una mano del manillar para meterse la camisa que ondeaba fuera del pantalón. Era el verdadero placer de ir en moto. La plenitud absoluta.

De repente notó un intenso dolor en la mejilla. Un maldito abejorro del tamaño de una aceituna de las gordas se había estampado contra ella. Por la cara le chorreaba un liquido amarillento que el no podía ver. Maldijo al abejorro, a la madre naturaleza por obsequiarnos con bichos inmundos, y deseó plagas que terminaran con todos ellos sin excepción. Detuvo la moto en el arcén y paro el motor. Pudo entonces mirarse en el espejo y ver como tenía un moratón enorme. Se limpió con el guante el maldito liquido amarillo y deseó con todas sus fuerzas que una bandada de pájaros terminara con toda la estirpe del abejorro asesino.

Reemprendió la marcha y recordó que los quemados de las motillos humeantes solían ir agachados. Decidió adoptar esa postura para volver a la ciudad, y decidió que la próxima vez se pondría un pañuelo que le protegiera de los posibles impactos. No recordaba que en la película de video, ninguno de los protagonistas recibiera el impacto de un insecto. Maldijo a los guionistas por no ceñirse a la realidad y por primera vez maldijo los cascos abiertos, que lejos de ser una buena idea, eran a buen seguro, un ingenio de Satanás.

Dolorido inició el regreso. Circulaba de manera menos relajada que a la ida. La mejilla le palpitaba. Deseaba regresar y tomarse un par de cervecitas. Quizás en casa de la Pepi. El marcador indicaba que marchaba a una velocidad entre noventa y ciento diez por hora. Como quiera que la vía era recta de solemnidad, emprendió la audaz iniciativa de agacharse sobre el depósito. Descubrió dos cosas importantes. El aire no le golpeaba con tanta fuerza y sin acelerar más, el odómetro indicaba una velocidad entre cien y ciento veinte. Por primera vez alcanzaba una velocidad tan alta. Altísima diría más adelante.

Tan absorto se encontraba en sus cálculos de velocidad, que no observó con detenimiento que la carretera dejaba de ser recta y discurría con una curva a derechas de cierto ángulo. Para cuando quiso darse cuenta supo que aquello no terminaría bien. Cruzó su carril, invadió el sentido contrario, e hizo lo que instintivamente su mente le recomendó. Ponerse rígido y apretar simultáneamente embrague, freno delantero, freno trasero, cambio de marchas y bocina. La moto, producto de un bloqueo de rueda trasera, pegó un fuerte latigazo, mientras el claxon sonaba sin cesar, retomó un poco la trayectoria correcta y Clemente pudo ver por primera y última vez que se dirigía sin remedio contra una tartana melonera, tirada por un burro, que venía en sentido contrario.

Nadie sabe como, pero evitó el choque con el carro de melones. Lo que no consiguió esquivar fue un seto de lurus nobilis que delimitaba la finca colindante. Lo atravesó, como un cuchillo caliente la manteca, atravesó un parterre lleno de rosales esplendorosos, un pequeño jardín que servía de entrada a una terraza, donde un matrimonio de ancianos se entretenía completando un puzzle de cinco mil piezas, que terminó por los aires y donde finalmente la moto terminó su loca carrera. Y digo la moto, por que Clemente no superó las matas de rosales, ni sus espinas.

Interrogado más tarde por el departamento de atestados de la Guardia Civil, decía no recordar nada. Y decía la verdad. Tan sólo, por muy extraño que parezca, recordaba la cara de un burro, muy cerca de la suya, y juraba que incluso recordaba su olor.
En un hipotético universo animal, si hubieran interrogado al burro, habría dicho lo mismo. Que recordaba únicamente la cara de un humano muy cerca de la suya, de la cual no recordaba rasgo alguno, exceptuando un tupido mostacho y las marcas de un golpe en una de las mejillas.

El atestado final indicaba que un motorista de nombre tal, circulaba por la carretera tal, perdió el control de la motocicleta con matricula tal, invadió el carril contrario, y con un dominio incontestable esquivó un tiro de burro y carro cargado de melones, atravesando posteriormente el seto que delimitaba la finca de los señores tal, que sufrieron un shock traumático, recibiendo daños en el seto dicho, en unos rosales, de uno de los cuales tuvo que ser excarcelado el conductor de la motocicleta por el cuerpo de bomberos; asimismo indicaron la perdida de un puzzle de cinco mil piezas, y el césped de entrada resultó dañado por un vehículo descontrolado que derramó el combustible.

Indicaba también que el accidentado, tuvo que ser evacuado en un coche particular, por carecer el servicio de ambulancias de algún vehículo disponible, y que el carro tirado por el burro había salido al trote, volcando posteriormente, y perdiendo doscientos melones que quedaron desparramados por la carretera, y a el paisano que lo guiaba igualmente tirado en la cuneta. Hacía mención que el animal sufrió un desvanecimiento parecido al conductor de la motocicleta.>>

Continuará.

munchi9
20/07/2014, 12:51
sigue por favor, me mola el Clemente

Edu65
20/07/2014, 13:30
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<<la carretera="" discurría="" en="" una="" inacabable="" sucesión="" de="" curvas.="" el="" asfalto="" impoluto="" invitaba="" a="" ser="" recorrido="" toda="" velocidad.="" la="" ausencia="" tráfico="" ponía="" guinda="" perfecta="" para="" inmejorable="" jornada="" motera.="" clemente="" subía="" marchas="" con="" soltura,="" reduciendo="" velocidad="" necesaria="" abordar="" siguiente="" giro.="" descolgaba="" su="" cuerpo="" viraje,="" rodilla="" buscando="" límite="" inclinación.="" motor="" rugía="" alto="" vueltas="" y="" parecía="" pedir="" más="" guerra.="" abordaba="" curva="" forma="" ese,="" maestría="" digna="" un="" piloto,="" danzaba="" lado="" otro="" del="" asiento.="" índice="" derecho="" rozaba="" menta="" freno="" habilidad.="" notaba="" como="" suspensión="" delantera="" se="" hundía="" levemente="" cerraba="" ángulo="" dirección="" ,="" acortando="" distancia="" entre="" los="" ejes="" haciendo="" moto="" ágil.="" ya="" no="" era="" simple="" conductor="" motos,="" piloto.
</la><la carretera="" discurría="" en="" una="" inacabable="" sucesión="" de="" curvas.="" el="" asfalto="" impoluto="" invitaba="" a="" ser="" recorrido="" toda="" velocidad.="" la="" ausencia="" tráfico="" ponía="" guinda="" perfecta="" para="" inmejorable="" jornada="" motera.="" clemente="" subía="" marchas="" con="" soltura,="" reduciendo="" velocidad="" necesaria="" abordar="" siguiente="" giro.="" descolgaba="" su="" cuerpo="" viraje,="" rodilla="" buscando="" límite="" inclinación.="" motor="" rugía="" alto="" vueltas="" y="" parecía="" pedir="" más="" guerra.="" abordaba="" curva="" forma="" ese,="" maestría="" digna="" un="" piloto,="" danzaba="" lado="" otro="" del="" asiento.="" índice="" derecho="" rozaba="" menta="" freno="" habilidad.="" notaba="" como="" suspensión="" delantera="" se="" hundía="" levemente="" cerraba="" ángulo="" dirección="" ,="" acortando="" distancia="" entre="" los="" ejes="" haciendo="" moto="" ágil.="" ya="" no="" era="" simple="" conductor="" motos,="" piloto.
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Abrió los ojos y dejó de soñar. Se encontraba en la misma cama del Hospital desde hacía dos días. En la cama contigua seguía el mismo muchacho de ayer. A su lado, sentada en un butacón, estaba dormida la Pepi. En su regazo sostenía un libro abierto. Se podía leer el título, “las bondades de una dieta sana”. La veía ostensiblemente mas delgada, dentro de un orden. Hacía cinco largos días que no ingería alimentos, al menos en la proporción habitual. En otras circunstancias , la hubiera visto sosteniendo en ese mismo regazo, una hogaza e pan, una torta del Casar y un cuchillo para untar el rico manjar.

Seguía estando dolorido. El cuerpo estaba decorado de incontables arañazos producto de su travesía floral. Según había dicho su hermana, antes de que la Pepi la echará a empujones de la habitación, por maltratar a Clemente, habían contado mas de cien espinas extraídas. Alguna de ellas dolorosa de necesidad, como la que había tenido incrustada en uno de sus testículos. Curiosamente, en su cara, dejando de lado un increíble trauma producto del golpe con el abejorro, no se alojó ninguna.

Aquellos días, a pesar de todo, habían sido los más aleccionadores en lo que respecta a su reciente afición. Pasaba el día charlando con el muchacho de la cama vecina, que estaba ingresado, al igual que él, por un siniestro en moto. Sufría de rotura de ambos brazos y de dos costillas, pero era un tipo locuaz y alegre. Compartieron largas charlas moteras. Términos hasta la fecha desconocidos como gripar, tumbar, el verdadero significado de “quemado”, patinar el embrague, y otros muchos de la jerga motera, cobraban sentido para Clemente.

La Pepi despertó de su letargo después de un prolongado ronquido. Vió como Clemente estaba asimismo en vela y le sonrió. Le puso al corriente de las novedades, como que su moto ya estaba en el taller en proceso de reparación. No obstante había tenido que amenazar al comerciante con una demanda, ya que pretendía demorar el arreglo de la moto varias semanas. Algo inconcebible en su mente práctica. Los desperfectos consistían en sustituir las dos barras de la horquilla delantera, llanta delantera también, guardabarros, tapizar el asiento que estaba rasgado en varios puntos, y sustituir el manillar torcido y una estribera. Le contó que también ella estaba sufriendo una transformación. Había mandado castrar al caniche para ver si así se aplacaba en el ímpetu de orinar en los visillos. Asimismo había invertido una importante suma de dinero en un local de la avenida, que había resultado calcinado en un incendio reciente, y barajaba la posibilidad de montar un gimnasio con consulta de dietética. No le comentó nada de su intención de iniciar una dieta estricta.

Los días de reposo le estaban sirviendo para madurar la decisión de su viaje. Tenía que decidir en breve su destino. En el televisor del cuarto, que no tenía sonido, se podían apreciar imágenes de un sangriento atentado en el Líbano. Mucha gente corriendo de una lado para otro, montones de escombros y mucho humo. Se alegró sobremanera de haber descartado Beirut como colofón a su aventura. Ahora pensaba en un destino algo más próximo. Un lugar donde se viviera la moto de manera positiva.

Algo perturbó sus pensamientos. En el otro extremo del pasillo, se oían unos fuertes gritos y quejidos. Mandó a la Pepi a interesarse por lo que estaba aconteciendo, y al poco regresó diciendo que no era nada importante. Al parecer un paciente gritaba por el dolor que le producía la cura que le estaban practicando. Víctima de un accidente de tráfico, se había visto atacado por las abejas de un par de colmenas que estaba transportando, al parecer también, en una ambulancia. No obstante no había que lamentar daños para el vehículo implicado, afortunadamente.

Su compañero de fatigas le relataba como su moto, una Moto Morini de 350cc, era muy fiable. Al contrario que la Sanglas, no era necesario estar continuamente apretando la tornillería, y aunque su cilindrada era menor, gozaba de unas prestaciones superiores. Lamentablemente sus días habían terminado el día del accidente. Pero si algo había notado Clemente, era que a pesar de las circunstancias adversas que estaban padeciendo ambos, sus ganas de montar en moto no disminuían. Incluso aumentaban. El muchacho decía tener ya “fichada” una Yamaha XS 400. Se rumoreaba que gozaba de una calidad impresionante. A Clemente le parecía que esos “chinos” no durarían mucho en el negocio de las motos. Se limitaban a copiar a los europeos.

Tras una semana de ingreso, Clemente fue dado de alta. Se despidió amablemente de su compañero de fatigas, y este le deseó buena ruta y ráfagas. Él no era muy partidario de hacer ráfagas en su moto. Dos veces que lo hizo, se fundió uno de los fusibles, y es que la instalación eléctrica de su moto era el punto más débil de ella. Así que él, le hizo la señal de la “V”, que al menos no suponía avería ninguna.

No caminaba con la soltura habitual, eso alegraba a la Pepi, que con su caminar cansino y atropellado, producto de su obesidad, se sentía más cómoda con un ritmo relajado. Convinieron en sentarse en una terraza, y días después, por fin, se pudo tomar unas cervezas. Ella en cambio tomo una tila. Brillaba el sol. Por delante de ellos el tráfico normal de un día normal. Pero a Clemente le sabía a gloria bendita respirar el aire contaminado dela ciudad. Se miraban a los ojos, no decían nada, y en el momento en que la Pepi iba a decir algo, que se intuía importante, pasó por delante de ellos una moto maravillosa a los ojos de Clemente. Y todo dejó de existir. Una moto roja, con un carenado pequeño, con un ronroneo magnifico, una Guzzi LeMans, o eso creyó leer.

Esa especie de veneno que uno lleva dentro, que va creciendo en el interior sin saber cómo, sin explicación ninguna, se había adueñado de su cuerpo.

La pobre y oronda mujer que iba a hacer participe de su intención de “ponerse guapa para él”, se apiadó de su galán. Vio como el brillo de sus ojos, que ella deseaba para si, ahora, pero solo ahora, en este instante, eran para un montón de hierro y cromo.

El que habló fue Clemente. Por fin había decidido el destino de su epopeya. Se consideraba preparado para ello. Tenía experiencia en el manejo ágil de la moto, en pequeñas reparaciones, incluso en saber caer, y tenía por fin un destino en mente. Eufórico por la decisión, y ya por su cuarta cerveza, tomó las manos de Pepi, y le dijo, que cuando volviera de su viaje, empezarían a concretar una vida en común, una vida en pareja, una boda tal vez, si ella aceptaba, claro.

La mujer sintió como un volcán en su interior. Las manos, en contra de su costumbre, le temblaban, por sus mejillas discurrían un par de lágrimas, y presa de una excitación semejante a la de él, le prometió que a su regreso, y como muestra de amor infinito, le regalaría la misma moto que acababan de ver.

Clemente, en un ataque de alegría inmensa, se acercó a su amada, le beso fuertemente, y le dijo al oído el destino de su viaje.>>



</la>

Edu65
27/07/2014, 14:32
<style> <!-- /* Font Definitions */ @font-face {font-family:Cambria; panose-1:2 4 5 3 5 4 6 3 2 4; mso-font-charset:0; mso-generic-font-family:auto; mso-font-pitch:variable; mso-font-signature:3 0 0 0 1 0;} /* Style Definitions */ p.MsoNormal, li.MsoNormal, div.MsoNormal {mso-style-parent:""; margin-top:0cm; margin-right:0cm; margin-bottom:10.0pt; margin-left:0cm; mso-pagination:widow-orphan; font-size:12.0pt; font-family:"Times New Roman"; mso-ascii-font-family:Cambria; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-fareast-font-family:Cambria; mso-fareast-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Cambria; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-bidi-font-family:"Times New Roman"; mso-bidi-theme-font:minor-bidi; mso-fareast-language:EN-US;} @page Section1 {size:612.0pt 792.0pt; margin:70.85pt 3.0cm 70.85pt 3.0cm; mso-header-margin:36.0pt; mso-footer-margin:36.0pt; mso-paper-source:0;} div.Section1 {page:Section1;} --> </style> IXº



<<Habían pasado ya varías semanas desde que Clemente, se había incorporado a su nuevo trabajo. Una vez allí, fue consciente de la suerte que había tenido. Compartía trabajo con un guineano de color. De color negro, claro. Este hombre llamado Donato Zarraluqui, se enorgullecía de ser africano, a pesar de que Clemente no tenía muy claro que su nombre y apellido tuvieran demasiadas raíces africanas.

Resultó ser un hombre muy trabajador y que hacía fácil la convivencia. Ambos se dedicaban a limpiar por dentro y por fuera los tres vehículos mortuorios de servicio público. En ellos se trasladaba a los fallecidos que carecían de seguro de decesos y no tenían medios económicos, a los presos que perecían en presidio y a los vagabundos sin hogar conocido. Como quiera que tales circunstancias no se daban con asiduidad, disponían de incontables horas de relajo.

El emplazamiento donde trabajaban, era una gran nave que distaba unos trescientos metros del instituto anatómico forense. Estaba compuesta por un gran garaje, una estancia para los empleados, que eran ellos mismos, y los doce chóferes de los vehículos, algunos de los cuales, aparecían para fichar y se marchaban, e incluso uno de ellos, nieto de un coronel médico con muchas influencias, era un completo desconocido para el resto. En un extremo de la inmensa nave, había dos cámaras refrigeradas, a modo de depósito, por si era necesario utilizarlas en caso de calamidad con gran número de víctimas. Una de ellas era usada de forma eventual para el almacenamiento de productos cárnicos, pero ahora se encontraba vacía, para gran pesar de Donato, que aprovechaba tales circunstancias para llenar la despensa de su casa.

Las horas muertas las dedicaba Clemente a preparar la ruta de su viaje. En una gran mesa se hallaban desplegados inmensos mapas, en los cuales trazaba el recorrido más apetecible. Varías guías de viaje y una enciclopedia Espasa, descansaban sobre un banco.

El recorrido partía de su ciudad y buscaba la frontera norte del país. Llegar a Irún, le supondría un día de viaje. De allí subiría hacia el norte, con la intención de recalar en Burdeos, donde al parecer, servían buenos vinos. Aunque él era más de cerveza. El día siguiente pernoctaría en Poitiers, y en un día más llegaría a las afueras de Orleáns, donde la Pepi, tenía un primo carnal casado con una adinerada señora francesa, y que habían insistido en que pasara con ellos unos días. Al menos tres. El viaje continuaría visitando Paris, aunque sospechaba que no habría demasiado que ver, pero ya que pasaría por allí, ocuparía algún día en verlo. De allí a Calais, donde cogería el ferry con destino al país que había decidido visitar. La Gran Bretaña.

Cómo se había decidido por ese destino, era una mezcla de ocurrencias, imaginaciones varias, estereotipos que se había formado leyendo noticias a medias, y el haber oído con interés las historias de aquel muchacho en el hospital, que le narraba con entusiasmo el espíritu motero que se vivía allí. Al decir de aquel chico, las motos inglesas habían marcado época, eran de una calidad contrastada, y seguían fieles a la tradición. Cosa a la que al parecer eran muy dados los ingleses.
Clemente además pensaba que nos unían muchas más cosas. Los británicos eran un pueblo muy dado a la bebida. Eso al menos le hacía sentir cierta simpatía por ellos. Históricamente habían sido, al igual que el noble pueblo hispano, colonizadores sin escrúpulos, hicieron del arte de navegar una gran escuela de piratas, bucaneros, filibusteros y corsarios. Sobre todo corsarios. Eso de robar con el beneplácito de los mandatarios, nos calificaba como de semejantes. El no ser muy tiquismiquis con la higiene personal, sobre todo de las mujeres británicas, que solían lucir pelambrera en el sobaco, también le parecía una clara ventaja, dado que las condiciones de su periplo, no permitirían muchas alegrías con los asuntos del jabón.

Cómo viajaría en Agosto, las posibles inclemencias de su caprichoso clima desaparecerían sin lugar a dudas. La comida, que según se comentaba, era una especie de atentado al buen paladar, no le preocupaba, ya que tenía pensado como solventar el problema con autosuficiencia e ingenio; y una completa guía de camping solucionaría el asunto de dormir.

En estas semanas se había hecho con un equipamiento adecuado. La Pepi le había comprado un barbour Garibaldi, con el cual estaba a salvo de la lluvia y del frío. Como hombre agradecido que era, no puso objeciones a la prenda, pero en Agosto, estaba seguro que con una chaquetilla habría sido mas que suficiente. Él se había procurado un nuevo casco. Se deshizo del casco jet un mal día en que este último cayó del asiento por enésima vez. Una patada de frustración por su parte, hizo que fuera a parar debajo de las ruedas del Barreiros de una cantera que había subiendo a la ermita del Cristo de la Peña. El casco acabó grotescamente aplastado por el pesado camión, y el dedo gordo de su pie que lucía unas sandalias cruzadas, dolorido por el puntapié. Lo sustituyó por un integral Climax de color rojo.

Usaría un pantalón tejano, y llevaría, aunque le parecía una tontería, un pantalón impermeable amarillo, del tipo que usan los pescadores de alta mar. El calzado lo había recuperado del trastero. Lo encontró en una caja debajo de otras muchas, que contenían docenas de libretitas todas llenas de anotaciones, y eran las botas de cuando hizo la mili en Cerro Muriano. Resistentes y aislantes.

En cuanto a la moto, una vez reparada satisfactoriamente, la había equipado con un portabultos reforzado, del cual colgaban dos alforjas de lona en los laterales. Una bolsa sobredepósito serviría para completar el equipaje. En ella tenía pensado guardar su ropa y los escasos, por inútiles, utensilios de higiene personal. En una alforja llevaría recambios para la moto, bujía, cables de embrague, una lata de aceite CS, un spray antipinchazos, y un surtido amplio de herramientas, así como cinta americana y alambre. La otra alforja estaría dedicada al avituallamiento. Camping gas, conservas, arroz de la Albufera, un pequeño cazo, cuchillos, tenedores, un par de botellas de pacharán y moscatel, mecheros y demás enseres. Sobre la parrilla, y sujetas por unos pulpos, irían una paellera, y una gran bolsa de lona negra con sus iniciales bordadas en blanco y rojo, que contendrían en su interior una pequeña tienda de campaña, el saco de dormir, y una esterilla.

Con la ruta trazada, la moto dispuesta, y los pertrechos ya decididos, bastaba con aguardar el día de partida. Pasó los días con la Pepi, que seguía comiendo de modo extraño. Ensaladas, carne a la plancha, muchas infusiones, que le provocaban gases, que no reprimía,verduras y fruta. Tales hábitos habían sumido en una gran depresión a su hermano, el examinador. Y también a su carnicero de confianza. El primero de ellos había perdido si cabe mas peso que ella, y deambulaba con cara triste y apagada. Su malhumor iba in crescendo, y era raro que algún aspirante a conseguir el carnet aprobara a la primera. Los profesores de las autoescuelas tampoco estaban, lo que se dice muy contentos, ya que el porcentaje de aprobados disminuía y con ello el prestigio de sus academias. Uno de ellos encontró una rápida solución, que fue alabada por el resto de colegas. Contrataron a un conocido delincuente de la ciudad, famoso por su habilidad para escapar de las fuerzas del orden con conducciones suicidas, y con un buen fajo de billetes por medio, consiguieron que “accidentalmente” aplastara el pie del fulano simulando un error en una de las maniobras de aparcamiento de camiones.

Aunque el hermano de la Pepi insistió en que había sido adrede, y que era un atentado contra su persona, ningún profesor admitió haber visto nada, y los alumnos que aguardaban su turno, aseguraron que fue él, el que se interpuso en la trayectoria del camión, sabedores que sus posibilidades de aprobar la prueba mejoraban con la ausencia del individuo en cuestión. Le aguardaban seis meses de baja, al menos.

En cuanto al carnicero, sus ingresos habían disminuido un veinte por ciento, y barajaba la posibilidad de cerrar el negocio y jubilarse anticipadamente.

Paseaba con su amada y dedicaban el tiempo a ver como avanzaban las obras del último local comercial que había adquirido. Sabiamente, y siguiendo los consejos de Clemente, había desechado la ocurrencia del gimnasio, y había decidido abrir una gran cervecería con grill y un amplio surtido de tapas y raciones. El negocio había causado gran expectación en la zona, ya que solo existían una docena de negocios similares en el barrio, cifra a todas luces insuficiente. Ocupaban el tiempo en tiendas de ropa. La mengua clara de volumen de la mujer, le obligaba a sustituir el vestuario, y pasaban horas de boutique en boutique renovando la ropa. Clemente solía sentarse y dormir en las interminables horas de prueba.

En los momentos de más aburrimiento salía al exterior y observaba con detenimiento las motos que circulaban. Para su asombro, cada vez más motos orientales poblaban las calles. Pero su máximo deleite era cuando pasaba alguna moto ruidosa que le ponía los pelos de punta. Era habitual ver y oír pasar una Laverda 1000 Jota roja, que dotada de un escape abierto, hacía atronar el tricilíndrico sin compasión. Vio en un par de ocasiones la Moto Guzzi LeMans y también le recorría un escalofrío de emoción. A veces se sentía un tonto con simplezas de este estilo. Le resultaba chocante que un montón de tornillos, y acero, pudiera hacerle sentir emociones, así que siendo un hombre práctico, cada vez que esto sucedía solía evadirse tomando unas cervezas. Y creía olvidar. Pero en su mente, la imagen de su querida moto le acompañaba. No era probablemente la mejor moto del mundo, como había pensado cuando la compró, pero era suya. Y en la cuarta o quinta cerveza, cuando ya empezaba la maldita cancioncilla a no querer abandonar su cabeza, se imaginaba rodeado de bellos paisajes, carreteras infinitas y solitarias, pilotando la Sanglas como un virtuoso piloto de carreras.

Pronto llegaría el día soñado. Ese día que le definiría ya de por vida, como aventurero en moto, y embajador de la excelencia rutera allende de nuestras fronteras. >>


Continuará.

Edu65
27/07/2014, 14:34


<<Mientras posaba junto a la Pepi y su moto ya pertrechada, recordaba como el día anterior lo ocupó preparando todo. Repasando una y otra vez la lista de cosas imprescindibles, que no debía olvidar.

Al otro lado de la plaza, estaba el hermano de su chica intentando, no sin dificultad, tomar una foto del momento. Apoyado en dos muletas, de esas que se apoyan en el sobaco, intentaba guardar el equilibrio necesario para plasmar la instantánea. En su pierna derecha lucía una gran escayola de la que asomaban tímidamente los dedos del pie. Se asemejaban a pequeños choricillos intentando evadirse de la cárcel de yeso.

El que su hermana, la Pepi, estuviera continuamente reprochando su lentitud, no ayudaba a conseguir la ansiada foto. La Polaroid Sun 600 recién estrenada les regalaría en breve un momento inolvidable. La partida para el gran viaje de Clemente. Destino, la Pérfida Albión.

La foto mostraba a Clemente luciendo lo que parecía ser una medio sonrisa, aunque nadie que viera el momento podría haber descrito ningún rasgo llamativo de la cara, en toda su vida, por mucho que lo intentase. Era un tipo, creo que nunca se ha dicho, con una cara que nadie conseguía recordar pasados unos minutos. Vestía el barbour Garibaldi, los pantalones tejanos, las botas de la mili relucientes y bien engrasadas, y en las manos sujetaba el Climax rojo con un par de guantes en su interior.

A su lado, la Pepi, visiblemente más delgada, aparecía bien vestida y calzada con unos zapatos con cuña. De tal modo que hacía parecer a Clemente aún mas bajo de lo que era. Como de costumbre sus mofletes eran sonrosados, y de una mano colgaba un bolsito que parecía ridículo comparándolo con su enormidad.

La moto, en el otro extremo de la toma, aparecía reluciente. Cargada con todos los avíos programados, llamaba poderosamente la atención, la paellera que dejaba sobresalir las asas por los extremos y que guardaba en su interior la bolsa con la tienda, el saco y la esterilla, bien sujeta al portabultos trasero con un par de pulpos. Ambas alforjas de loneta aparecían repletas al máximo, lo cual otorgaba una anchura considerable al vehículo. Sobre el depósito, la bolsa, que costo horrores sujetar en condiciones, con la ropa necesaria para el periplo. Un ojo entrenado vería en la foto que la moto era de color azul eléctrico, y que sin lugar a dudas la llanta delantera era muchísimo mas nueva que la trasera.

La Pepi insistió en marcharse para evitar emociones mayores y el consiguiente bochorno de verse llorando delante de los vecinos. Abrazó con contundencia a Clemente que se sintió turbado. Le soltó un beso en la boca, y él, hombre de pelo en el pecho se lo devolvió con el mismo ímpetu. No cabía duda que la llama del deseo ardía con fuerza en su interior. Tenía planeado a su regreso, organizar una velada romántica y catar, por fin, las mieles carnales de su futura mujer. Sabía de la decencia proverbial de su amada, pero con un compromiso ya latente, solo faltaba la consumación para hacerlo firme.

Se puso el casco y los guantes. De nuevo los nervios jugaron en su contra. Olvido atarse el casco y se los tuvo que quitar. Se dispuso a subir en la motocicleta y se enfrentó al primer gran problema. Subirse. Como quiera que las alforjas molestaban, que el bulto de la paellera y demás impedían subirse pasando la pierna por encima, la única opción factible era la de subir en la estribera y pasar la pierna con agilidad entre la bolsa sobredepósito y el equipaje trasero. Dicho así parecía tarea fácil, pero si consideramos que la palabra agilidad hacía tiempo que se había desterrado del cuerpo de Clemente, la cosa tomaba tintes dramáticos. No tenía otra opción, así que lo intentó, y si obviamos un leve toque con la gruesa suela de la bota en el asiento, la maniobra de acoplamiento salió a la perfección. Tocaba darle el impulso necesario para bajarla del caballete. Estando encajado entre la bolsa delantera y el extremo de la paellera que invadía parcialmente el sillín, la cosa resultó fácil. Ya estaba en el suelo.

La moto, recién puesta a punto en el taller, arrancó a la primera. La emoción embargaba a Clemente. Estaba tan emocionado que su mente en esos instantes, era un páramo desierto. Nada transitaba por ella. Introdujo con un sonoro “clonc” la primera velocidad y soltó con finura veterana el embrague. Ya estaba en marcha. El viaje había comenzado. Recorridos apenas doscientos metros, los nervios le jugaron una mala pasada. Se meaba. Tenía que detenerse si o si, a aliviar su vejiga. Barajó dar la vuelta y volver a casa de la Pepi, pero descartó la idea para que la congoja no hiciera mella en su querida. Buscó con la mirada un bar y se detuvo delante de uno que hacía esquina. Recordaba haber estado allí el primer día que tuvo la Sanglas. Sin duda era una buena señal. El destino se aliaba con él y con esta coincidencia simbólica bautizaba su viaje.

Detuvo la moto y observó que si la maniobra de montarse era complicada, la de apearse de la moto, era imposible. El pie no le alcanzaba para poner le pata de cabra, y apenas sostenía el considerable peso de la moto con las puntas de los pies. Cuando uno se encuentra en una situación apurada, da la sensación de que las neuronas se mueven mas rápido, y decidió que un bordillo de acera le serviría de apoyo. Dicho y hecho, paró junto al bordillo, se apeó de la moto, perdiendo grotescamente el equilibrio, pero sin llegar caer, y salió disparado al bar.

Dos carajillos y una meada abundante después, por fin, ponía rumbo a la salida de la ciudad.

Ya en carretera, circulaba a una velocidad de entre noventa y ciento diez, ya que nunca marcaba con exactitud una cifra concreta, cuando fue consciente que debido a una ley física inapelable, el exceso de carga suponía a su vez, un exceso de peso. Eso se traducía en una maniobrabilidad más deficiente de la moto, y en una especie de flaneo de la parte delantera. Nada preocupante, pero si que condicionaría la velocidad de crucero, que había supuesto sería de unos ciento diez, ciento treinta de oscilación. Con la carretera despejada, como corresponde a un lugar que no es de veraneo en pleno Agosto, los kilómetros pasaban deprisa.

El viajar en moto le había regalado momentos impagables. Podía dejar su mente relajarse, dejando la atención justa en la conducción de la máquina. Era como un autómata, embragar, acelerar, frenar, todo surgía de modo natural. Tomaba las curvas de un modo menos natural, a consecuencia del ligero flaneo del tren delantero, pero poco a poco fue habituándose a ello. Cuando tuvo que sobrepasar a un camión de una cantera, tomó nota de que la aceleración, debido a otra ley indiscutible de la física, había disminuido en justa proporción al exceso de carga. No le quedaba otra opción que reducir marchas para hacer los adelantamientos con soltura. Buscó el lado positivo del asunto y pensó que al menos haría la conducción mas entretenida.

En apenas cinco o seis horas llegaría al final de su primera etapa. Si los cálculos no le fallaban así sería. Por supuesto, los cálculos fallaron, cosa que suele ser harto frecuente en los desplazamientos prolongados. Buscaría un camping en las inmediaciones de la frontera con Francia, y al día siguiente, cruzaría la barrera que delimitaba los paises.

El País Vasco, se le antojaba un buen destino. Había hecho la mili con un muchacho de Astigarraga, un tal Benito Berasaluze, que era un gran bebedor. También era un gran aficionado a comer con desmesura, y contaba increíbles historias de paisanos que levantaban piedras enromes con una mano, y de bueyes que tiraban de inmensas moles, también de piedra, y de desafíos de cortar a guadaña cantidades terribles de hierba, o de cortar troncos a velocidad increíble. Parecía ser un pueblo muy divertido.

Ensimismado en su pensamiento, con la vista al frente, la cinta negra de asfalto pasando por debajo de su montura. Con ligero vaivén producto de una mala distribución de la carga, el sol de media mañana acariciaba su lado derecho del cuerpo y empezaba a molestarle en los ojos, momento en el que cayó en la cuenta que no había cogido las gafas de sol. A decir verdad fue un hecho afortunado, eran horribles y causaban espanto. Habían sido de su padre y hacía unos veinte años que ya se habían pasado de moda, aparte de estar torcidas y de quedarle pequeñas. Andaba planeando comprarse unas. Buscaría un lugar donde hacerlo nada más llegar. No tenía ni idea, pero suponía que en el País Vasco habría ópticas de confianza. Su mente se distraía haciendo cábalas de cómo serían las gafas, sus ojos miraban el número de kilómetros recorridos, estiraba las piernas para relajarlas, iba a ser un gran viaje. Un viaje inolvidable.

Notó un ligero golpecillo en el cuello. Alargó la mano y se la pasó, sin notar nada relevante. Cinco minutos más tarde, algo se movía en su pecho. Lo notaba como un hormigueo leve, que se movía a velocidad moderada, por estar aprisionado por la ropa. De pronto un intenso picotazo junto a su pezón derecho, le hizo sacudirse de dolor. De nuevo otro picotazo mientras frenaba la moto con decisión, le volvió a convulsionar. No cabía duda que un insecto estaba, otra vez, haciéndole pasar un mal rato.

Tan pronto hubo detenido la moto, se soltó el barbour de un tirón fuerte, se levantó la camiseta de “Pinturas Sierra de Peñarara”, y una maldita avispa cayó moribunda entre sus piernas. De rabia la machacó con el dedo, y no paró hasta minutos después de maldecir a todos los insectos del mundo, a cagarse en las avispas y en desear que una plaga de insecticidas atacara todas y cada una de las colmenas del mundo, o el lugar donde vivieran esos malditos bichos inmundos.

Buscó un lugar donde poder bajarse de la moto y recolocar la camiseta en su sitio. A pocos metros, un mojón de la carretera serviría para tal menester. Apenas hubo parado, descendió de la moto con la misma dificultad que antes, pero ya con la lección aprendida de la vez anterior. Estaba colocándose la camiseta por el interior del pantalón y se disponía a abrochárselo cuando un coche patrulla de la Guardia Civil pasó a su lado y frenó con decisión. Uno de los agentes se acercó, y el buen Clemente supo que venía a interesarse por algún supuesto percance. Por supuesto que no era así.

El Guardia Civil le acusó de haber parado en lugar no permitido, de no señalizar la parada, y de presuntamente orinar en lugar público. Clemente le dijo que ya había orinado en el bar antes de salir y que estaba recomponiéndose de un ataque de avispa. Al funcionario le pareció una de las muchas excusas absurdas que escuchaba cada día, pero como muestra de buena voluntad, sólo le denunciaría por detenerse en lugar no permitido y poner en riesgo leve la circulación de otros vehículos. Dos mil pesetas. A Clemente no le cabía duda que si existiera un universo animal, la Guardia Civil, o al menos aquel Guardia Civil, sería de la misma especie que la avispa, a la que el diablo confunda, o de la misma calaña que el maldito abejorro que se estrello contra su mejilla, antes de tener el casco integral. Una especie a extinguir.

Reemprendió el camino dolido. Por la multa y por los aguijonazos del insecto. Llevaba ya tres horas de camino, había parado dos veces a repostar, una vez más a tomarse una cerveza y a estirar las piernas, que le dolían apreciablemente a la altura de las ingles, pero que le dolían menos que el culo. Y de nuevo la moto y su cuerpo le pedían una parada a repostar. La gasolinera de CAMPSA se encontraba desierta, ya que era hora de comer. Paró hábilmente junto al poste surtidor y apoyó el pie derecho sobre el bordillo. Soltó por tercera vez la bolsa y le facilitó el repostaje al empleado. Intercambiaron unas frases sobre el buen día que hacía, sobre el destino del viaje, que sorprendió al gasolinero, que le hizo participe de su escepticismo sobre que “con este trasto no llegas”, y que terminó con un “jodida envidia que tienes” por parte de Clemente. De haber recordado su cara, el empleado hubiera podido apreciar como una mirada de desprecio brotaba de sus ojos, pero extrañamente no pudo recordar nunca su cara.

Lo que si recordaría fue que al salir de la gasolinera con exceso de ímpetu, para demostrar que la moto era capaz de esa gesta y de otras más complicadas, como ir a Beirut, una de las alforjas golpeó un expositor de aditivos para la gasolina, y tiró ruidosamente un par de decenas de botecitos por el suelo, al patinar la rueda con un vertido de gasoil. El tipo del surtidor maldecía al idiota de la moto de mierda, y él, ajeno a lo sucedido, pensaba lo mala que era la envidia y en que ese fulano no tenía ni idea de motos. Una vez recogido todo el estropicio, el empleado fue a sacar brillo a su Ducati 750 SS.

Una vez reposada la comida que tomó en un bar de carretera, que según la sabiduría popular, estaba plagado de camioneros, síntoma de buen género, prosiguió la ruta sin más contratiempos. Llegó a las inmediaciones de la frontera, localizó en una guía un camping, y una vez inscrito, procedió a montar tienda, a repretar todos los tornillos susceptibles de aflojarse, y se sorprendió por haber necesitado mucho más tiempo del previsto al inicio. Buscó una cabina telefónica, llamó a la Pepi, que entre sollozos producto de la tristeza de no tenerle a su lado, y de la alegría de saber que todo marchaba bien, le participó de las novedades que creyó de interés. Unos operarios estaban cambiando los visillos, ya que el perrito, seguía empeñado en orinarse en ellos, y los estaba sustituyendo por unos de laminas que si bien le daban aspecto de oficina de banco al comedor, albergaba la esperanza de que sirvieran para el cese de la actividad mingitoria del caniche. Días más adelante supo que había tenido éxito en la idea, pero que ahora el perro la había tomado con las patas de las sillas del comedor. Animalito.

Acabó de descargar el equipaje, se instaló en la tienda, cerró los ojos y notó como todo su cuerpo le dolía. El culo, las piernas, los brazos, el pezón derecho que le palpitaba, dios fulmine todos los avisperos del mundo. Mañana tocaba cruzar la frontera.>>

Continuará.

Edu65
11/08/2014, 11:15
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<<Se despertó mucho antes de lo programado. Un viaje, pensaba él, se debía programar hasta en los más mínimos detalles, incluso había que fijarse un horario regular de sueño y comidas. Nuevamente descubrió que una cosa era lo planeado y otra la dura realidad. Y ya que había pensado en “dura”, le recordó la noche que había pasado. Un recalcitrante calambre en la pierna derecha, y el molesto recuerdo del aguijonazo de la avispa, que el diablo extermine sin piedad. Unidas ambas cosas a la intrínseca incomodidad del suelo, formaban un trío muy convincente para no pegar ojo.

Como quiera que ya estaba en vela cogió la toalla y se dirigió a los baños para darse una reconfortante ducha. Comprobó que también había olvidado unas chanclas, y anotó mentalmente la necesidad de comprarlas. Cuando supo que el agua caliente no funcionaba, la incomodidad de ir a las duchas con las botas de la mili, pasó a segundo plano. Se aseo con rapidez inusitada. Esto, lo del aseo era algo que ya tenía asumido que no iba a ser una de sus prioridades, ya que ir todo el día sentado en una moto, ventilaba lo suficiente, y no generaba ningún tipo de sudor.

Cuando se hubo preparado, tomó rumbo a una de las muchas tiendecitas del puesto fronterizo, que estaba lo bastante cerca como para ir caminando. Comprobó que a pesar de ser temprano, un gran trasiego de coches franceses se dirigía a los comercios, que curiosamente estaban rotulados también en francés. Los paisanos salían cargados de cartones de tabaco y de botellas de alcohol. Muy cargados, la verdad.

Entró a uno de los comercios al azar y observó como los dependientes lo mismo hablaban en un idioma que él no entendía, supuso que francés, con la misma soltura que charlaban en castellano. Fue atendido por una señora de mediana edad que le cobró, unas gafas de sol, cuyo único defecto era una montura blanca, unas chanclas de piscina elegidas en función de su precio, y dejando de lado el asunto estético, que rayaba lo sicodélico, y un formidable paquete de galletas, y un tarro de Nescafé.

Aprovechó para preguntar si por una casualidad conocía a Benito Berasaluze, y la señora le dijo que a pesar de llevar veinte años casada, no conocía a su marido, así que no encontraba razón alguna para conocer a ese señor. Además, dijo, ella era de Burgos.

Para no tener que montar el camping gas, decidió que se tomaría en cualquier bar un cafelito y que así partiría antes rumbo a Burdeos. Y así lo hizo. Además abrió el paquete de galletas y se comió docena y media, mojándolas en el café con leche. El sol ya empezaba a despuntar, y el día era claro y fresco.

Desmontó la tienda, la empaquetó, reunió los bultos, y comprobó una nueva ley del viajero. Si compras más cosas, ocupan más sitio. A eso hay que sumarle que, nunca nunca, las cosas vuelven a ocupar el mismo espacio que cuando las desmontas. No obstante con un poco de ingenio se las apañó para estibar todo lo que llevaba. La diferencia era que ahora el camping gas, viajaba junto al macuto de lona negra, sobre la paellera. Su lugar lo ocupaba la gran caja de galletas y el bote de café soluble.

Se enfundó el barbour sobre la camiseta, se ajustó las botas, se colocó el casco, se lo abrochó, se enfundo los guantes, y se dispuso a poner en marcha la moto. Pero no tenía las llaves en el bolsillo habitual. Ni en ningún otro. Una hora más tarde se encontraba empaquetando de nuevo las cosas y sujetándolas en la moto, ya arrancada. Cómo llegaron las llaves al interior de la caja de galletas, sigue siendo un misterio. De nuevo se vistió de motero. Una vez dispuesto miró hacía arriba y vio el sol reluciente, y se apeo otra vez, para colocarse sus nuevas gafas de sol.

Subió a la moto, la bajó a golpe de barriga del caballete, dio dos acelerones en vacío, se bajó la visera, y con aire casi marcial enfiló la salida del recinto. Llegó al primer semáforo, que estaba en rojo. Detuvo la máquina con maestría, y le sobrevino un espectacular estornudo que iba acompañado de un montón de torpedos de saliva. Como quiera que dichos torpedos encontraron la férrea oposición de la visera, su visión empeoró. Los coches de atrás empezaron una sinfonía de claxon en Re mayor en cuanto se puso verde la luz del semáforo. Nervioso por las prisas emprendió marcha con, digámoslo así, una visión desmejorada, que se acrecentaba por el uso de gafas con cristal ennegrecido. No obstante reaccionó con eficacia, tarde pero con eficacia, y se subió la visera, que ya limpiaría en el control aduanero que distaba a unos trescientos metros de allí.

Observó que en el puesto fronterizo, no había mucho tráfico. Apenas unas docenas de franceses con el coche cargado de tabaco y alcohol, un par de autobuses españoles y vehículos particulares cargados de niños sonrientes. En cambio en sentido contrario, largas colas de coches esperaban turno para pasar al lado español. Curiosamente muchos de ellos iban sobrecargados y con paisanos que sin ninguna duda eran árabes. Llamó su atención una furgoneta que había detenido la benemérita , de la cual se apearon no menos de ocho personas, y que llevaba en la baca, una cómoda rustica, dos colchones e incluso una lavadora.

Se acercaba lentamente al primer paso de la aduana, allí un Guardia Civil con un bigote similar al suyo, ni siquiera le hizo caso y con una seña le conminó a proseguir. Unos metros más adelante un policía francés, que se llamaban Gendarmes, le miró con más detenimiento. Le paró, le pidió la “documentation sil vu plé”, la comprobó, le volvió a mirar, la volvió a ojear, le dijo algo a otro gendarme, y el hicieron detenerse en una zona anexa.

Allí se detuvo junto a un autobús español, que iba con enfermos de peregrinación a Lourdes. Los Gendarmes ordenaron desalojar el autobús que iba a ser registrado. Una de las enfermeras intentaba hacerles saber que en el bus iban enfermos terminales y lisiados de gravedad, y que hacerles descender supondría un trastorno considerable, pero no parecía tener ningún efecto en ellos sus palabras. Una monja de avanzada edad, visiblemente enfadada se encaraba con otro agente. Mientras tanto un grupo de enfermos descendía del vehículo. Alguno de ellos con muletas, otros visiblemente débiles, cojos, un ciego que tropezó cayendo al suelo, un par de voluntarios intentaban bajar por el hueco de las escaleras una camilla con una señora agonizante y todo un rosario de despropósitos. Clemente aguardaba a que algún policía viniera a revisarle a él, pero estaban todos intentando controlar al personal de la expedición.

Y un par de minutos mas tarde se lió la de san quintín. Al parecer un voluntario que estaba intentando bajar una silla de ruedas tropezó y fue a golpear con su cabeza a un gendarme en la entrepierna. Este voluntario, era un empelado de correos que tenía dificultades tremendas para caminar, debido a un accidente de tráfico, y que purgaba pena de prisión con labores humanitarias. Pero esto no lo sabía el gendarme que se retorcía en el suelo de dolor. Otro compañero blandió una porra y se fue a darle brillo en las piernas del voluntario, que intentaba en vano huir de la escena. Se soltaron perros, y los enfermos y las cuidadoras se enfrentaban a ellos blandiendo muletas e incluso una pierna ortopédica. La anciana monja, natural de Calamocha, y que ya había tenido que plantar cara en sus largos años de misiones a todo tipo de bandas armadas y delincuentes, blandiendo una varilla metálica de las que sujetan las bolsas de suero, y al grito de “la Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa....” se liaba a manporrazos con el teniente al mando del grupo de gendarmes que se batía en retirada.

La escena apenas duró unos minutos, pero dejó gratamente sorprendido a quien la presenció. Clemente sonreía, y los camiones españoles que cruzaban la frontera de vuelta a casa hacían sonar sus bocinas ruidosamente. Los moros también empezaron a lanzar consignas ininteligibles y alguno de ellos incluso llegó empujar a algún gendarme.

De pronto alguien vino a decirle que se marchara de allí. Al grito de “allez, allez”, arrancó la moto y salió de allí. Tenía claro que Francia iba a ser un país divertido. Ya había comprobado su tendencia a comprar bebidas espirituosas, y a armar jaleo. No eran tan diferentes a nosotros.

Ya en marcha comprobó tres cosas que si que tenían mejores que nosotros. De pronto todo parecía más limpio, más cuidado. El asfalto y la señalización eran impecables, aunque había que reseñar que todos los indicadores estaban escritos en extranjero, y que eso podría suponerle un inconveniente. Y que los coches eran mejores que en España, ya había muchos más modelos que allí. Además conducían muchísimo más rápido. O eso creía él.

Su destino Burdeos. No encontraba ni un solo cartel con la dirección que buscaba, como mucho, lo más parecido que leía era Bordeaux, así que pensó detenerse a preguntar, y así lo hizo. Desgraciadamente todos hablaban francés, y aunque creía que algunos si le entendían, sospechaba que se hacían los ignorantes. Así que estaba en un pueblo que se llamaba Anglet y no tenía muy claro como continuar. Además del retraso con el que partió por el asunto de las llaves, la demora en la frontera, el estar perdido, o casi, el hambre comenzaba a rondarle en el cuerpo. Pensó en la Pepi. Y buscó un lugar para comer, un parque, un jardín, un campo.>>

Continuará

jokerdh
14/08/2014, 17:38
Que bueno :gracias:.
:esperasndo:

CoyoteDark
15/08/2014, 19:09
Seguiré espectante más aventuras de Clemente!!!

Edu65
20/08/2014, 17:46
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<< A unos cientos de kilómetros de allí, Pepi se disponía a preparar la comida. Acelgas con un chorrito de aceite y una compota de manzana sería su menú. Abatido en la tristeza, su hermano, también era participe de semejante festín. Sumar la dieta a su ya de por si fastidiosa situación física, no eran todos sus problemas. Había que añadir que debería realizar una fuerte inversión económica en la renovación de su vestuario. Todo, absolutamente todo le estaba enorme. Antes del, digámoslo así, accidente, aprovechaba para ir a alguna casa de comidas y mitigar la hambruna a la que le estaba sometiendo su hermana, pero debido a su lastimoso estado, las dificultades eran tremendas. Apunto estuvo de unirse a una expedición que partió para Lourdes, con el fin de buscar consuelo o una prodigiosa curación. Sin embargo, la Pepi impidió la excursión, alegando que la última vez que había pisado un lugar sagrado, tenía nueve años, y tomó la primera comunión.

No obstante se alegró de no haber ido. Corrían noticias de que en el paso fronterizo de Behovia, alguna suerte de complicación, les había demorado, e incluso en algún caso, les había agravado las lesiones que padecían. Se comentaba que un hombre, que se redimía de una detención policial, ejerciendo de voluntario, había sufrido graves daños en sus piernas al ser golpeado accidentalmente por unos gendarmes enfurecidos. Sumado a las heridas que arrastraba en sus rodillas al caer de una Vespa de Correos, y a unas horribles marcas en el cuero cabelludo, producto de un incendio fortuito, le habían hecho perder la cabeza, y nadie sabe como, a la carrera, se tiró de cabeza al río Bidasoa mientras atribuía a la Santa Virgen la profesión más antigua del mundo. Al parecer el individuo, pobre diablo, no dio señales de vida y se le dio por “oficialmente desaparecido”.

Una monja aragonesa, dos enfermeras y un capellán, habían sido retenidos hasta aclarar los hechos, y fueron puestos en libertad sin cargos, gracias a la impagable labor del cónsul de España, un tal Benito Berasaluze.

Clemente se había detenido en una pequeña zona anexa a la carretera. Allí, entre el ruido de camiones que subían hacia Europa, cargados de melones y lechugas de temporada, aplacó su hambre con una par de latas de sardinas en aceite y un buen puñado de galletas. Para beber descorchó una de las botellas de pacharán, y amorrandose a ella, le dio un buen repaso. Como era un hombre práctico y de ideas brillantes, aprovechó el aceite sobrante en las latas, para engrasar la cadena de la moto. Ojeó el mapa para orientarse, y pensó en ponerlo de alguna manera sobre la bolsa del depósito. Una vez sujeta la parte del susodicho que le interesaba, a base de cinta aislante, descubrió que era un tipo ingenioso. A nadie se le hubiera ocurrido emplear la parte superior de la bolsa, que era de plástico transparente, para introducir en su interior el plano, que además hacía prescindible el uso de la cinta. Aquello le hizo esbozar una sonrisa de autocomplacencia.

Con las cosas más claras, volvió a estibar la parte de la carga que usó, y una vez pertrechado con la ropa, arrancó la moto, que seguía funcionando de maravilla, y puso rumbo a Burdeos por la RN-10. Empezaba a tener el atontamiento intrínseco al lingotazo del pacharán, pero simultáneamente, una lucidez que le hizo deducir que Burdeos era Bordeaux, o al menos debería de serlo.

La marcha discurría plácida. Una inmensa recta transcurría por una región plagada de árboles a ambos lados de la carretera. Les Landes, así ponía en los cartelitos. De no ser por la abundancia de tráfico, sobre todo camiones, el viaje hubiera sido aburrido. Si se cruzaba con alguno, el flaneo, al cual ya se había habituado, se acrecentaba. El asfalto era como una mesa de billar. Y nunca mejor dicho. Billar americano. En esos momentos en que uno circula sin agobios, disfrutando del viaje, sintiéndose parte del mundo, con la grandeza que supone descubrir experiencias nuevas, con la satisfacción de tener todo bajo control, digamos que, en esos momentos de plenitud, cuando tu mente deja de ser un solar vacío, y tus pensamientos vagan en busca de imágenes placenteras, en su caso el rostro sonrojado de la Pepi, los besos compartidos, el deseo, es cuando uno se siente feliz.

Pero es también cuando uno pierde un grado de concentración, y no ve el profundo bache que hay en medio de la trazada. A modo de emboque de mesa de billar. Cuando se percató de su existencia, fue en el momento que la moto se hundió de la parte frontal, llegando a hacer tope de suspensión, dicho movimiento se traslado a su culo, a su espina dorsal, a sus brazos, a su cabeza, para pasar sin dilación a la parte trasera de la moto. Dicha parte, a pesar de ir sobrecargada, tuvo la tendencia a despegar del asfalto, lo cual supuso algo más que una molestia. La moto empezó a zigzaguear del mismo modo que la presencia de ánimo de Clemente. Y no contento con ello, la sobrecargada parrilla trasera decidió ceder. Un instante después se deslizaba por la carretera a modo de trineo, la paellera con el gran saco negro y el camping gas, que insólitamente no caía de su acomodo.

Como quiera que él, asustado por el zigzagueo, había apretado los frenos a tope, dicha paellera cargada con el resto de objetos, le sobrepasó por un costado. Invadió el carril contrario y fue a estrellarse contra un SIMCA 1200, conducido por una abuela bastante mayor que su madre, que circulaba a gran velocidad, al menos a ciento cuarenta por hora. La paellera siguió su camino por debajo del coche. El macuto con la tienda, el saco, y la esterilla, impactó con violencia contra la parte delantera, y el camping gas en fabulosa pirueta, pasó directamente sobre el coche y cayó sin mayores consecuencias sobre unas tupidas matas de la cuneta.

Hora y media más tarde se marchaban del lugar del siniestro los gendarmes. La viejecita declaró no haber visto nada. Luego se durmió un buen rato, y lamentaba llegar tarde a misa. Clemente tuvo que enseñar toda su documentación, al menos tres veces, a todos los gendarmes de la patrulla. Incluso tuvo que soplar en un alcoholímetro, que dio problemas, y no pudo verificar su estado. Recogió la paellera que estaba rayada en su parte externa, y una de las asas de color verde, estaba ligeramente abollada. El camping gas estaba perfecto. No se podía decir lo mismo del bolso de lona negra, ni de la funda del saco de dormir. Ambos lucían un gran agujero producto del arrastrón, y guardaban en su interior restos del faro del coche.

De nuevo el desánimo se apoderó de Clemente. Viajar se estaba convirtiendo en un gran reto, lleno de imprevistos. A pesar de tener todo calculado. No llegaría hoy a Bordeaux, eso estaba claro. Para empezar debía reparar de algún modo la parrilla rota. De momento se apañó con alambre, que si bien no daba la misma solidez que su estado normal, si parecía soportar el peso, al menos provisionalmente.

Estaba consultando el mapa, sentado ya en la moto. No tenía ni idea de donde coño estaba y trataba de averiguarlo buscando alguna señal que lo indicara. Volvió la mirada y vio como se acercaba un faro amarillo en la lejanía. Al poco pasó a su lado una moto a toda velocidad. Una gran moto negra, guiada por un tipo todo de negro y un acompañante, también de negro. La moto, que debía ir a unos ciento setenta por hora, frenó con decisión, y unos metros más adelante paró. Instantes después, la misma luz amarilla se acercaba de nuevo a su posición. No lo sabía, pero hoy iba a añadir una nueva palabra a su vocabulario motero, la solidaridad.

La moto se detuvo en el otro sentido, en una maniobra ágil giró y se puso a su lado. Era un Norton Commando 850, negra con un filete de pintura dorada. A sus mandos un chico de mediana edad, todo vestido de cuero negro, y atrás una chica, mas joven, también enfundada en pantalón y cazadora de cuero negro. Llevaban unos cascos de “medio huevo” blancos y unas grandes gafas de aviador. Tapaban el rostro con un pañuelo de grandes dimensiones.

Sonrientes le preguntaron si “problem?”, y el asintió con la cabeza. Les señaló la baca remendada con alambre, y les hizo saber que se disponía a buscar un sitio donde dormir, todo a base de gestos. Hablaron entre ellos y le conminaron a seguirles. Circuló detrás de ellos unos diez kilómetros, abandonaron la vía principal y se adentraron en el mar de pinos. Unos minutos después los pinos desaparecieron y dieron paso a una inmensa playa. Siguieron hacia el norte por la carretera que delimitaba el bosque y la playa, y en apenas unos diez minutos cogieron un sendero de tierra que acababa en una casita de madera, donde al parecer se alojaban. Le indicaron que podía dejar sus cosas en un extremo de la parcela, y que montara la tienda para dormir. Era curioso, no entendía ni una palabra, pero sabía todo lo que le estaban diciendo.

El hombre cogió la moto y se la llevo empujando a un cobertizo anexo. Mientras Clemente clavaba los amarres de la tienda, oyó a lo lejos, el chisporroteo de lo que sin duda era, una máquina de soldar. Cuando hubo terminado, se acercó al cobertizo y vio a la chica soldando su parrilla portabultos. El hombre miraba la operación y al ver a Clemente le dijo “no problem”. El hangar estaba lleno de coches viejos, motos antiguas y raras, un tractor de tres ruedas, restos de bicis.

Uno de los coches tenía el capot levantado y unas pinzas trataban de cargar la batería. Era otro SIMCA, en este caso un Vedette con motor V-8. Las motos le parecieron mas vulgares, una Terrot, una BSA, una Peugeot, y alguna otra que no pudo ver de que marca era debido al óxido.

La pareja era simpática a rabiar. Le habían solucionado el problema en apenas unos minutos, le proporcionaban un lugar donde dormir, y el debía corresponderles de algún modo. Les haría una paella. A base de gestos y de hablarles muy despacio y en voz alta para que le entendieran, se lo hizo saber. Pero le faltaban ingredientes. La mujer le hizo pasar a la cabaña y le invitó a que cogiera lo que necesitara. Unas costillas de cerdo, una cebolla, unos pimientos, aceite era lo que le interesaba. Por lo demás el queso maloliente, los patés de foie, un salchichón blandurrio se los podían comer ellos.

Cuando fue a encender el camping gas, no hubo manera. Lo intentó mil veces y no consiguió encenderlo, así que tuvo que cocinar en los fogones del interior. Sabedor de que no era la paella que el hubiera hecho en su casa, confiaba en la buena voluntad, o el mal paladar de sus anfitriones, para pasar el trago. Mientras el guisaba, la pareja liaba tabaco. Le ofrecieron uno a él, pero no fumaba. Para no desairarlos aceptó, y fue prender el cigarrillo cuando se percató de que aquello no era tabaco. Para cuando la paella estuvo hecha, se había fumado dos de aquellos petardos. Se habían bebido una botella de vino que sacó el hombre y la cabeza le daba vueltas.

Degustaron el arroz. Estaba pasable, pero no espectacular. Otra botella de vino y la de pacharán fueron menguando. Otra botella de champán, y otra. Miró el reloj y eran ya las nueve de la noche. O quizás lo imaginó. El sol ya era tímido en el horizonte. Se escondía en la lejana línea del mar con tonos anaranjados y alguna nubecilla gris a modo de decoración. Estaba completamente borracho y colocado. Lo último que recordaría por la mañana, era ver a la chica desnuda corriendo a bañarse en el mar seguida por un tambaleante compañero, desnudo también y con el bañador en la cabeza. Le dolía la cabeza, todo giraba a su alrededor, tumbado veía las estrellas moverse como si fueran cometas locas, deliraba viendo a la Pepi correr a bañarse desnuda con su bañador en la cabeza, a la abuela del accidente en misa rezando a voz en grito, un SIMCA V-8 conducido por una legión de gendarmes que le pedían los papeles, a una monja golpeando un autobús con la cabeza, y una señora de Burgos que decía conocer a todos los Benitos del mundo. Viajar en moto era lo mejor del mundo. Vomitó, y perdió el sentido.>>

Continuará.

jokerdh
23/08/2014, 15:38
:aplauso:

Edu65
03/09/2014, 18:26
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<<No podía abrir un ojo. Por mucho que lo intentaba, no conseguía abrir el ojo izquierdo. El hecho cierto de estar tumbado boca abajo, con una parte de la cara en pleno suelo, era un motivo suficiente para que no pudiera hacerlo. Notaba las piedras del jardín clavándose en su mejilla, en todo su cuerpo para ser exactos. Alcanzaba a distinguir el olor a hierba, aunque a ráfagas le llegaba aroma a vómito. Debía de ser mediodía, porque los objetos que conseguía adivinar, apenas formaban sombra. Por eso, y por el calor extremo que soportaba su espalda al aire, intuía que era tarde.

Levantó la cabeza lentamente, el resto del cuerpo no le obedecía y le dolía con fuerza. Vio en el otro extremo del jardín a su nuevo amigo, manguera en mano, lavando escrupulosamente el Vedette V-8. Parecía no estar afectado por la juerga del día anterior e incluso tarareaba una cancioncilla, mientras enjabonaba el coche. De la chica, que creía recordar desnuda, no había rastro.

Pudo, por fin, girar el cuerpo y ponerse boca arriba. Él no lo veía pero tenía pegadas unas piedrecillas en la cara, y su frente estaba engalanada por unas briznas de hierba reseca. A su lado estaba la Sanglas. Una tupida nubecilla de mosquitos revoloteaban cerca de la cadena, atraídos por el olor a pescado en conserva. Incluso en su decadente estado podía observar como la llanta delantera brillaba mucho más que la otra. Esto venía sucediendo desde el accidente, cuando fue sustituida.

Unos minutos más tarde consiguió ponerse en pie. El francés le saludo amablemente y con entusiasmo, a la vez que decía sonoros “olé, olé”, sin dejar de limpiar el SIMCA. No se podía decir que tuviera buen aspecto, no el coche, sino Clemente. Llevaba puesto el pantalón vaquero, sucio de tierra y de restos de vómito. Calzaba una sola chancla y la otra apareció más tarde dentro del horno, en la caseta.

Un perro sin raza definida, lamía con alegría los restos de comida de la paellera, que estaba en el camino de entrada, junto a unas botellas vacías y la parte superior de un bikini. A su lado estaban esparcidas sus herramientas y de un árbol cercano colgaba el macuto con sus iniciales.

El nuevo amigo se acercó riendo y haciendo gestos ostensibles con las manos, dando a entender que la noche anterior había sido muy movida. Le decía, aunque Clemente no entendía nada, y menos aún en su estado incapaz de pensar con claridad, que en unas dos o tres horas vendrían unos amigos moteros, y montarían otra juerga como la de la noche pasada. Les había comentado que el español que acogían, era una especie de gurú de la juerga, y querían ser testigos de tal prodigio.

Dado el estado lastimoso en que se encontraba, y como el hombre no era estúpido, le ayudó a recuperarse rápidamente. Le facilitó unas pastillitas y le dijo que se las tomara. A base de gestos le hizo saber que él las tomaba y que le ponían en forma. Cogió las píldoras y se fue donde la manguera con intención de tomarlas. Se atragantó en el intento, y con la tos una de las pastillas salió volando, para alegría del perro, que no dio tiempo a recogerla del suelo. El hombre reía y le proporcionó una nueva, que se tomó, esta vez si, sin contratiempos.

Quince minutos más tarde, Clemente se sentía en forma. No en plena forma, pero si lo suficientemente activo como para, recoger sus pertenencias, trepar al árbol y descolgar el macuto, limpiar la paellera con la manguera, tirarle palos al perro, que no paraba de correr como un poseso, dar palmadas a ritmo frenético junto a la Sanglas, intentando matar los mosquitos que merodeaban incansables, e incluso, cosa insólita en él, fue a la playa y estuvo corriendo durante media hora junto al canido, que gracias al calor sofocante, dejaba ver una lengua inmensa y babosa. El perro, en una de sus locas carreras, saltó con agilidad la valla de metro y medio de una finca, y una vez en el interior, peleó con un doberman, al que dejó malherido.

Agotado, pero increíblemente activo y lúcido, se sentó en la arena. Allí estuvo largo rato viendo pasar barquitos a vela, y en la lejanía buques de tamaño considerable. Uno de ellos, que navegaba más próximo a la costa, lucía bandera panameña, y navegaba, aunque Clemente no lo sabía, hacía Gran Bretaña. Nunca había subido en un gran barco. Más allá de los pedalos que alquilaba en la playa para pasear a los atontados hijos de su hermana, no tenía experiencia marítima. En pocos días haría la travesía del Canal de la Mancha, y no estaba muy convencido de que fuera a ser algo que le emocionara sobremanera. Aunque percibía que los tripulantes de los barquitos disfrutaban mucho en el manejo. Recordó películas como “La aventura del Poseidón” y “El acorazado Potemkin”, y cómo las batallas navales que se veían en “Tora Tora Tora” pertenecían tan solo al noble arte de la cinematografía.

De regreso a la casa, su amigo que ya había terminado de limpiar el coche, le invitó a una especie de tortilla fina rellena de mermelada de fresa. Aceptó para no desairar al hombre, pero él era más de boquerones en vinagre que de mariconadas como esas. No obstante, lo que llamaban algo así como “creps”, no estaban mal del todo, y la que llevaba cognac flambeado era su favorita. Quizás porque entre “crep” y “crep” , ambos le metían un buen trago a la botella de licor.

Por un momento pensó que no era buena idea beber mucho otra vez. Tenía miedo de no estar en condiciones de partir rumbo al norte al día siguiente. Hoy, aun desconociendo que hora debía de ser, ya era tarde para partir. Hablando muy alto y despacio, única forma de que un extranjero te entienda, le dijo que mañana continuaría su viaje. Y el chico, todo voluntad, asentía sin saber muy bien que le estaban contando. Y es que Clemente, no era muy ducho en la mímica.

Una hora y ocho “creps” más tarde, se oyó a lo lejos el ruido de un motor que se acercaba. Al poco enfilaba el camino la Norton Commando guiada por la mujer. Apenas se hubo apeado, se dirigió sonriente hacia Clemente y le dio tres besos en las mejillas, tres, mientras le decía “olé,olé”. Luego le dio un solo beso a su chico, pero fue un pedazo de beso en la boca, que poco tenía que ver con los suyos.

La chica había hecho una pequeña compra. Traía una variedad de pescados y unas cuantas gambas y mejillones. Hoy la paella sería de las buenas. Empeñado en hacer el guiso a la intemperie intentó, una vez más que el camping gas prendiera. No hubo forma humana, y eso que se oía un leve “sssshhhhh” , indicativo que el gas escapaba de la bombona. Al poco recogía leña en los alrededores y la disponía para hacer una hoguera.
La tendría dispuesta para cuando fuera la hora de empezar a cocinar.

Un gran rugido de motores, acompañado de un grupo de luces amarillas, se aproximaba hacía su posición. Sin duda eran los camaradas moteros de la pareja. La primera máquina en llegar era, según pudo ver, una Kawasahi H2 750cc. Humeante y ruidosa hasta extremos intolerables. Una moto de tres cilindros, de dos tiempos, que iba trucada con escapes independientes, hechos por un artesano italiano. Llegaron más motos, entre ellas dos BMW, una Suzuki GSX 850, una novísima Honda CX 500 Turbo, pilotada por un señor de cierta edad, con mucho parecido a la chica en sus facciones, tanto es así que imaginó que debía ser su padre, y Una Triumph T140 de 1978, que sin lugar a dudas, era la más bonita de todas.

Las presentaciones fueron muy simples, apretones de manos, abrazos y exaltación de la amistad sin límites. Los vasos de vino empezaron a correr y alguien descorchó una botella de champán. El señor mayor tomaba una especie de licor anisado, que aguachinaba sin compasión, de color amarillento. Y la chica le indicó que encendiera el fuego y que comenzara a preparar la cena. Apenas eran las seis de la tarde, lo vio en en el reloj de oro que lucía uno de los moteros.

El hombre de más edad se acercó a la Sanglas y estuvo largo rato observándola. Cuando Clemente se acercó, el tipo le cogió del hombro y le mostró su admiración, a la vez que con la otra mano apartaba la nube de insectos que pululaba alrededor. Estaba pensando que si era capaz de ir a Inglaterra en semejante artilugio, sería capaz de dar la vuelta al mundo non-stop con su Honda Turbo. Sin duda Clemente debía ser un experto viajero, motorista y aventurero. Sin duda.

El fuego ardía con viveza, la paellera estaba cumpliendo con su labor, y mientras corría el buen vino, alguna copa de cognac , y el licor anisado, alguien había encendido el camping gas y freía unas salchichas en una sartén. Ver prendido el camping gas supuso una sorpresa para Clemente, y la confirmación de que la bombona “si” que tenía gas.

Transcurrió la tarde con alegría desbordada. Eran unos tipos encantadores, amigos de sus amigos y sobre todo de el alcohol y esos cigarrillos de la risa que fumó ayer. El chico de la Kawasaki, era joven, alto y flaco, cuando llegó llevaba un casco Bell y una cazadora de cuero desgastado, tipo aviador. Era un autentico payaso y todos reían las aventuras que contaba. A Clemente le cayó bien desde el primer momento. El olor de su moto, le recordó a los quemados de Peñarara con sus molinillos de 250cc. Imaginar que debería de ser un motor de esos multiplicado por tres, es lo que llevó a Clemente a mirar detenidamente la moto.

No conseguía enfocar del todo la visión debido al leve mareo que tenía encima. Añoraba el efecto benefactor de las pastillitas de la mañana. Pero leyó que los carburadores eran Mikuni, y los escapes lucían un aviso que ponía “don´t use in public road´s”. Tan ensimismado estaba que no se percató de que el chico se había acercado, llaves en mano y con el casco en la mano. Arrancó la moto, que bramó enloquecida, inundando todo de humo blanco. Le ofreció el casco a Clemente y le hacía gestos para que la montara. Él se negó en redondo. Pero cuando todos se pusieron a jalearle y a gritar “paella y olé”, no pudo defraudar su entusiasmo.

Se encasquetó el Bell, que le apretaba mas que el suyo, y se sentó en la moto. Le dio un pequeño toque al acelerador, y aquel aparato subió de revoluciones enloquecido. Aquí es donde perdió noción de lo que sucedía. Sin saber cómo ya enfilaba el camino buscando la carretera. Entendió que a pesar de parecer una moto que intimidaba por su ruido y humo, era sin lugar a dudas una moto dócil y manejable.

Paró en el borde de la carretera y con la mirada buscó el horizonte. De nuevo un acelerón, y ya sin lugar a dudas, sintiéndose un experto decidió exprimir aquel motor a tope. Se incorporó a la carretera y aceleró con rotundidad a fondo. El primer segundo la moto se puso en movimiento con lentitud y con síntomas claros de ahogo, el segundo empezó a despertar un poco del genio que tenía, y el tercer segundo, le hizo perder contacto con la realidad. Con la realidad y con el suelo. La moto salió como loca buscando el cielo. Clemente apenas tenía fuerza para sujetar el manillar que bailaba loco de un lado para otro. No podía apretar el freno ni el embrague. Bastante tenía con no caer para atrás. Cuando el rugido llegó a su máxima expresión, sin saber cómo, introdujo la segunda velocidad, y aquella vertiginosa carrera a una rueda prosiguió. El cielo era azul, muy azul. Era lo único que alcanzaba a ver. Eso, y que su futuro inmediato era de color negro, muy negro. Ya era sabedor que aquel maldito aparato era como su taladradora. O todo o nada. Más que un acelerador parecía disponer de un interruptor. Por fin pudo soltar la presión del acelerador y la moto bajó bruscamente su rueda delantera, tomando aparentemente una actitud mas civilizada. Tercera y la moto intentó levantarse pero la gran pericia de Clemente consiguió impedirlo. Ojeó el marcador y ya iba a más de ciento treinta por hora, pero lo que más llamó su atención fue que la aguja no oscilaba.

Afortunadamente la carretera era como un tiralíneas y no circulaba nadie. Cuarta, quinta y vio que indicaba doscientos por hora. A pecho descubierto, con el casco queriéndole arrancar la cara, o por lo menos aplastarla, decidió que ya valía de emociones. Presionó con fuerza la maneta de freno, y al contrario de lo que sucedía en su moto, que por decirlo de una manera dulce, frenaba poco, la Kawasaki se hundió bruscamente de delante y pareció querer escupirlo sin compasión. Sin saber cómo, terminó sentado en el depósito de gasolina, con los pies colgando fuera de los estribos. La rueda trasera estaba a la altura de su cogote, buscando desesperadamente el cielo. Una larga marca negra del neumático se dibujó en el asfalto, y solo el Cristo de la Peña, evitó que aquello terminara en tragedia.

Entró en la finca entre aplausos y “olés” de todos los moteros que le admiraban con devoción. Nunca antes habían sido testigos de semejante dominio de una moto. De una habilidad natural para el manejo de una máquina de dos ruedas. Sin haber montado nunca en ella, había hecho un caballito de doscientos metros con subida de marcha, para exprimir el motor a tope, siendo inmisericorde con la zona roja, y protagonizar un invertido con bloqueo de rueda como colofón de la demostración.

Lo que desconocían era que su corazón latía con un vigor inusitado, que había tenido miedo, como cuando uno tiene que declararse a la mujer amada, (pensó en la Pepi), que todo aquello había sido fruto de un incomprensible designio del destino, benévolo a más no poder, y que nunca más subiría en una especie de misil alocado, envuelto en humo y ruido, como traca final. Ya no estaba borracho, estaba asustado. El único que se sentía tan desolado como él, era el propietario de la Kawa, herido en su amor propio, conocedor de que un desconocido, había demostrado que los límites de su moto, estaban mucho más lejos que lo que él había soñado, y de lo que había alardeado.

Añoraba la paz y el sosiego de su fiel Sanglas. Mañana partiría rumbo al norte con ella. Pero ahora necesitaba, sin lugar a dudas, unas cuantas copas de cualquier brebaje que pudiera encontrar, y que le hiciera retomar la serenidad y la paz de espíritu cotidiana. Encontró la botella de Ricard, esa del color amarillento, y pegó un buen trago. Sus nuevos amigos, le jalearon y siguieron su ejemplo. La noche iba a ser larga. Olé y olé.>>

Continuará.

Fermín
03/09/2014, 20:54
Sorprendente :esperasndo:más, más...

jokerdh
05/09/2014, 07:06
:sombrero:

Edu65
05/09/2014, 08:53
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<<Eran las diez de la mañana y la Sanglas mantenía un ralentí estable. Clemente terminaba de enfundarse el barbour, una vez supervisado todo su equipaje. La parrilla trasera permanecía bien firme y soldada, y soportaba sin dificultad la carga habitual. Nuevamente la chica había desaparecido, y el amigo francés de Clemente observaba la escena.

Ambos se miraron a los ojos conocedores que dos días antes se había forjado una amistad sólida. El camino a esa amistad pasaba por el hecho cierto de ser poseedores de una moto. Un montón de hierros, un mismo espíritu y un mismo camino en la vida, habían forjado tal sintonía.

Echaron una mirada a su alrededor y descubrieron un paisaje desolador. En un extremo de lo que días antes era el jardín que daba entrada a la finca, había un viejo tractor con un arado que había hecho un gran surco, hasta terminar empotrado en uno de los grandes pinos del fondo. Más próxima a ellos, una mecedora chamuscada y aún humeante servía de cobijo al perro. En el tejado de la cabaña estaba el horno donde el día anterior había aparecido la chancla extraviada de Clemente. La puerta de entrada a la casa tenía un gran boquete y de él colgaba grotescamente lo que un buen día fue una acordeón.

Junto a la entraba de la parcela estaba la Kawasaki sin ruedas, sostenida en equilibrio sobre unas cajas de cerveza. El chico alto y flaco, dormitaba medio desnudo abrazando la rueda delantera, mientras la trasera coronaba el mismo árbol donde colgó el macuto, la noche anterior. Una BMW estaba semienterrada en la arena de la playa y su propietario, sin sentido, estaba de la misma guisa enterrado hasta la cintura. Habían tenido el detalle de cubrirle la cabeza con una gran perola de color marrón.

Tenía un recuerdo borroso de la noche anterior, pero recordaba nítidamente el haber estado bailando la konga con todos los motoristas y algunos vecinos y vecinas que se habían unido a la celebración. Luego cantaron La Marsellesa mientras saltaban la fogata que utilizaron para hacer la paella. Uno de los moteros, el que tenía un reloj de oro, cayó en medio del fuego, y tuvieron que practicarle una cura de emergencia. Un vecino de avanzada edad que lucía una gorra de ferroviario, tocaba el acordeón que ahora colgaba de la puerta, hasta que su esposa vino a buscarle y se lo llevó a golpes de escoba hasta su domicilio. A Clemente le pareció que era la señora involucrada en el accidente de hacía dos días.

Un último vistazo a lo que había sido un hogar para él los pasados días. Un abrazo sentido a su anfitrión, la promesa de regresar cuando volviera a casa, y un obsequio de último momento. El chico le regaló un frasquito con unas cuantas docenas de esas pastillas reconstituyentes, y él insistió en que se quedara con un rosario de la ermita del Cristo de le Peña, que la Pepi le había proporcionado. También le facilitó el muchacho el número de teléfono de un amigo británico, por si tenía algún problema en Inglaterra, y se dijeron “hasta pronto” con un gesto.

Ya de camino, lo primero que tenía que hacer era llenar el depósito de combustible, y llamar a Pepi, que seguro estaba preocupada por él. En la primera gasolinera Elf que vió se paró a repostar. Era un fastidio el tener que usar francos. No se aclaraba con esas dichosas monedas, y no entendía por que estos extranjeros no usaban la peseta como “todo el mundo”. El expendedor le facilitó la tarea cogiendo él mismo el dinero del importe. El señor contó el dinero recitando despacio y con voz alta, para que Clemente le entendiera mejor, y le indicó donde estaba la cabina para poder llamar. Al tercer intento consiguió la comunicación con España, si bien se equivocó al teclear y se puso al aparato el dependiente de Chacinas Belmonte. Al cuarto lo consiguió. Se puso el hermano de la Pepi, que tenía la voz alicaída y parecía pedir a todas luces una de sus pastillas milagrosas para levantar el ánimo. Luego notó como la mujer arrebataba sin contemplaciones el auricular al hombre y le saludó efusivamente. Clemente le participó que si no había contratiempos llegaría hoy por la tarde a casa de su primo en las afueras de Orleáns. Ella por su parte le contó que las obras de la cervecería avanzaban más lentas de lo deseable, que su compañero de fatigas en el trabajo Donato le mandaba recuerdos y le hacía saber que los presidios en Gran Bretaña eran infames y que más le valdría no pisar nunca uno. De su viejo amigo Jorge le hizo saber que estaba consternado por no haber podido ir a despedirse de él, al quedarse dormido en el autobús que le acercaba al lugar de partida. Asimismo le dijo que el perrito ya parecía contener sus ansias mingitorias pero que ahora comía compulsivamente.

Terminada la conversación, él también se sentía un poco bajo de fuerzas. Y eso que apenas había bebido la noche anterior. No creía haber tomado más de ocho o nueve copas, y un par de cigarritos de la risa. Tomó la decisión correcta y se tragó una de las pastillitas con el fin de animarse, y como la vez anterior, en quince minutos estaba pletórico. Si quería llegar hoy a la noche a Orleáns no debía dormirse en los laureles, le esperaban mas de quinientos kilómetros. Por su mente pasó la idea de que alguna clase de contratiempo impediría el objetivo, pero más tarde el destino demostraría que estaba equivocado.

Conducía la moto en plan salvaje. El acelerador a fondo y el motor a tope de vueltas. Una especie de sordera impedía que sufriera por lo que a todas luces era un desafío para la mecánica de su moto. También tenía la impresión de que en determinados momentos una guirnalda de luces revoloteaba delante de su campo de visión. Le pasó por primera vez cuando atravesaba un inmenso puente en la localidad de Bordeaux, pero ni por un momento cejo en el empeño de estrujar el acelerador, ni mucho menos pensó, tal y como había programado antes de partir, en visitar la ciudad. Seguro que a pesar de ser Patrimonio de la Humanidad, era un pueblo indecente.

Circulaba a unos ciento diez, ciento treinta kilómetros por hora. Más o menos. Adelantaba camiones con soltura y con unos vaivenes preocupantes, que el ni siquiera notaba. A ratos cantaba, inventando la letra, La Marsellesa a voz en grito. Las travesías de los pueblos las hacía sin frenar un ápice para asombro de viandantes.

Cuando quiso darse cuenta ya había agotado el combustible. No obstante tenía la suerte de cara y encontró un enorme surtidor lleno de camiones donde repostar. Paró junto a un poste y fue atendido por una señora. En el surtidor contiguo repostaba un camionero de Almería, que transportaba mármol de Macael a Escocia. El hombre se aproximó y entablaron una breve conversación acerca de la moto. Que si la Guardia Civil las usaba, que eran lentas y necesitaban de cuidados, pero que eran fiables, y tal y tal. El hombre le dijo de un bonito pueblo a menos de una hora de allí donde podría parar a comer algo, y se despidieron con simpatía.

De nuevo en ruta, estrujó la máquina sin contemplaciones. Al poco rato cuando creía que era el “king of the road”, fue adelantado por dos motards que iban en sendas Yamaha XT 500. No le hizo mucha gracia y decidió devolverles la pasada. Se había apoderado de él una de las características de un buen motero, el hecho de picarse. No pudo, sin embargo adelantarles de nuevo. Aquellas motos eran más rápidas que la suya, lo cual le frustró un poco, la verdad. Nuevamente, unos kilómetros después fue sobrepasado por una Motobecane 125cc, y aunque opuso un poco más de resistencia, acabó dejándole de nuevo atrás. Maldijo al que construyó su moto con tan poca potencia.

Atravesó a tope un nuevo núcleo urbano. Verlo pasar con la moto oscilando y bramando no dejó indiferente a nadie. Las lucecitas sobrevolaban de nuevo el horizonte y parecían invitarle a correr más y más. Le llegaba mucho calor del motor a las piernas, y en un alarde de habilidad consiguió remangarse las perneras del pantalón. Cuando retomó la posición correcta intuyo entre las vibraciones del espejo, que por tercera vez una moto se acercaba para adelantarle. Una gran irritación le sobrevino, pensó que sin carga no le olería, así que como era un hombre práctico decidió entorpecer al máximo el inminente adelantamiento. A ciento treinta, más o menos, de marcador las cosas pasan deprisa. Cuando el tipo de la moto blanca intentó adelantarle, desvió con brusquedad su trayectoria y el “enemigo” tuvo que pasar al carril contrario para evitar la colisión.

Un camión Berliet cargado con doce toneladas de sacos de harina vio como una moto a toda velocidad se le venía encima. Pegó un volantazo y sólo el gran Jesús sabe como consiguió esquivarlo y salir indemne de la perdida de control del camión, que salió de la historia dando bandazos durante al menos cien metros. Clemente sonreía en el interior de su casco, ¡no le había pasado, ya podía joderse¡

De nuevo el motorista, que debía de ser un tipo aguerrido, volvió a la carga. De nuevo Clemente intentó la maniobra disuasoria, pero esta vez le tipo estaba prevenido, y freno con maestría y cambio de lado en el carril. Se puso al lado derecho de Clemente y pistola en mano, le conmino a detenerse. Supo en ese momento que el fulano ese era un Gendarme como el que le había atendido el día del accidente. Diríamos que se llevo un disgusto cuando fue consciente de lo que había hecho, pero buscó una excusa, que no era del todo falsa.

Le hizo saber con mímica que se encontraba mal, que no le había visto en las dos ocasiones que intentó asesinarle, que le dolía la tripa y que buscaba un lugar donde aliviar el trastorno gástrico que padecía. Como quiera que el Gendarme sabía muy bien lo que era tener ganas de descongestionar el intestino yendo en moto, y recordaba con meridiana claridad el día que se tiró una ventosidad y resultó que venía con “premio” en forma sólida, se apiadó del español. Le indicó que en un par de cruces tenía un pueblecito hermoso, con un par de Cafés donde poder remedio a su perentoria necesidad y le perdonó la multa, o mejor dicho, el arresto y la cárcel.

Con el fin de disimular, Clemente tomó rumbo al pueblo y pensó que ya que estaba allí, tomaría algo caliente y seguiría ruta más relajado. La jornada estaba cundiendo muchísimo. Había conseguido una media superior a cien por hora, y se merecía un descanso. Además la frecuencia de las visiones y la sordera estaban menguando del mismo modo que crecía su cansancio y dolor de cuerpo.

En la villa celebraban una especie de mercado en la calle principal. Había gente con trajes típicos y música en las calles. Detuvo la moto debajo de un árbol que le proporcionaba sombra. A él y a un caballo engalanado que tiraba de un carro adornado con flores, y que brillaba espléndido. Un hombre ataviado con un traje regional, que lucía un sombrerito ridículo, mostraba el tiro a quien se interesaba por él. Les enseñaba orgulloso una plaquita metálica que tenía grabada una fecha de 1789. Pero se le veía enfadado con el pobre caballo que, al parecer, no tiraba con brío de la calesa. El animal estaba cabizbajo, y con un temblor pronunciado en el cuarto trasero. Su mirada era muy triste, y a ojos de un profano, estaba más cerca del matadero que de llevar una vida de correteos por la pradera detrás de alguna yegua.

Clemente cruzó la calle y se adentró entre los puestos del mercado. Allí compró una hogaza de pan rústico, muy cara por cierto, una especie de salchichón blando que olía a ajo y una botella de buen vino. Decidió volver junto a la moto y preparase un bocadillo y darle un buen viaje a la botella de tinto. Al menos allí había sombra. Estaba en ello cuando se percató que el pobre bicho le miraba con cara lastimera. Mientras tanto el hombre del gorrito explicaba algo de la historia del artilugio a unos visitantes. Clemente cortó con su navaja de Albacete un buen trozo de salchichón y sin que nadie le viera le introdujo tres pastillitas para ver si de ese modo le levantaba un poco el ánimo al caballo. El jamelgo abrió la boca dejando ver unos grandes dientes amarillentos y engulló el trozo de vianda. Clemente decidió entonces ir a tomar un cafecito y seguir ruta.

Entró en un establecimiento y pidió un café. Afortunadamente se pedía igual en español que en extranjero, y se sentó a ojear un periódico, cosa absurda, ya que no entendía nada. De pronto se oyó un escándalo enorme en la concurrida calle. La gente corría despavorida de un lado para otro. Cuando Clemente se giró, vio pasar por delante de él al caballo tirando de parte del carruaje. Iba a galope tendido y había perdido el eje trasero al chocar con un Peugeot 504. Restos del carruaje estaban esparcidos por el medio de la carretera. Cuando el animal se adentró en el mercado, miles de cosas salieron volando. Había frutas rodando, el puesto de cerámica estaba arrasado, algún puesto de ropa se había desmoronado y el puesto donde había comprado el salchichón literalmente estaba hecho escombros con toda la mercancía pisoteada y echada a perder.

Al poco una patrulla policial pasó haciendo ulular sus sirenas y al lugar se desplazaron ambulancias y una dotación de bomberos. El caballo con, ya sólo el eje delantero del carro, se adentraba sin contratiempos en la autopista, después de haber tirado la barrera del peaje. Clemente nunca lo sabría, pero el caballo fue detenido por un dardo anestésico veinte kilómetros más allá, después de haber provocado docenas de colisiones en la autopista.

Pensó que era un buen momento para continuar el viaje, por lo que pudiera pasar. Con el tumulto pudo irse sin pagar la consumición, y cuando llegó donde la moto, un enfermero atendía al señor del gorrito que lloraba desconsolado, y al cual le había sido arrancada la oreja por un mordisco del equino.

Salió del pueblo rumbo a Orleáns, y se cruzó con el Gendarme en moto que al verlo, le saludo cortésmente. En apenas dos horas llegaría donde el primo de la Pepi. Sería recibido por Domingo Perdiguero, casado con Odile Pernod, sobrina nieta del mariscal Petain, y pariente lejana de André Citröen.>>

Continuará

juliantri
05/09/2014, 08:58
Me guardo el tema, que lo tengo que leer con calma y tiempo. Por lo poco que e leído me gusta.:esperasndo:

Edu65
08/09/2014, 16:25
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<<Podríamos decir que Clemente estaba dotado para determinadas cosas. Por ejemplo, una cata de cervezas a ciegas, suponía sin margen de error, que adivinaría que marca de cerveza era la degustada. Podía incluso detectar por el regusto de la bebida, la planta embotelladora. Cuestión de matices, decía. Pero si algo era meridianamente claro, era que el altísimo no le había bendecido con la sabiduría necesaria para anticiparse a los cambios climáticos.

Una vez hubo salido del hermoso, y por aquel entonces caótico pueblo, enfiló rumbo al norte con el propósito claro de llegar antes del anochecer a casa del primo de la Pepi. Ignoraba que era tal el paisaje desolador que dejaba atrás, que había llegado el caso que alguno de los ancianos de la aldea, se enfundaron el casco del ejercito, usado en la segunda gran guerra, en la creencia de que las hordas nazis volvían a invadirles. Uno de ellos llegó a disparar a un helicóptero de la Gendarmería suponiendo que era un caza Stuka que se disponía a soltar una bomba en la plaza del pueblo.

Cuando llevaba media hora de desenfreno rutero, aparecieron en el horizonte unas, al principio pequeñas, nubes de color grisáceo. Al poco unas gotitas de agua se reflejaban en la pantalla del casco, pero supuso que era algo pasajero. Súbitamente el cielo se volvió negro, lo que eran unas pequeñas gotas de lluvia, pronto fue una tormenta muy seria. Buscó sin éxito un lugar donde cobijarse, un puente, un viaducto, una casa con alero, pero tan sólo veía grandes árboles a ambos lados de la carretera. Estuvo tentado de parar debajo de uno, pero recordó como el cuñado de su vecino Aniceto, había sido fulminado por un rayo al cobijarse debajo de un chopo cuando regresaba de faenar en el trujal, y pensó que era una mala idea.

El barbour le protegía de la lluvia, mejor dicho diluvio, en la parte superior del cuerpo, pero necesitaba detenerse para enfundarse los pantalones amarillos de loneta impermeabilizada, que le daban aspecto de grumete de un petrolero, y así mitigar el empape que tenía ya en las piernas. Detuvo la Sanglas y se puso a rebuscar en las alforjas. No recordaba donde lo había guardado, así que tuvo que sacar todo el equipaje hasta dar con él. Ponerse el pantalón estando calzado con las botas militares, no fue tarea sencilla. Para cuando lo consiguió, ya asomaba un tímido rayo de sol de entre los nubarrones, y al retomar la marcha, cesó la tormenta y el astro rey volvía a sacudir con fuerza inaudita. Diez minutos después tocó detenerse para quitarse de nuevo el pantalón. Curiosamente ahora la ruta cruzaba multitud de puentes, marquesinas y cobijos de todo tipo.

Tanto trajín le había hecho sudar. Paró en otra gasolinera, rellenó de nuevo el tanque de gasolina, y se compró dos cervezas frías. Ya repuesto del acaloramiento, y antes de concluir la etapa que le llevaría por fin, a un cobijo con una cama decente, o eso imaginaba, consultó el mapa. Era un enclave fácil de encontrar. Hasta un tonto de baba daría con él a ciegas. Soltó un gran eructo, que el empleado confundió con el ruido a frenos de un trailer gigantesco, y enroscó el puño dispuesto a llegar sin más demora.

Una hora larga después estaba parado en una rotonda intentando decidir para donde seguir. Por supuesto eligió la opción equivocada. Se suponía que no debía estar a más de cinco kilómetros de la residencia de acogida. Otra hora más tarde estaba completamente perdido, y recogía del suelo el mapa que había tirado y pisoteado en un ataque de rabia. La verdad es que seguía estando a menos de esos cinco kilómetros, pero era un sin fin de carreteras y cruces con los que se topaba.
Había pasado por una pequeña iglesia y su cementerio, al menos media docena de veces. Cada vez lo hacía de un lado distinto, así que al menos tenía una visión completa de la arquitectura del edifico, cosa que le traía al fresco.

Se apiadó de él un campesino que le vio ojear el mapa y que se ofreció a ayudarle. Fue nombrar a la mujer del primo de la Pepi, esa tal Odile Pernod, y el buen hombre no alcanzaba a colmar de sonrisas y de detalles a Clemente. Le conminó a seguirle en la moto, mientras él encabezaba la marcha con un tractor y un remolque cargado de carbón. Al poco se divisaba a unos doscientos metros la entrada a una finca. El aldeano con gestos inequívocos le dijo que esa era la dirección que buscaba, y dio media vuelta y se marcho todo lo rápido que permitía el vehículo agrícola.

Digamos que Clemente no lucía brillante. El largo viaje, las juergas pretéritas, y los últimos minutos detrás de un remolque de carbón hacían de él una especie de Sydney Poitier motorizado. Llegó a la verja de la parcela. Era de hierro forjado y daba paso a un camino que conducía a una gigantesca casa, flanqueada a medio trayecto por dos palacetes de mediano tamaño. Uno de ellos acristalado, y que según se podía apreciar, habitado por multitud de aves. Y el otro, que en su día albergaba las caballerizas, estaba siendo pintado en uno de sus flancos. Para entrar había un interfono que hizo sonar. Al poco se presentó un señor con cara de pocos amigos, invitándole a marcharse, ya que no eran bien recibidos los mendigos, y que los señores ya daban bastante limosna a la iglesia. Le hizo saber que no era un pordiosero, y se lo dijo alto y despacito para que ese señor le entendiera, pero este, le hizo saber que era portugués, pero no idiota, y que entendía casi perfectamente el castellano.

Acto seguido, y aclarado que Clemente no venía a mendigar, le dijo que si era el pocero que venía a desinfectar el pozo negro, que la cita era para el día siguiente, y que ya podía coger la moto de mierda y volver mañana, pero Clemente le dijo que el señor le esperaba, y que aun no, pero que en breve sería pariente del señor, a lo cual el portugués respondió con cara de sorpresa, cambiando de actitud y siendo más complaciente.

Una vez aclarado el entuerto, el hombre indicó que podría dejar el equipaje junto a la entrada de la residencia, que alguien se ocuparía de él, y que después podría acercar la motocicleta al pabellón que estaba siendo pintado, y que allí el mecánico se haría cargo de ella. También le dijo que podría usar el baño del pabellón si deseaba asearse, ya que al parecer la señora era muy escrupulosa en materia de higiene.

Una vez en el aseo, el mismo se asustó de su aspecto. Tenía parte de la cara negra, al igual que el cuello, aunque la parte del mentón estaba sin carbonilla, lo cual le daba una apariencia grotesca en extremo. Se limpió como pudo y lo mejor que pudo y se dirigió a la casa con la inquietud de conocer a Domingo y a su esposa Odile. Clemente que era un tipo avispado, dedujo que allí “había posibles”, sin lugar a dudas.

La puerta se abrió nada más llegar y sin necesidad de llamar. Su equipaje había desaparecido, y eso incluía la paellera y el camping gas. En la puerta había una mujer vestida como en las películas, con delantal y cofia blancas, y le indicó que le acompañara. Le pasó a un estudio lleno de estanterías con miles de libros, un piano y un sofá de color marfil. No llegó a usarlo. Otra puerta se abrió al fondo de la estancia y de ella surgió un hombre muy grande y con unos kilos de más. Vestía de traje color gris, con una camisa blanca y sin corbata. En su lugar un pañuelo de colorines a juego con otro que sobresalía del bolsillo superior de la americana.

Parecía un hombre amable y muy cercano, pero al ver a Clemente puso cara de pánico y le cogió del brazo tirando de él hacía afuera. Que no te vea así mi mujer por dios, le dijo, y dio unas ordenes a la muchacha que le trasladó a toda velocidad a una alcoba, donde ya estaban todas sus pertenencias. Le mostró el baño anexo, y abrió el grifo de una bañera del tamaño de una piscina olímpica, como invitándole a usarla.

Media hora más tarde, y tras un reconfortante baño que dejó el esmalte de la bañera con un cerco de color negro intenso, se afeitó y busco una ropa limpia en su equipaje. La otra ropa que se había quitado y dejado tirada en el suelo, había desaparecido. Las cosas que tenía en los bolsillos, estaban sobre un sinfonier, y eso incluía el bote con las pastillas reconstituyentes.

Ya más adecentado salió al pasillo, donde le aguardaba la chica, que de nuevo le condujo al despacho anterior. Allí le esperaba Domingo, que le hizo un gran aprecio y le explicó que su mujer, que era una buena mujer, era muy tiquismiquis con la limpieza, y que aunque él entendía el aspecto que había traído, ella no lo hubiera hecho, y se hubiera puesto como una loca y todo eso. Al poco se oyó una sonora carcajada y abriéndose la puerta entró una mujer diminuta, delgada al extremo, vestida con una prenda con plumas a su alrededor, y un tocado con dos adornos, también de plumas exóticas.

La risa se volvió gesto serio, pero Domingo, al que la señora Odile llamaba “Dodó”, le contó que Clemente había sido víctima de unos malhechores que le habían robado el dinero y la ropa, y que por eso vestía de ese modo. Si bien no entendió que tenía de malo su forma de vestir, y más teniendo en cuenta que se había vestido con la mejor de sus camisetas para complacerle, dejó por cortesía correr el asunto. Ella cambió de nuevo el gesto y lo volvió más amable y tomándole del brazo le condujo hacia el jardín, para que el paseo le sosegara de la mala, e inexistente, experiencia que se suponía había sufrido. “Dodó” iba traduciendo todo lo que la mujer le decía, incluido que al día siguiente se pondría en contacto con un pariente suyo, comisario de policía, para que detuvieran a los asaltantes, y pagaran por sus fechorías.

Llevarían apenas cinco minutos de paseo cuando de nuevo se puso a diluviar. Como quiera que estaban mas próximos al pabellón donde se aseó y dejó la moto, fueron corriendo a refugiarse allí. La señora parecía volar, era tal su liviandad que cualquiera podría haberla confundido con un jilguero, y vestida con plumas como iba, lo parecía.

Cuando pasaron al interior de la estancia Clemente se quedó asombrado. Un inmenso garaje repleto de coches aparcados unos junto a otros, dejando en medio un pasillo que culminaba en una especie de taller, donde el mecánico estaba trabajando en la Sanglas. La moto, “su” moto, estaba prácticamente desmontada y el buen hombre enredaba en la culata, haciendo gestos de disgusto. Le dio un montón de explicaciones, que Clemente no entendió, pero que fueron traducidas por “Dodó”. Tenía alguna válvula doblada y costaría al menos un par de días hacerse con una nueva. Era un motor que había sido exigido más allá de sus posibilidades, que al parecer, no eran muchas. No obstante el señor confiaba no sólo en reparar la moto, sino que con unos pequeños retoques, mejorar sus prestaciones. Algo de un kit de carburación, un filtro de aire “no sé que”, planificar culata y limar conductos.

La exposición de automóviles era una maravilla. Dado el parentesco con la familia Citröen, abundaban los modelos de la marca. Había varios “Tractión”, conocidos en España como “Patos”, un CX familiar y otro berlina de color negro, con una banderita francesa en la aleta delantera, un coche que había pertenecido a un ministro de Georges Pompidou y que era un coche blindado. Un impresionante SM con motor Maserati, regalo de bodas para “Dodó”. Era ridículo llamarle así, pero al parecer le hacía más tierno a ojos de su esposa. Un Citröen DS Cabriolet del año 61, en estado de colección y con apenas seis mil kilómetros de uso, con la pintura color champán en estado original y tapizado en cuero granate. Un 2CV y un Mehari que se usaban a diario para cualquier menester, sobre todo este último, por que al parecer le daba “aires de libertad y la impresión de volar” a la señora Odile. Varios Panhard de motor trasero, un MATRA de competición adornado con los colores de “Pernod”, empresa que pertenecía a la familia de ella y de la cual era accionista. Y algún que otro modelo sin más interés, como un Delage de los años veinte y un Studebaker americano.

Las paredes estaban adornadas con fotos que hacían referencia la mundo del motor. El protagonista de ellas era un señor muy delgado, con monóculo y fusta de montar a caballo. En una e ellas estaba encaramado a un Jeep de la Segunda Guerra Mundial, en otra junto a un militar con muchas condecoraciones pasando revista a un escuadrón de tanques. En la más grande ellas, ya sin monóculo, y vestido con ropa invernal, ofrecía una copa al vencedor del Rally de Montecarlo 1966, que estaba sobre el capot de un DS 21. A instancias de “Dodó” fueron a mirar una fotito en la que aparecía él junto a un camión Pegaso cargado de naranjas, y el cual conducía, el día que conoció a su mujer.

Aquel día, recordó, sufrió un terrible accidente de tráfico al chocar contra una cosechadora en las inmediaciones de la casa, y como quiera que del impacto salió volando por la luna delantera, y dicha escena fue observada por Odile, que comparó su vuelo con el de un Cóndor andino, por lo majestuoso y voluminoso del animal, cayó rendida y locamente enamorada del pobre chófer, que era Domingo. La foto fue hecha unas pocas horas antes del suceso, y se guardaba en un rincón para evitar desgracias.

Cesó de llover y caminaron hasta el pabellón contiguo. Allí, tal y como había observado, se encerraba un gigantesco lugar lleno de aves. Loros, cacatúas, cotorras, papagayos, periquitos multicolores, volaban alocadamente y se dedicaban a destrozar todo lo que tenían a su alcance. Grandes troncos y un estanque artificial intentaban recrear un lugar salvaje. Odile le señaló que entre ellos destacaba el Papagayo Kea, un bicho de plumaje poco colorido, pero de una inteligencia y rareza descomunales. Procedente de Nueva Zelanda, era un ejemplar casi único en Francia. La joya de la corona, algo a quien cuidar y mimar al extremo.

En aquel ambiente parecía estar en el cielo. Los ojos de la diminuta mujer brillaban del mismo modo y con la misma intensidad, con la que brillaba la cara de preocupación de su marido. Este creía que la obsesión de Odile por las aves estaba sobrepasando lo racional, y le mostró su preocupación por el empeño que tenía en subir algún día al espacio, si es que ello fuera posible alguna vez.

De vuelta a casa, entablaron conversación sobre los automóviles, y Domingo le dijo que para el día siguiente daría ordenes de que le preparan el Citröen SM de motor Maserati, ese que tenía un frontal lleno de faros, y así podría visitar alguno de los impresionantes Chateau, como el de Blois, mientras él se ocupaba de unos asuntos privados.

Supo que Odile había hecho traer ropa de su talla y que esa noche ella tenía cena y partida de bridge con unas amigas. Ellos deberían cenar a solas y que esperaba que supiera disculparle. Desde la conversación con Domingo en el pabellón de los loros, le notaba abatido, y fue ver en el sinfonier el frasco de las pastillitas, cuando supo que tenía la solución a su desanimo.

Mientras cenaban en un comedorcito privado, fueron llegando las amigas de la señora. Las veía llegar en espléndidos automóviles de lujo, todas con chófer de uniforme, que se bajaban solícitos a abrir la puerta. Jaguar, Rolls-Royce, Bentley, daban paso a señoras impecables. Llamó la atención la llegada de un Mini, con una mujer, que conducía ella misma, vestida de ropa chillona, de aspecto muy menudo, y que según supo, era la hermana bohemia de Odile. La loca de la familia, aunque a Clemente le pareció la más normal de todos.

En privado, y lejos del control de su esposa, Domingo era un hombre mas relajado. No es que estuviera llevando una mala vida, pero el amor que sentía por su esposa se tornaba preocupación constante en intentar no molestarla con detalles, como el de usar mas de cuatro horas una camisa, no limpiarse las manos una vez cada hora, ducharse al menos tres veces al día, y toda una serie de normas que le traían de cabeza. Continuos viajes a ver exposiciones de pájaros, zoos y ferias, le habían servido para dar la vuelta al mundo, cosa que no todo el personal podía decir. En el fondo añoraba sus viajes con el camión cargado de naranjas, y Clemente en un ataque de lucidez, y con ya media botella de oporto en el estómago, le aconsejó comprarse un camión nuevo y dedicarse él también a tener una afición. Dar de vez en cuando un paseo a lomos de un camión le vendría estupendamente para evitar tensiones. Trabajar sin necesidad.

Domingo le hizo saber que ya tenía un hobby. Coleccionaba armas, sobre todo armas de fuego. Más tarde le mostraría su colección que permanecía bajo llave en una estancia anexa. En aquel comedorcito podían ver una muestra colgada de la pared. Un trabuco de borda del siglo XVIII, en perfecto estado de revista. Era un trabuco rescatado de un buque inglés dedicado al pirateo y que se usaba como arma de avancarga en asaltos y abordajes.

Después de la cena, regada con la botella de oporto, una de vino blanco, otra de vino de Rioja, y un par de copas de Napoleón, no paraban de reír contándose anécdotas de su país. No obstante se detectaba en Domingo un cierto aire de melancolía, que decidió resolver con una de sus pastillitas. Le invitó a tomar uno de sus reconstituyentes, y él haría lo mismo. Pasaron entonces a cuarto de la colección de armas. Es cierto que tardaron en conseguir abrir la puerta, pero cuando lo lograron apareció ante ellos una colección de armas increíbles, fusiles, mosquetes, más trabucos, arcabuces, pistolas, ametralladoras, arcos, ballestas. Fue una de estas últimas la que capto la atención de Clemente, que ya empezaba a notar los efectos beneficiosos de la pastilla. Se sentía eufórico y libre de cansancio. “Dodó” empezaba a sentirse igual, y cogió la ballesta y de un cajón sacó un grupo de flechas para cargar el artilugio. Abrieron la ventana de par en par y se dispusieron a disparar. El objetivo era un gran árbol situado a no más de cincuenta metros de allí. La nocturnidad de la escena dificultaba un poco las cosas, la verdad, pero el estado de ánimo tan placentero facilitaba la puntería. O eso imaginaban.

“Dodó” disparó primero para mostrar como debía hacerse. Desafortunadamente no tuvo mucha puntería y la flecha fue a clavarse con furia en el marco del gran ventanal. El turno de Clemente llegó a continuación. Para no errar se aproximó a la ventana y saco el arma por ella. Disparó y la flecha surcó el aire y la perdieron de vista. Fue a incrustarse en la rueda del Rolls-Royce que permanecía aparcado a más de trescientos metros. Un nuevo disparo de Domingo terminó clavado en el árbol, a unos dos pisos de altura. Para celebrar la hazaña, Clemente disparó de nuevo, y esta vez acertó de lleno. Pero acertó de lleno en el papagayo Kea que murió en el acto. Sería a la mañana siguiente cuando tuvieran noticias de ello.

Muertos de la risa y con muchas ganas de correr y de saltar, estuvieron un rato jugando a la ruleta rusa. La diosa fortuna que acompañaba a Clemente quiso una vez más que aquella locura no terminara en funeral. Como colofón, cargaron el trabuco de borda, cosa nada sencilla, y se dispusieron a salir al jardín por la ventana, para esquivar a las señoras que jugaban al bridge. Desafortunadamente toparon con la hermana de Odile que había salido a fumar, y a tomar el aire que le faltaba en compañía de ella y sus amigas. Tampoco fumaba tabaco, eso estaba muy claro, y también estaba en un estado de euforia similar al suyo. Al ver las intenciones de la pareja, insistió en que ella dispararía la primera salva, y se produjo un forcejeo, un “tuya-mía” que concluyó con un disparo fortuito.

El atronador ruido fue acompañado de un fogonazo que iluminó el jardín, y tiró al suelo a la mujer. Tirar al suelo a Domingo era más difícil, quizás con el retroceso de un cañón, pero no con el de un trabuco. El disparó penetró por una de las ventanas con un gran estruendo, alcanzó diana en el parador que guardaba la vajilla de Limoges y la cristalería de Bohemia, que se derrumbó con gran estrépito, para atravesar la pared y reventar las tuberías del baño donde obraba una de las damas invitadas. La pobre señora salió espantada del cuarto de baño, con las bragas en los tobillos, empapada de agua y era tal su indignación que ordenó que trajeran su coche de inmediato, para marcharse de aquel manicomio. No pudo ser, el coche tenía una rueda pinchada, atravesada por una flecha. Sin duda una conspiración.

No terminó allí la velada. Aún depararía muchas sorpresas.>>

Continuará.

jokerdh
08/09/2014, 23:02
:aplauso:

jokerdh
16/09/2014, 20:20
Nos tienes abandonaos, canalla!!

Edu65
19/09/2014, 13:49
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<<las damas="" asistían="" a="" la="" pobre="" señora,="" que="" tumbada="" en="" un="" diván="" sollozaba="" asustada.="" muchacha="" le="" había="" traído="" una="" tisana="" reconfortante="" duras="" penas="" podía="" tomar.="" el="" cuarto="" de="" baño,="" portugués="" del="" servicio="" se="" afanaba="" detener="" fuga="" agua,="" amenazaba="" con="" formar="" inundación,="" mientras="" llegaba="" fontanero="" pueblo.="" al="" poco="" señor="" vestido="" pijama="" y="" cesto="" mimbre="" cargado="" llaves="" otras="" herramientas,="" tomaba="" mando="" las="" operaciones.
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<las damas="" asistían="" a="" la="" pobre="" señora,="" que="" tumbada="" en="" un="" diván="" sollozaba="" asustada.="" muchacha="" le="" había="" traído="" una="" tisana="" reconfortante="" duras="" penas="" podía="" tomar.="" el="" cuarto="" de="" baño,="" portugués="" del="" servicio="" se="" afanaba="" detener="" fuga="" agua,="" amenazaba="" con="" formar="" inundación,="" mientras="" llegaba="" fontanero="" pueblo.="" al="" poco="" señor="" vestido="" pijama="" y="" cesto="" mimbre="" cargado="" llaves="" otras="" herramientas,="" tomaba="" mando="" las="" operaciones.
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En el jardín, un sudoroso chofer, ayudado por sus compañeros, intentaba desincrustar la flecha que había pinchado el neumático y que detuvo su loca carrera incrustándose con violencia en la carrocería del Rolls. Costaría no poco esfuerzo conseguirlo.

Entre tanto, el trío formado por “Dodó”, la mujer y Clemente, seguían increíblemente animados, ajenos a lo que sucedía dentro de la mansión. Habían oído el jaleo, también vieron llegar el Renault 4 del fontanero, y observaban como cerca del pabellón un grupo de hombres manipulaban la rueda del coche.

Domingo ayudó a trepar a Clemente hacia la ventana por donde habían salido. Una vez en lo alto, este tomó los brazos de la hermana de Odile, y tiró de ella con fuerza para izarla. No calculó bien la fuerza y no tuvo en cuenta la ligereza de la chica, y esta entró prácticamente volando a través del alto ventanal. El armonioso vuelo culminó en una tonta caída sobre la mesita central, esa que recogía varios libros sobre las aves migratorias y un ejemplar de ornitología avanzada. La mesa quedó destruida y los libros no tuvieron mejor suerte. Con la cuerda de las cortinas, que arrancaron a tirones, ayudaron a subir a su colega de correrías. A Domingo le costó algo más subir. La falta de entrenamiento y el sobrepeso, junto a la ley de la gravedad, dificultaban el ascenso. Incluso llegó a caer de espaldas sobre el césped mojado, lo cual no auguraba nada bueno en materia de limpieza.

Se apagaron las luces de la casa. Se oyeron grititos en el salón donde se refugiaban las damas. Odile gritaba reclamando la presencia de los hombres, suponiendo que todo se debía a un ataque de los comunistas, o peor aún, de los presuntos delincuentes que habían atacado a Clemente. Sin embargo todo se debía a un cortocircuito provocado por la incipiente inundación. Domingo acudió al cuarto donde era reclamado, y a pesar de no estar en perfectas condiciones mentales, no dio la espalda a su mujer en ningún momento, evitando así que sufriera un ataque de nervios al ver su estado lastimoso.

Las señoras parecieron reconfortadas con la presencia masculina, y es que un par de ellas suspiraban por Domingo y envidiaban sobremanera la fortuna que había tenido su amiga, que encontró un hombre hecho y derecho, serio, incapaz de ninguna jugarreta, muy al contrario que sus esposos, sólo preocupados por los negocios, por el precio del azúcar en los mercados, que país convenía invadir y por sus secretarias.

Clemente, en un ataque de su ya impagable sensatez, recordó que en su alcoba tenía el camping-gas que podría proporcionar algo de luz, si conseguía encenderlo. Tomó de la mano a la mujer, y la condijo con fuerza hacia su cuarto. Una vez allí rebuscó en el armario hasta dar con el artilugio. No tenía con que encenderlo, y recordó que la hermana de Odile fumaba. Se giró para pedirle en encendedor, y el tras luz de la ventana le dejó ver como la mujer estaba desnuda sobre su cama en posición, digamos que, receptiva.

Clemente no tenía ganas de tonterías, y además le apremiaba conseguir encender el maldito chisme, para poder ver algo. La euforia estaba llegando a su fin, y como le había sucedido otras veces, le sobrevenía de golpe. La chica, un tanto confusa, ya que era la primera vez que un hombre la llevaba a su dormitorio y no quería beneficiarse de ella, entendió lo de “fuego-fuego” y le acercó el mechero a Clemente.

Al tercer intentó se obró el milagro. No del modo que el hubiera elegido, una llama moderada y regulada por la llavecita anexa. Un terrible fogonazo que le chamusco medio bigote y las pestañas, dejando un grotesco hilillo de humo sobre sus labios durante unos segundos. La mujer que desvariaba producto de la marihuana, creyó que una especie de dragón, o que le mismísimo Belcebú se encontraba en la habitación, y se metió en la cama quedando dormida al instante, entre ensoñaciones que le llevaban a las puestas del Averno.

Cuando Clemente se dirigió donde suponía que estaban los invitados junto a los anfitriones, la luz que proporcionaba el aparato, le dejó ver como en el cuarto de baño, el lampista y el portugués terminaban la reparación de urgencia del desperfecto, y cómo salían despavoridas todas las señoras en los coches que estaban intactos, seguidos por el Rolls-Royce con la rueda pinchada que iba dando saltitos.

La mujer de “Dodó”, se había desmayado al ver el aspecto de su marido, que bien parecía el de un pordiosero, y que hacía justicia al aspecto que había traído su “familiar”, y que deseaba poder volar y emigrar a África en busca de paz y sosiego. La muchacha abanicaba a la señora y Domingo no paraba de reír. Clemente se fue a dormir, estaba agotado.

Cuando despertó por la mañana, fundamentalmente notó dos cosas. La primera el olor a pelo quemado que desprendía la mitad derecha de su bigote. La segunda que no estaba sólo en el catre. Cuando consiguió abrir del todo los ojos, apareció ante él, el rostro amable de la hermana de Odile. Despierta sonreía y le acariciaba la cara. El pánico se apoderó de su existencia. El había sido un hombre fiel siempre. A decir verdad, nunca una mujer, ni menos dos, se habían interesado por su existencia, así que mantener intacta la virtud a la que hacía referencia no había sido complicado. Para tener la conciencia tranquila, ya que no recordaba nada de la noche con la mujer, si había pasado algo o no, tomó la decisión más acertada. No preguntar nada.

Se aseó, intentó arreglar lo de su mostacho de la mejor manera, y regresó a vestirse. La mujer fumaba desnuda delante del ventanal. Le sonrió, le dijo algo así como “formidable” y “mi macho”, con acento francés, y también le hizo saber que aquello sería un secreto de ambos, ya que ella no tenía ninguna gana de divorciarse de su marido, un escultor afamado. Se retiró del ventanal para disgusto de los pintores que estaban en el pabellón y que tuvieron que retomar el trabajo.

Un grupo de albañiles, pintores y carpinteros se afanaban en dejar la casa con la misma apariencia del día anterior. El empleado luso, encaramado a una gran escala intentaba llegar a la flecha que estaba incrustada en lo alto del árbol, para retirarla. Había dado sepultura al Papagayo Kea, antes de que lo viera la señora, y confiando en encontrar uno, antes de que se apercibiera de su ausencia.

Tal y como había dicho, Domingo tenía que resolver unos asuntos privados, y había llevado a su mujer a una casa de reposo, donde pasaría unos cuantos días, junto a sus amigas, todas afectadas por el atentado de la pasada noche.


En la puerta del garaje, el mecánico había aparcado el reluciente Citröen SM de color marrón metalizado, para que Clemente pudiera disponer de él todo el día. Sin saberlo hoy los conocimientos sobre el mundo de las motos, iban a dar un nuevo aire a la sabiduría de Clemente. Entendería la realidad de los piques entre coche y moto.

Desayunó pan tostado. El tufo a quemado que le llegaba a la nariz, hizo que le apeteciera ese manjar. Afortunadamente había aceite de oliva, y una vez tomado el café, se dispuso a conducir aquel bólido de motor V6 capaz de alcanzar los doscientos veinte por hora. Una breve charla del mecánico, de la cual no entendía prácticamente nada, por la absurda manía que tenían todos de hablar en idioma extranjero, le sirvió para templar los nervios. El coche era suave y cómodo. Tenía el aspecto de un vehículo mimado al extremo, y ni una mota de polvo o suciedad aparecía por ningún sitio. Se podría decir que era un auto a estrenar.

Se colocó las gafas de sol compradas en la frontera, lo cual le daba aspecto de traficante de drogas o de propietario de un lupanar. Reguló el asiento y comprobó la palanca de cambios. Introdujo primera y suavemente salió de la finca. Pasó tres veces al menos por la iglesia del pueblo, incapaz de encontrar la salida hacia la carretera general. Aquel coche necesitaba pistas amplias para averiguar su potencial. Sin saber de que manera, llegó a la carretera nacional, y poco más allá la entrada a la autopista.

Se abrió la barrera del peaje y una cinta negra impoluta se mostraba ante él y “su” coche. Pisó a fondo y el sonido bronco, muy mitigado, que le llegaba del motor, le animó a pisar a fondo. Sonreía abiertamente, las sensaciones eran similares a las que obtenía en la moto. Aceleración fulgurante, eso le parecía a él la de su moto, aunque ya había catado la de una H2, y dominio de la carretera.

Ahora ya reía con ganas. Ciento ochenta de marcador, y un sin fin de insectos, incluidos esos malditos abejorros de tan infausto recuerdo, se escachaban en el cristal delantero, dejando manchitas de color negro y de vez en cuando amarillento. Algo impactó en la parte baja del morro, con suerte otro abejorro con su familia, y ya el marcador anunciaba los doscientos por hora. El ruido del viento ocultaba el sonido de la radio, y puso el volumen a tope. Sonaba una balada que le era desconocida, Juan Salvador Gaviota, la pieza favorita de música contemporánea de Odile Pernod.

Pensó en lo que podría haber ocurrido anoche con su hermana y tuvo remordimientos. Buscó un área de servicio para contactar con su amada, con la Pepi. Aparcó el coche, entro en la cafetería, pidió un Martini , que también se decía igual que en España, y se dirigió al teléfono público. Después de marcar el número de Chacinas Belmonte, al segundo intento consiguió hablar con la Pepi. Obviaremos la acaramelada conversación, propia de dos enamorados, y nos centraremos en lo importante. El caniche seguía comiendo compulsivamente y era tal su sobrepeso, que apenas podía ya caminar. La cervecería avanzaba con lentitud, su hermano tenía dolores insoportables en el pie maltrecho y debería ser operado de nuevo, lo quel acrecentaba su bajo estado de ánimo, lo cual hizo pensar de nuevo, en lo beneficioso que sería para él tomar una de sus pastillas; de nuevo recuerdos de Donato, y poca cosa más.

Clemente le informó de lo sucedido la noche pasada, en versión libre. Tan solo que habían sufrido desperfectos en la casa, a todas luces producto de la antigüedad de la mansión, y que su primo estaba resolviendo asuntos privados y su esposa había ido de vacaciones con sus amigas. Pepi le dijo que aquella mujer no estaba en sus cabales, y que las veces que le había visto parecía estar en las nubes. Clemente pensó que ese era su objetivo, volar y estar entre las nubes.

De nuevo en ruta con el calorcito que proporciona un buen vermú, tomado de un trago. Cosa que sombró al camarero, que nunca había visto nada igual. Al salir se topó con media docena de personas que miraban el auto con envidia, y enfundándose las gafas tomó asiento. Le pareció entender algo así como la palabra “mafia”, pero sonaba a tope la canción de Neil Diamond y no estuvo seguro.

Iba de nuevo a ciento ochenta por hora cuando llegó a la altura de dos Honda CB 900 Bol D´or. Las motos circulaban ligeras, en una de ellas viajaban dos personas, y en la otra una sola pero con bastante equipaje. Eran motoristas holandeses. Al verse sobrepasados, iniciaron una persecución del coche, hasta sobrepasarlo de nuevo. Clemente no iba a soportar esa afrenta y apretó a tope el acelerador. Las motos se escapaban poco a poco, pero en unos kilómetros, cuando ya se veían los doscientos diez, fue alcanzando a la que iba montada por dos personas. La otra, que atronaba por el escape cuatro en uno que llevaba, seguía estando un poco alejada.

Al poco el coche circulaba a doscientos treinta por hora, y la moto iba emparejada. El motorista le miraba de reojo, y él hacía lo mismo. De pronto la circulación se volvió más densa. Una fila de camiones formaban un tapón, y el otro carril estaba ocupado por los lentos vehículos que les adelantaban. Decir lentos cuando circulaban a unos ciento cuarenta, era faltar a la verdad. Lo cierto es que ir a doscientos cuarenta era ir muy rápido. Aquí descubrió una de las ventajas de la moto. Esta adelantó por el arcén izquierdo sin desacelerar, y él tuvo que clavar los frenos y ser consciente de lo deprisa que uno se echa encima de los otros coches. Parecían estar detenidos a pesar de circular a buena velocidad. De churro no se estampó en el culo de un Renault 20. Apenas veinte centímetros de margen.

El susto fue inmenso, pero aún se incrementó en el momento que la segunda moto le adelantó por el arcén. Él nunca haría eso, ningún motero lo haría, sólo esos extranjeros descerebrados. Tomó la primera salida de la autopista. Había recorrido cien kilómetros en poco más de cuarenta minutos y eso que había parado en el café, al menos quince de ellos. Llegó a una villa, también muy bonita. A decir verdad los pueblos de por aquí eran hermosos, pero tenían el inconveniente de estar plagados de franceses. Aparcó el coche y se dio un paseo. Pensó en comprar algo para obsequiar a Odile, y en su recorrido encontró una tiendecita donde vendían porcelana. Le pareció adecuada una que representaba un pavo real mostrando su plumaje multicolor. Más adelante se inclinó por un pañuelo de cuello para Domingo. La escena representaba unos fusiles antiguos entrecruzados entre si formando una especie de trenza.

Se tomó otro Martíni de un trago, y buscó el coche. Esta vez sin contratiempos encontró la entrada de la autopista, y lo que es más importante, la dirección correcta para volver a casa. De nuevo la vorágine se apoderó de su cuerpo. El pie a fondo, las agujas hacían tope en el lado derecho de las esferas, circularía a doscientos cuarenta, mientras reflexionaba sobre las ventajas inequívocas de viajar en moto, con respecto a un coche. Sin embargo estaba claro que en el auto se viajaba más cómodo, el equipaje dejaba de ser un problema, no te manchabas, si tenías el vehículo adecuado, como era el caso, lo hacías tan rápido como en moto, escuchabas música, la autonomía era mayor y un largo etcétera de ventajas. Un nuevo golpe distrajo su pensamiento.

Por otro lado viajar en moto era....era distinto. Punto.

Ya de vuelta en casa, después de ser acompañado por un fontanero que venía de reparar una fuga, y al que encontró en la puerta de aquella maldita iglesia, que encontraba continuamente sin querer hacerlo, dejó el coche en la entrada del garaje. Cuando el buen hombre salió para recoger el coche, soltó un “mondieu” y puso cara de estupor.

El cristal era una amalgama de insectos, lo mismo que el frontal con seis faros que adornaba el morro del coche. Dos pájaros que retiró apresuradamente, para que la señora, a pesar de estar lejos de allí, no pudiera ver muertos, y una gran mancha de sangre en el deflector de los bajos. En el interior , un surtido de luces de colores en el cuadro daban fe de fallos en el alternador, presión de aceite, exceso de temperatura, nivel bajo de combustible y fallos en la inyección. Cuando abrió el capot, y una vez retirados los restos de un gato atropellado, verificó una fuga de aceite en la culata izquierda, algo insólito en aquel motor, mimado en extremo. Ahora encontraba explicación al estado del motor de la moto del tipo aquel, en pocas horas había conseguido envejecer el del coche a niveles del de su máquina. Al día siguiente, del modo que fuera, debería tener la Sanglas a punto, para que el individuo aquel desapareciera de allí, so pena de fulminar la colección de coches de la familia, en menos que canta un gallo.

Clemente recogió sus obsequios y se dirigió a la casa. Quizás mañana fuera un buen día para proseguir su camino. A pesar de estar bien acogido en aquella casa. Un gran revuelo de aves le devolvió a la realidad. Parecía que ellas también deseaban su partida. Cuestión de supervivencia.>>

Continuará.</las>

jokerdh
20/09/2014, 18:02
Habra que sacar pegatinas y llaveros de Clemente!!

Edu65
20/09/2014, 18:26
<style> <!-- /* Font Definitions */ @font-face {font-family:Cambria; panose-1:2 4 5 3 5 4 6 3 2 4; mso-font-charset:0; mso-generic-font-family:auto; mso-font-pitch:variable; mso-font-signature:3 0 0 0 1 0;} /* Style Definitions */ p.MsoNormal, li.MsoNormal, div.MsoNormal {mso-style-parent:""; margin-top:0cm; margin-right:0cm; margin-bottom:10.0pt; margin-left:0cm; mso-pagination:widow-orphan; font-size:12.0pt; font-family:"Times New Roman"; mso-ascii-font-family:Cambria; mso-ascii-theme-font:minor-latin; mso-fareast-font-family:Cambria; mso-fareast-theme-font:minor-latin; mso-hansi-font-family:Cambria; mso-hansi-theme-font:minor-latin; mso-bidi-font-family:"Times New Roman"; mso-bidi-theme-font:minor-bidi; mso-fareast-language:EN-US;} @page Section1 {size:612.0pt 792.0pt; margin:70.85pt 3.0cm 70.85pt 3.0cm; mso-header-margin:36.0pt; mso-footer-margin:36.0pt; mso-paper-source:0;} div.Section1 {page:Section1;} --> </style> XVIIº

<<Aquella velada hizo entrega de los obsequios a Domingo, que había vuelto de resolver algunos asuntos privados. Extrañamente ninguno de los dos estaba de humor para cenar y decidieron retirarse temprano a descansar. Clemente por tener que madrugar para seguir su recorrido, y “Dodó” para descansar de Clemente.

No es que hubiese sido una mala compañía, todo lo contrario, pero es que la vida sosegada y tranquila que llevaba en la campiña francesa, una vez truncada por el desenfreno de aquel hombre, que pronto sería pariente, le había llevado al agotamiento físico. Además aquella visita le hizo recordar como eran los días de juerga en su país natal, nada parecidos a los de este lado de los Pirineos. Echaría de menos a Clemente, sin lugar a dudas.

A una hora de allí, su esposa Odile, recobraba en manos de un nutrido grupo de facultativos, la presencia de ánimo necesaria para continuar viviendo. Aquel espíritu noble, se había visto sobrepasado por los acontecimientos; por un momento temió por su vida, y por la de sus invitados. Recordaba nítidamente la imagen de la baronesa de Petitfeulle, corriendo despavorida por el pasillo, absolutamente empapada y con las prendas intimas en los tobillos, dificultándole sobremanera la huida del ataque terrorista. Tenía viva la imagen de su caída, producto de un tropiezo, que acabó con la baronesa, y sus ciento treinta kilos de humanidad, abalanzándose sobre la cómoda de ébano, arrastrando en su ruidoso desplome todos los portarretratos de plata y un jarrón con un ramo de petunias preciosas. Pidió a la enfermera que la atendía que subiera el volumen del “Lago de los cisnes” de Tchaikowsky, y se adormeció y soñó que podía volar, una vez más.

Clemente despertó temprano. A pesar de haberse duchado el día anterior, tomó otro baño. Mirándose al espejo, observó como un lado de su bigote, el que había resultado chamuscado, desentonaba con el otro. Por primera vez sufrió un ataque de vanidad y decidió arreglar el entuerto. Como era una persona ingeniosa y practica, no pensó en recortarse el mostacho e intentar igualar su aspecto y longitud. Su mente clara le llevo a coger el mechero que tenía en el equipaje, y prenderle fuego a los pelos que estaban intactos. De ese modo no cabía duda que ambos lados del bigote se igualarían. Nuevamente tuvo un error de cálculo, y ese lado prendió de forma más viva que lo supuesto. Para cuando quiso apagar el incendio capilar, ya era tarde. Ahora ese lado del bigote estaba peor que el otro. Tirando de su vena lógica, decidió dejarlo tal y como estaba y dar por concluido el asunto. Tanto daba.

Desayunó levemente a pesar de no haber tomado nada la noche anterior. La chica de servicio le sirvió café con leche y una especie de bizcocho infecto y repugnante llamado Pain d´epices, untado en mantequilla. Él era más de tostadas, aceite y ajo.

Salió al exterior con su equipaje, ayudado por la chica, y descubrió su Sanglas en perfecto estado esperándole en la puerta del garaje. El jardinero portugués le ayudó a estibar las alforjas, la bolsa, la paellera levemente abollada en un asa, y el camping-gas. También tradujo lo que el mecánico le iba diciendo. Había conseguido la válvula que sustituyó a la estropeada en una concesión de Zaragoza. Para ello su yerno condujo todo el día anterior y él había pasado la noche en vela reparando la moto con tal de verlo largarse cuanto antes. Esto último no fue traducido por el hombre. Afinó todo el motor, rectificó la culata, cambió rodamientos de la rueda trasera. Apretó cada tormillo y lo fijo con una cola especial, endureció la suspensión trasera que era la causante de la terrible oscilación de la moto. Dijo que lo mejor de la moto, era una soldadura que tenía perfectamente realizada en el portabultos trasero, y le deseó que nunca más volviera por allí. Esto tampoco fue traducido.

Clemente agradeció al hombre su esfuerzo, y en su fuero interno pensaba que era un poco fantasma, y que no debía saber mucho de mecánica, y que lo único que hacía era pasar el rato quitándole el polvo a los coches viejos que custodiaba en el pabellón. No sabía que aquel hombre había sido mecánico oficial de una escudería en los años treinta, ganadora de varios Grand Prix con un Bugati Type 19. Usó el baño del pabellón para aliviar su vejiga, y de regreso a la moto ralló accidentalmente con el llavero que colgaba de su pantalón, el DS Cabriolet que aún tenía la pintura original. Gracias a Dios, la ralladura apenas tenía treinta centímetros y nadie le había visto.

Ya subido en la moto, percibió que esta vibraba menos, y cuando iba a meter primera, vio a lo lejos a Domingo ataviado con un pijama verde con motivos en rojo que representaban el “Ave Fénix” cómo se acercaba a despedirse. Bajó de la moto, y abrazó la humanidad de su nuevo amigo, y casi pariente. Se despidieron.

Ya de ruta, su próximo destino sería la capital del país. Según parecía Paris era una ciudad impresionante, llena de museos, de grandes avenidas, tiendas fantásticas, con edificios majestuosos, y bulliciosa. Para él fueron dos días aburridos, y no había nada que reseñar. Una gran torre oxidada, llena de luces y plagada de gente, mucha iglesia, malos bares, y un tráfico caótico. En unos barrios, todos sus moradores eran negros, en otros vietnamitas, en el del al lado argelinos, y donde el estaba alojado, en las afueras, todos eran armenios. Fueron dos días aburridísimos, y para nada recomendables, exceptuando el barrio de Pigalle, donde por lo menos había gente normal por las calles, muchas putas en las puertas de los cabaretes, clientes que fumaban droga, e incluso un tío al que le faltaba un ojo, le ofreció pastillas iguales a las suyas.

Al tercer día salía de Paris por la A26, dirección a Calais, con intención de tomar el Ferry para Dover, y pisar por fin tierras inglesas. El viaje de poco menos de trescientos kilómetros podría ser recorrido en unas tres horas y media, según calculó. Volvió a anotar que en un viaje nunca se pueden hacer pronósticos a la ligera, y sólo salir de Paris, le tomó una hora larga. Un motivo más para no aconsejar a nadie ir a ver una de las ciudades más horrorosas del mundo.

La moto se comportaba de una manera exquisita. Aquel hombre había tenido mucha suerte y sólo la fortuna, había sido la causante de que acertara en los reglajes de la máquina. No solo corría más, sino mejor. Apenas oscilaba, y el motor, mucho menos vibrante que antes, era capaz de puntas de entre ciento treinta y ciento cincuenta de marcador. Oscilaba de la misma manera que siempre, así que aquel tipo “no era tan bueno” en lo suyo.

A medida que se acercaba al punto de destino empezó a recordar que la travesía en barco iba a ser el momento más complicado del viaje. No era amigo de barcos, pero era la única manera de atravesar el canal. Decían que estaba proyectado un túnel bajo el agua, pero eso era a todas luces imposible. Cómo que el no había echo túneles en la playa con los idiotas de sus sobrinos, y apenas soportaban medio minuto y eso que eran de la longitud de un brazo. Pensó que el ser humano es a veces un poco presuntuoso, y aquel era un ejemplo de ello.

A pocos minutos de llegar pudo observar como el creciente tráfico, estaba plagado de matrículas extranjeras. Por una vez pensó en matrículas no francesas. Mucha autocaravana con ancianos sonrientes y de color muy blanco. Coches con niños pegados a las ventanillas, o adolescentes con cara de mala leche. También observó mucho movimiento de motos. Italianos, holandeses, alemanes con motos estupendas y nuevas, casi todas BMW, ingleses de regreso a casa, y tan sólo un español, un chico de Málaga a lomos de una Guzzi California, que según le dijo, iba como casi todos los otros a la Isla de Man, donde se celebraba una afamada carrera. El chaval, todo simpatía, le felicitó por la gesta de llegar allí con ”esa motillo”, y le deseó suerte “porque la vas a necesitar”. Clemente ofendido, le escupió con fuerza y se dio cuenta de la tontería cuando el gargajo se estampo en el interior de su visera.

Llegó al puerto de Calais, donde todo estaba muy organizado. Aparcó la moto en la zona habilitada y entró en la terminal para comprar el pasaje. Lo hizo al lado de unos motoristas suizos que parecían salidos de un escaparate. Las motos, unas Honda Goldwing GL 1100, una de color negro y las otras dos granates. Le miraron, como ya venía siendo habitual, con cierto aire de desprecio y de superioridad y él les devolvió la cortesía con el dedo central de su mano elevado. Observó cierta tensión en el ambiente, y como dos de los suizos, cuya fama no iba más allá que la de hacer un tipo de bollería, sujetaban al otro que parecía dispuesto a pedir explicaciones.

En la cola para obtener pasaje, los suizos estaban por delante de él. Risitas poco disimuladas, miradas de reojo y reprobaciones a su aspecto, poco sofisticado. Decidió pasar de ellos, y disfrutar del día perfecto que había salido. El sol del mediodía brillaba en lo alto, unos veintidós grados de temperatura, el mar como un espejo, apenas unas olas pequeñas. Si duda las condiciones ideales para un travesía en barco. Seguía estando nervioso, pero le reconfortaba saber que eran sólo unos treinta y cinco kilómetros de travesía, y que por muy lento que fuera el buque, sería un paseo breve.

Después de pedir su pasaje hablando en voz muy alta y despacio para que le entendieran mejor, y tras comprobar que la chica del mostrador hablaba castellano a la perfección, lo mismo que francés, inglés, italiano y sabe dios cuantos mas idiomas, cogió la moto y se dirigió a la cola de embarque. Aunque faltaban cuarenta minutos para comenzar la maniobra, era mejor estar prevenido. Observó como la tripulación, todos asiáticos, manipulaban cuerdas, llaves, revisaban la plataforma de acceso. El navío se llamaba Oxfordshire y tenía la pintura un poco deteriorada. Pensó en que el hermano pequeño de su amigo Jorge, que era pintor de brocha gorda, tendría faena para bastante tiempo, y lamentó no tener ninguna tarjeta de él para dejarla por si le querían llamar. Tenía fama de trabajar bien y barato.

Llegó la hora de embarcar y se sintió afortunado al ver que los suizos estaban muy por detrás de él en la larga cola. Embarcaría antes que ellos, a joderse tocan. Cuando llegó a la barrera, el policía de aduanas que le pidió la documentación, lo apartó de la fila. Mientras, los demás iban embarcando y Clemente se empezó a poner nervioso. La fila de camiones también avanzaba diligentemente. Revisó su pasaporte tres veces, empezaba a ser una maldita costumbre, y le interrogó sobre su visita al Reino Unido. Le dijo que turismo, y ver Inglaterra. Registraron el equipaje, y dieron con las pastillas. Clemente que sabía como mantener la calma, les dijo que eran para el mareo, que tenía cierta propensión al desmayo inoportuno, y que aquello le aliviaba la patología. Los suizos pasaron delante de él, y el policía ni les miró.

Por fin, justo en el instante en que un miembro de la tripulación que iba uniformado y con gorra pasó por delante de él mirando al cielo con cara de pocos amigos, el funcionario le dio vía libre. Uno de los asiáticos le indicó que subiera por la rampa con cuidado, y en el leve despiste que le provocó una morenaza que estaba en un coche al lado de su moto, Clemente se aproximó en extremo al borde de la rampa, y con la paellera le sacudió un golpe en la entrepierna a un buen hombre que ayudaba en el embarque, y este perdió el equilibrio, producto del dolor que produce tal circunstancia, cayendo a plomo y dando dos volteretas antes de amerizar de un espaldazo seco. Para cuando izaron al señor, Clemente ya se había esfumado al interior del buque, y ya que nadie pudo dar una descripción fideligna de la cara del motorista, a pesar de haber docenas de personas por allí, la cosa no pasó a mayores. Era un tipo que podías estar mirando detenidamente durante horas, y al poco no recordar ni uno de sus rasgos.

Le hicieron colocar su moto en uno de los sitios mas difíciles de la plataforma. Un rincón donde había un extractor de humos muy ruidoso y que llenaba todo de polvillo. Sin duda que la moto acabaría perdida de polvo, lo cual no era ajeno a los suizos que reían sin disimulo, mientras amarraban con ayuda de un filipino las motos en un lugar amplio y cómodo. Justo al lado de los camiones que ocupaban el centro de la embarcación, para estabilizar el barco. Clemente tardó en encontrar eslingas para sujetar la moto, y las que le ofrecieron, no estaban en el mejor estado del mundo. Pidió a un miembro de la tripulación ayuda y este le hizo saber por señas que no podía atenderle ya que llevaba ropa seca aun compañero que se había caído al mar.

Cogió la bolsa sobre depósito y abandonó la bodega del barco. Justo en ese momento sonó un tremendo pitido, que al parecer anunciaba la partida del barco. Se apresuró en subir a una cubierta para ver la maniobra, y detectó donde se encontraba uno de los bares del a nave. Necesitaba algo para templarse. Cuando el barco hubo zarpado y ya encaminaba la salida del puerto, volvió a observar como un marino miraba al horizonte y sacudía la cabeza con gesto de desaprobación. El miró hacía el punto donde miró el marino, y tan sólo vio unas nubecillas de color gris intenso. Muy alejadas y con aspecto de inofensivas, a buen seguro que no serían motivo de preocupación.

Ya en el bar, un par de vermús contribuyeron a un estado de calma controlada. Apenas se divisaba la costa, y era meridianamente claro que aquella era una ruta muy transitada. Enormes buques de carga, un petrolero inmenso, varios ferrys e incluso un velero con bandera de Gibraltar, guiado por una pareja de individuos con barba y quemados por el sol. El día ya no era un día soleado. Las nubecillas, eran ya un manto de nubes negras, y empezaba a soplar un fuerte viento. La mar ya no era un espejo, las olas empezaban a ser lo que se llama “pedazo de olas del carajo” , y aquel montón de hierro a medio pintar se sacudía con fuerza.

Miembros de la tripulación corrían de un lado para otro despejando la cubierta del pasaje. Obligaron a todos a sentarse en las butacas, cerraron el bar, donde los camareros recogían la vajilla y las botellas a toda prisa, y fue cuando Clemente se empezó a preocupar. Entonces y cuando vio como los tripulantes iban de un lado a otro corriendo, intentando mantener el equilibrio, enfundados en chalecos salvavidas.

Una fuerte ola sacudió el barco. Este crujió de una manera brutal, se tambaleó de un lado para otro, y se apercibía el ruido de las máquinas funcionando a toda potencia. De nuevo una sacudida, esta vez mayor si cabe. Y una tercera. Las mujeres gritaban, y los niños reían divertidos con aquella especie de montaña rusa marítima.

Fue la travesía mas horrorosa en décadas, tal y como afirmó el capitán horas más tarde. Nunca en su ya larga carrera de marino había estado a merced de las olas durante tanto tiempo. Hubo que demorar seis horas la entrada al puerto de Dover, por la ingobernabilidad de la nave. Una vez pasada la galerna, se supo que al menos dos buques que habían quedado a la deriva zozobraron. Un pequeño velero, había sido engullido por una ola de diez metros y sus dos tripulantes, que estaban dando la vuelta al mundo, habían podido ser rescatados por un paquebote de forma milagrosa.

Por lo que respecta a Clemente, no fue consciente de prácticamente nada. Después de vomitar dos veces, se había desmayado, y pasó todo el rato en estado comatoso.

En sus desvaríos se creyó Cristóbal Colón, vio a Odile vestida de papagayo volando sobre el portaviones Eisenhower, a domingo disparando a los tres suizos con un trabuco de borda, y a la Pepi montada a horcajadas sobre el casco del Poseidón hundido.

Una vez reanimado por un equipo médico trasladado de urgencia al buque, lamentó haber vomitado sobre la señora que ocupaba la butaca delantera. De todos modos ella aún no había recobrado la consciencia y no le importó demasiado. Media hora más tarde bajó a las bodegas, donde una especie de cataclismo parecía haber sacudido el interior. Tripulantes de un lado a otro, agentes de seguros fotografiando todo, policía de aduanas, servicio de emergencias, bomberos e incluso un capellán prestaban asistencia a los pasajeros. Una autocaravana estaba desmantelada por completo, un Fiat 130 se había soltado de amarre y estaba sobre un descapotable Mercedes. Un camión había perdido su cargamento rodamientos de acero reforzado, y otro cargado con pequeños contenedores de productos químicos había desparramado parte de su carga sobre las motos de los suizos, que ya daban por perdidas sus máquinas, que humeaban a causa de los ácidos desprendidos. Lamentablemente para ellos, ahora ya no encontraban motivos para reír. Clemente les saludó con el dedo corazón en todo lo alto.

En cambio la Sanglas se encontraba en estado impecable, gracias a su emplazamiento, a priori desafortunado. Le hicieron desembarcar lo más rápido posible, y descendió la rampa con dificultad. De nuevo un tímido sol le dio la bienvenida a la pérfida albión. Allí un empleado de la naviera le preguntó si tenía alguna reclamación que hacer, y el buen Clemente le dijo que si, que habían cerrado el bar y que eso era intolerable. La cara de sorpresa del hombre fue memorable. Siguió la marcha y leyó a lo lejos “Welcome to the United Kingdom”.>>

Continuará.

Cherokee
20/09/2014, 18:50
Como mola el Clemente :aplauso:

Edu65
24/09/2014, 19:52
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<<Acababa de desembarcar. El paisaje era desolador y la Gran Bretaña le daba la bienvenida de forma abrupta. El escenario era terrible. Vehículos desembarcando del buque llenos de abolladuras, roces y alguno siniestrado por completo. En la explanada, servicios de emergencia atendían a los pasajeros heridos. Una señora se quejaba de que alguien le había vomitado encima, y un capellán trataba de serenarla. Un equipo de sicólogos prestaban ayuda a quien pudiera necesitarla, y miembros del partido laborista daban un mitin culpando del desastre a la oposición.

No lejos de allí, Clemente pudo observar como en otro barco amarrado en el mismo muelle, la policía británica detenía a un hombre. Se comentaba que el buque en cuestión, de bandera panameña, perteneciente a una naviera de las Islas Caimán, a su vez propiedad de un grupo inversor suizo, de capital kuwaití, con un capitán griego, y con la mitad de la tripulación filipina y la otra mitad nigeriana, hacía entrega a las autoridades de un naufrago que había sido rescatado frente a las costas españolas en el Golfo de Vizcaya. Al parecer dicho hombre juraba que se había tirado al río Bidasoa cuando iba a ser detenido injustamente por la gendarmería gala. La corriente del río lo arrastró mar adentro y cuando ya temía por su vida, el barco en cuestión, que salía del puerto de Pasajes, lo rescató y le presto cuidados hasta llegar a Inglaterra.

Tuvo la fortuna de que el capitán del barco, solía navegar lo más próximo a la costa, para así poder otear con los prismáticos a los bañistas. Tenía predilección por las playas nudistas, aunque de vez en cuando observaba con detenimiento a cierta clase de gente que le llamaba la atención, sin importarle que la playa no lo fuera. En esta travesía, tal y como anotó en su cuaderno de bitácora, se quedo perplejo al observar en la playa a un tipo con bigote, que lucía una barriga cervecera y que corría con un perro de un lado para otro sin descanso. Tal era el nivel de energía que desprendían ambos, que no dudo en dar cuenta de ello, con la pertinente anotación.

El naufrago rescatado, había sido funcionario postal y padecía de graves lesiones en ambas rodillas, que además, presentaban grandes moraduras producto del aporreamiento de la policía francesa. También eran apreciables las marcas de graves quemaduras en el cuero cabelludo, y un estado de gran excitación.

A Clemente le llamó la atención que el individuo que estaba siendo entregado a las autoridades, se resistía y lanzaba improperios en castellano. Le deseaba vehementemente toda suerte de infortunios al clero, y muy en especial a su cabeza visible en la tierra. No le resultó del todo desconocido el tipo, si bien la distancia a la que se encontraba, no permitía reconocerle. El infeliz apenas podía caminar, siendo apremiado a introducirse en el furgón celular a base de empujones y azuzándole a un mastín, que resultaba de lo más convincente para el cometido, a pesar del padecimiento y del dolor.

Oteó el horizonte en busca de la salida de embarcadero. Vio a lo lejos un paso con barrera donde algunos coches y camiones, ya hacían cola para pasar el control fronterizo. Se colocó detrás de una grúa que llevaba las tres motos de matricula suiza y que dejaban ver daños irreparables. Los propietarios, con muy mala cara, iban de pasajeros en un taxi, rumbo a algún aeropuerto que los repatriara a su país.

Cuando le llegó el turno de pasar por la aduana, la gestión fue muy rápida. Para no entorpecer la salida del furgón policial que llevaba al naufrago, que gritaba enloquecido reclamando Gibraltar, con destino al calabozo más cercano, el funcionario de turno le dio los papeles y muy gentilmente la bienvenida al Reino Unido. Grandes carteles recordaban en varios idiomas que se debía circular por el lado izquierdo de la calzada. Dichos carteles los vio durante varios kilómetros, hasta que súbitamente dejaban de verse. Clemente pensó que ya, o te habías habituado a conducir al revés, o bien ya te habías matado en un accidente. Afortunadamente el iba en moto y eso facilitaba mucho las cosas.

Y ahora que ya se encontraba en su destino, notaba como un sabor agridulce. La alegría de haber conseguido la meta, y la tristeza de tener que regresar. No obstante, y pese a que su presupuesto había disminuido considerablemente, decidió que ya que estaba allí, visitaría el país durante algunos días. Cayó en la cuenta que no tenía un objetivo para el viaje. Tan sólo había decidido llegar a Inglaterra, sin pararse a pensar que una vez allí, debería hacer “algo”. No formaba parte de su plan ir a aquella isla de la que le había hablado el motorista de Málaga, y tampoco visitar Londres. Tenía claro que las grandes urbes son aburridísimas, y que no se le había perdido nada allí. Ya bastaba con haber visitado Paris, en la cual no había gran cosa que hacer ni ver, y sospechaba que aquí pasaría lo mismo.

Con el mapa de Gran Bretaña en la mano, tomó la decisión de ir hacia el oeste. Usaría carreteras secundarias y se alejaría de las principales. Intentaría entablar amistad con los paisanos y, a ser posible, degustar los caldos y los destilados de la tierra. Sabía de buena tinta que eran grandes bebedores, y sin ir más lejos, pensó en la Reina Madre y su presunta afición a los gin-tonics. Tenía la certeza de que en caso de ser incinerada, tardaría varios días en extinguirse las llamas.

Escogió al azar la población de New Romney. Distaba a unos treinta kilómetros y parecía un sitio acogedor. No sabía muy bien a que se debía ese sentimiento, pero fue una corazonada.

No calibró muy bien el trabajo. Si la campiña francesa era un sin fin de cruces, todos con indicaciones en extranjero, esto era todavía peor. Había muchos más cruces, las carreteras eran mucho mas estrechas, y la gente conducía al revés del mundo. Lo recordaba cada vez que se encontraba de frente a otro vehículo. La primera vez esquivó sin mucha dificultad a una furgoneta Bedford, ya que el conductor tuvo a bien salirse de la carretera y destrozar en el cortés gesto, una magnifica cabina de teléfonos de color rojo, con gran estruendo. Como salían en las películas, así era la cabina.

La segunda vez se topó con un Opel Manta de color blanco. En esta ocasión fue él quien hubo de apartarse, so pena de fallecer en el acto. Todo sea dicho que el coche en cuestión iba a una velocidad inadecuada, y que Clemente iba despistado tratando de quitarse un moco, cosa harto difícil si se usa casco integral y guantes. El resultado fue que hubo de traspasar violentamente una valla de madera y adentrarse a toda velocidad en un prado que servía de aeródromo local. Afortunadamente, no llegó a atravesar el lugar donde aterrizaban los aeroplanos, ya que en ese momento una Cessna Super Eagle tomaba tierra, para asombro de los dos tripulantes que vieron como una moto a toda velocidad, patinaba en el césped y caía con estrépito en medio del verde, saliendo despedido el motorista, al parecer sin consecuencias.

Sentado en el césped vio como se acercaba a la carrera un hombre que hacía sonar un silbato. Simultáneamente agitaba una bandera ajedrezada y hacía grandes aspavientos.
También se acercó el muchacho que conducía el coche. Un tipo rubio con grandes melenas y que usaba unas gafas de sol muy parecidas a las suyas de montura blanca.
Le hablaban atropelladamente, y cambiaron el rictus cuando vieron que Clemente se ponía de pie motu proprio. Cuando dijo “mecaguenlaputa” y “mepodíahabarmatao”, comprendieron que era un extranjero. Pero era un hombre de suerte, eso ya lo hemos remarcado alguna vez, y el muchacho del deportivo, veraneaba en Lloret de Mar, donde conocía al dedillo todos los pubs y discotecas de la zona. Era por eso que algo de castellano hablaba. Lo suficiente para entenderse con Clemente, que tampoco era muy locuaz y amigo de vocablos extraños.

Unos minuto más tarde, manchado de barro, y ya con la moto en pie, pudieron observar que la máquina tenía una rueda pinchada y el guardabarros delantero, levemente abollado. La paellera había amortiguado el golpe, y tan solo el camping-gas había salido rodando y haciendo “shhhhhhhhhhh”, hasta que alguien cerró la llave de paso.

El hombre del coche insistió en no llamar a Scotland Yard. Él le llevaría a su casa, próxima al lugar, buscaría alguien que reparara el pinchazo, e incluso se ofreció a facilitarle alojamiento para esa noche. Conducía como un loco, pero era simpático, aunque a decir verdad, quien circulaba en sentido contrario y despistado era él.

La casa del chico estaba cerca. Una casita de campo, rodeada de docenas de ellas del mismo tipo y del mismo color rojizo y triste. En el garaje guardaba el Opel Manta, otro Opel Ascona y un Ford Escort RS 2000 del 74. En un rincón tenía una especie de cuarto pequeño con un camastro donde podría dormir. Del techo colgaba una viola agujereada y con una bombilla dentro a modo de lámpara, y la pared estaba decorada con multitud de fotos de Britt Ekland en bikini. Una colección de discos de los Rolling Stone y otra de un tal Van Morrison. Olía a humedad, pero no parecía un mal lugar donde dormir. Empezaba a dolerle la espalda y las piernas. Su accidente y la travesía marítima le pasaban factura.

Con ayuda del chico, desmontaron la rueda delantera de la moto y este le dijo que se la iban a acercar a un conocido que reparaba motos antiguas, y que era un hombre que sin duda admiraría la moto vieja de Clemente. No supo si ofenderse o sentirse halagado. Ya había oído que en este país muchas personas sentían admiración por lo antiguo y que algunos autos y motos antiguas eran objeto de culto.

El chico abrió el maletero del Opel Manta e introdujo la rueda. Mientras tanto Clemente se fue a acomodar en el interior. Para su sorpresa el lado del copiloto también tenía volante. Había olvidado que en aquel sitio la gente conduce al revés, y entre sonrisas del muchacho, cambió de asiento, este sin volante, y ya por fin se sentó en el lado equivocado, pero que aquí era el correcto.

El coche arrancó con un ruido ensordecedor. Fue entonces cuando observo que carecía de todo acolchado interior. Incluso no tenía asientos traseros y su lugar lo ocupaba una especie de jaula de tubos con una redecilla en medio. Cuando hubo estado en la carretera, el endiablado coche salió a toda pastilla, dando bandazos. Un estado de locura pareció invadir al conductor, iba rapidísimo y cuando llegaba a una curva, balanceaba el coche y este se cruzaba escandalosamente. Entendió la insistencia en no llamar a la policía, tal vez tuviera cuentas pendientes con ellos por conducción temeraria. Fue una experiencia alucinante, y ya soñaba con poder conducir algún día así.

El amigo del muchacho era un señor mayor, de unos sesenta años. Tenía un descampado lleno de objetos varios, desde una apisonadora, pasando por arados, tractores, un tanque de la segunda guerra mundial, varios remolques, una rotativa, calderos de bronce, un alambique inmenso, coches desguazados, y en un apartado, un caballo enorme atado a un poste de alta tensión.

En el cobertizo que servía de taller, había multitud de herramientas, tornos, fresas, taladros, todos muy antiguos pero que parecían funcionar perfectamente. Sobre un banco de trabajo herramientas diseminadas, y lo que parecía ser una moto tapada con una lona que impedía su visión.

Una vez al tanto de su problema, pasó a reparar el pinchazo, pero para su desolación, observó que la rueda tenía al menos tres radios partidos, y no tenía repuesto para su reparación. No obstante, al día siguiente había una feria de compra venta de toda clase de vehículos en las cercanías y podrían ir a buscar el repuesto.

El hombre parecía encontrarse enfermo, o acaso muy fatigado. La misma sensación invadía a Clemente, y fue cuando el anfitrión saco unas jarras de cerveza que Clemente tuvo la magnifica idea de ofrecerles unas de sus pastillas reconstituyentes. El hombre al principio fue reacio, pero cuando vio que Clemente se tomaba una y el chico joven dos, hizo lo propio. Mano de santo.

Media hora, dos jarras de medio litro de cerveza y dos grandes vasos de ginebra más tarde, el hombre cantaba a voz en grito mientras con el acetileno prendido dibujaba figuras de fuego en el aire. El chico cabalgaba desnudo a lomos del caballo, gritando “viva Lloret” y Clemente imaginaba que era el general Paton sentado en el gran tanque, que gracias a Dios, no habían conseguido arrancar.

El dueño del lugar ejercía ahora de artillero en el aparato, sin parar de cantar canciones celtas, y abriendo una caja de munición introdujo un obús en el cargador del cañón. No se sabe cómo, pero de modo accidental y al ir a coger otro vaso de ginebra que había subido a bordo del tanque, Clemente accionó el disparador del cañón. Afortunadamente el dispositivo falló. Víctima del óxido, o de un desajuste, no se produjo el disparo. Durante un buen rato manipularon toda suerte de palancas, manubrios y teclas, y cuando se aburrieron salieron a correr un poco detrás del chico y el caballo, que ya estaba agotado.

En plena euforia decidieron ir a tomar la última al pub de las afueras. El chico consiguió vestirse y el hombre mayor, ya un poco afónico, seguía con el repertorio de canciones. Para incrementar la diversión, dejaron conducir a Clemente hasta el bar. El chico iba sentado entre el enjambre de tubos traseros y el hombre mayor asomaba medio cuerpo por la ventana, indicando a grito pelado por donde debía ir el coche.

Clemente se liaba al buscar la palanca del cambio en el lado habitual, y una vez consiguió meter la tercera, desistió de cambiar más. Recorrieron las apenas cuatro millas a toda velocidad, con el motor rugiendo a mas de seis mil vueltas y a unos ciento cuarenta por hora. La reina fortuna hizo que no se cruzaran con nadie por el camino, aunque el hombre dijo que había notado cómo le golpeaban en la cabeza las ramas de algún arbusto.

Entraron al pub cogidos por los hombros cantando. Los parroquianos, que eran gente acogedora, y que ya estaban bastante borrachos, al menos tanto como el dueño del local, se unieron a los cánticos, que Clemente desconocía, pero que cantaba diciendo”lololo”.

La noche pasaba de la manera más divertida que se pueda imaginar, hasta que en un momento dado se oyó una especie de detonación. Algo así cómo un disparo de cañón decían los ancianos que habían vivido el asedio de los nazis. La realidad es que en la finca del hombre, el caballo que había quedado suelto, le dio una coz tremenda al tanque y esté de manera espontánea había sido capaz de disparar el obús, gracias ala manipulación previa de los mandos de control.

Fue un disparo certero. A unas millas de allí, ardía una avioneta Cessna Super Eagle a causa de un disparo de un tanque A12 Matilda. La policia que investigó el hecho, exculpó al propietario del arma mortífera, ya que este y sus dos amigos se hallaban desde hacía horas en el pub del pueblo y no pudieron de ningún modo ser causantes del hecho. El suceso causó gran conmoción en la localidad, ya que se sospechaba de una banda de ladrones que merodeaba por las inmediaciones y que pudieron ser artífices del atentado.

Con los efectos de las píldoras en declive, regresaron a sus lugares de acogida, ya que al día siguiente debería ir a la feria, para ver de reparar la rueda de la Sanglas. El hombre sabía de la marca, había oído hablar de ella, e incluso le participó que había un Club Sanglas en las islas, donde se debatía sobre la marca y su fama de moto robusta, a pesar de tener un sistema eléctrico deficiente. Les esperaba un día intenso y lleno de sorpresas.>>

Continuará.
XIXº

<< Clemente llegó a la feria acompañado por sus dos nuevos amigos. Era curioso la facilidad que tenía para hacer nuevas amistades, él que siempre había sido un hombre callado y poco dado a sociabilizar. Estaba claro que era un tipo sociable, pero con dificultades para sociabilizar, y punto.

La feria era una gran explanada situada en medio de un campo. Su extensión era enorme y docenas, mejor dicho cientos de vehículos, se apiñaban con cierto orden para ser exhibidos, vendidos, o trocados. Era una especie de cuerno de la abundancia del mundo del motor.

Nada más entrar había una exposición de vehículos industriales. Viejos tractores Fordson, Massey-Ferguson, Deutz y un curioso Lanz de un solo cilindro de mas de diez mil centímetros cúbicos, diesel de dos tiempos. Apisonadoras de todo tipo, maquinas de vapor que unidas a unas grandes poleas servían de motor para infinidad de usos. Una de ellas hacía funcionar una gran sierra gigante que aserraba tablones a partir de un tronco.

Pequeños trenes, en los cuales iban sentados sobre los vagones y máquinas, los felices propietarios. Camiones de marcas inimaginables Bedford, Babcok, ERF, Berliet, Unic, Seddon Atkinson. Todos ellos en estado de revista. Incluso un Pegaso Europa y un más nuevo Troner.

Coches clásicos y nuevos. MG Midget, Austin Seven, Morris Minor, multitud de Triumph TR3, TR4, TR5, Spitfire, TVR, Marcos, un De Tomaso Pantera impresionante, un rarísimo Bizarrini con motor americano V8, Lotus, Morgan, Jaguar, Lamborghinis, Ferraris, AC, Aston Martín y otros muchos.

Clubes de marcas, competiciones de “mejor sonido”, donde un Chevrolet Corvette Stingray con motor de 7,2 litros tenía las de ganar, con borboteo al ralentí que parecía un concierto de 20 Sanglas acompasadas a la perfección.

Todas las motos del mundo, BSA, Norton, Harley Davidson, Triumph, AJS, Vincent, Brough Superior, Velocette, Terrot, Indian, Montesa, Ossa, Bultaco, en especial una Bultaco Astro, Zundapp, CZ, Jawa, BMW, DKW, Aermachi, Gilera, MV Agusta, y docenas más.

Pero el éxtasis le llegó cuando entre la multitud observó una Sanglas 400 de color negro y con cromados. El hombre que la custodiaba le sacaba brillo con un paño. A su lado tenía otra moto española; una Soriano, y un poco más allá un sidecar que dejó embobado a Clemente. Por fin un vehículo capaz de aunar todas las ventajas de la moto y el coche, pensó. Justamente lo opuesto a lo que pensaba la mayor parte de la gente, que con un mínimo de sentido común, no veía más que los inconvenientes de ambos mundos.

Fue tal el estado de excitación que observó el dueño, que no dudó en acercarse a Clemente e intentar entablar una conversación. Por mucho que este le hablaba despacio y gritando, el buen hombre no entendía ni una sola palabra. Si que comprendió que Clemente tenía otra Sanglas, y por eso a voz en grito, algo poco habitual en los ingleses, poco habituados a hablar a voces, se lo hizo saber a los vecinos de exhibición , en claros gestos de que él no era el “único idiota” capaz de tener una moto como aquella.

El hombre le acercó una gran lata de cerveza y ambos brindaron, mientras una señora de nombre Mildred, les tomaba una instantánea para inmortalizar el momento. El señor británico se puso aún más rojo de lo que ya estaba, y se sorprendió al saber que Clemente había llegado sin problemas, era un decir, hasta Inglaterra con la moto en marcha.

Al poco se encontró con le chico joven y su amigo, que en uno de los múltiples garitos, habían conseguido los radios para la rueda de la moto. Dando vueltas, el chico se encaprichó de un Ford Capri RS 3100 retocado por Cosworth, que erogaba unos buenos 300 CV, y apalabró su compra con el vendedor.

Como había que celebrar el evento, se acercaron a unos de los muchos puestos de bebida motorizados, que usaban furgonetas, similares a las que Clemente veía que vendían helados en Peñarara. Tres pintas de cerveza negra y un cartucho de patatas fritas y otro de pescado frito. Él era más de paella, y como mucho boquerones en vinagre. Ver la comida, le hizo pensar que debería llamar a la Pepi, para ver como iba todo. Pensar en ella le producía un sentimiento agridulce, por un lado deseaba estar con ella e intentar abrazarla, aunque no abarcaba todo su perímetro, , y por otro, le atormentaba pensar la noche loca, que no recordaba en absoluto, que protagonizó con la hermana hippie de Odile.

Horas más tarde la moto ya estaba reparada en el taller de su nuevo amigo. Tocaba salir a probar que no hubiera ninguna anomalía en el equilibrado de la llanta. El tipo, con ayuda de Clemente bajó del acomodo la moto que tenía tapada con una lona. La pondría en marcha e irían a dar una breve vuelta. Cuando destapó la lona se pudo ver que era una moto en apariencia normal. Era una Benelli Quatro, vulgar copia italiana de un MJU (motor universal japones), y con una fiabilidad escasa. Conocedor de esos problemas y de otros muchos, la había retocado hasta el infinito, e incluso se había atrevido a colocarle un compresor Roots para aumentar la potencia. Era cierto que la artesanía conllevaba algún inconveniente. Uno de ellos, la falta de medios para verificar el buen funcionamiento del engendro.

La moto sonaba bien, el cuatro en uno que llevaba, era agradable de escuchar, y cuando el motor subía de vueltas, se percibía el silbido del compresor que provenía del mundo de la aviación. También usaba queroseno que robaba en el aeródromo cercano.

Una vez en marcha, Clemente decidió seguir la estela de su compañero. Fue poco rato. Al poco estaban parados por un fallo en una correa que movía el compresor. Varios moteros que pasaron por el lugar, se detuvieron para ofrecer ayuda. Y uno de ellos que llevaba una navaja multiusos, permitió que se hiciera una reparación de emergencia.

De nuevo en ruta, la Benelli parecía ir más fina. Era evidente que en un determinado momento de la marcha, se aceleraba bruscamente, y de no ser por los gestos de preocupación del hombre, Clemente no se hubiera percatado.

Subiendo una colina, y en el intento de seguirle, uno de los estribos de la Sangals rozó en el suelo, sacando chispas. Al principio se asustó, pensando que había vuelto a perder la paellera o el camping-gas, pero al poco se dio cuenta que era el apoyo del pie. La cosa se fue animando, y en un momento dado, cuando más cerca estaba de alcanzarle, debido aun nuevo fallo de la correa, cosa que él desconocía, un autobús de línea se interpuso en la persecución.

La cosa empezaba a torcerse, para más dificultad empezaba a anochecer, y la poca luz de la Sanglas, teniendo en cuenta que no debía utilizar las luces largas, so pena de fundir una vez más un fusible, y viendo que su compañero se decidía a sobrepasar al bus, Clemente decidió que “todos a una”, y realizó una maniobra espectacular.

Adelantó por la izquierda al autobús, sin recordar que estos tipos circulan al revés del mundo. Cuando quiso incorporarse a su carril, dudó por que lado de la calzada debía hacerlo. Unos segundo fatídicos amenizados por el bocinazo del bus que le asustó, una duda que costaría cara. Muy cara. El impacto contra el Bulldozer fue tremendo. Era la tercera vez que sufría un accidente en el poco tiempo de vida motorista que le acompañaba. Y su suerte, esta vez no le iba a ser tan benévola.

Todo se volvió oscuro. Dejó de sentir. Oía voces, olía a hierba húmeda, quizás llovía por que él se sentía mojado, tenía frío, mucho frío, y temblaba, un vago recuerdo de sirenas, gritos de espanto, no entendía algo que le decía una señora y todo se fue al negro.

Al negro absoluto.>>

Continuará.

jokerdh
30/09/2014, 21:47
No puedes dejarnos con Clemente en lo negro!!

Edu65
05/10/2014, 16:14
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<<El transporte había llegado al sitio concertado. Allí una pequeña comitiva formada por la Pepi, su hermano convaleciente, Donato el nuevo compañero de Clemente, y la ausencia del cuarto miembro, el buen amigo Jorge, que se había quedado dormido en el ascensor cuando se dirigía hacia allí, recibieron la gran caja de pino que contenía los restos de la tragedia.

Aquellos momentos tan emotivos tuvieron como consecuencia que la mujer, ya no tan gruesa como antes, rompiera a llorar ante la dura realidad. Aquellos restos nunca más cobrarían vida de nuevo. Tal era su desconsuelo, que por un momento perdió el control y llorando a lágrima viva, y con la visión borrosa, fue a tropezar con la pierna operada de su hermano que gritó víctima del encontronazo.

Donato se había acercado con uno de los furgones del trabajo. Los empleados del transporte, con ayuda de los presentes, básicamente de Donato y Pepi, ya que el hermano se hallaba revolcándose de dolor por el suelo, introdujeron la caja en la furgoneta para, tal y como se había dispuesto, despedir de la manera oportuna lo que contenían.

Un taxi siguió a modo de cortejo al gran furgón hasta la sala donde se iba a depositar la gran urna de madera. En el interior Pepi, y su hermano que seguía lamentando el traspiés de la mujer, lloriqueando, mientras la Pepi, le culpaba a él por no estar ágil y atento y no haberse apartado a tiempo. El buen hombre, muy apocado desde su accidente, desmejorado de su oronda realidad pretérita, obviaba decirle que no había podido apartarse a tiempo, dada su incapacidad para hacerlo, y por un motivo mucho más peregrino. La ropa le estaba tan grande desde que guardaban un régimen alimenticio tan estricto, que le impedía moverse con la necesaria soltura con el fin de evitar el atropello.

Una vez en el lugar de destino, llevaron la gran caja a un estrado del fondo del salón. Allí en breve se oficiaría la despedida oficial. En la caja reposaban los retales del resultado del accidente, que fue brutal. Ni una sola parte había quedado unida a la espina dorsal de la moto. Guardaba en su interior el chasis doblado, restos de una rueda ya que la otra se dio por desaparecida, el depósito y asiento que no había sido posible separar, las pertenencias de Clemente, paellera con tan sólo un asa verde doblada, camping-gas que si uno era curioso, podía acercarse y escuchar un tímido “shhhhhh”, y llamaba la atención el estado impecable de una soldadura que se había realizado a la parrilla portabultos.

Dos horas después, en aquella gran sala, que pasaría a ser en breve el comedor principal de la nueva cervecería de Pepi, se encontraban reunidos, familiares y amigos de la pareja. Todos jarra de cerveza en mano, excepto el hermano de la mujer, futuro cuñado de Clemente, que sostenía un té con limón sin azúcar, brindaron por la despedida de la breve pero fiel compañera de viaje del mismo. En honor del gran viaje de Clemente, el local se llamaría “Cervecería Inglaterra”. Guardarían su siniestro en un almacén anexo como recuerdo de la gran aventura vivida.

Excepto Clemente, que guardaba cama en un hospital de Gran Bretaña, todos lo hicieron con gran sentimiento y dedicación. Al poco, la Pepi debía abandonar la reunión para volver junto a su amado y prometido, y preocuparse de que su recuperación fuese rápida y confortable.


TRES MESES MÁS TARDE.

Una silla de ruedas trasladaba a Clemente el lugar del oficio. Allí, vestida de blanco inmaculado, y acompañada por un tío de Badajoz, que ejercía de padrino, ya que su hermano se encontraba convaleciente de una nueva operación del pie, a raíz de un percance estúpido, esperaba impaciente la llegada del novio.

Por una vez era él, el que se permitía el lujo de llegar tarde. Clemente estaba un poco cambiado. No lucía el bigote, que había tenido que ser afeitado en el Hospital, para curarle alguna de las heridas del rostro. Entre ellas, al igual que el buen hombre que había sido atacado por un enloquecido caballo, la perdida de la oreja derecha, que salió enganchada en la hebilla del casco, producto del violento choque contra el bulldozer.

Seis costillas rotas, le impedían aún hoy, respirar con normalidad. El codo derecho fracturado, la pierna del mismo lado por tres sitios distintos, y una fuerte contusión testicular, junto a múltiples magulladuras, fueron el resultado del impacto. Asimismo perdió tres dientes, que fueron sustituidos por una prótesis dental que le dificultaba el habla.

Su barriga cervecera había pasado a mejor vida y era un recuerdo. El pelo rapado al cero, una palidez notable, y cierto titubeo al hablar por la intolerancia al aparato dental, no restaban presencia a Clemente. A pesar de ir sentado en la silla de ruedas que era empujada por sus dos sobrinos, que reñían para ver quien guiaba el artilugio, estaba elegante con un traje de tweed color gris. La tela había sido comprada por la Pepi en una sastrería de Inglaterra, y confeccionada por un artesano de la ciudad. Los zapatos nuevos, que no habían sido estrenados, le daban una apariencia de parapléjico que no cuadraba con su renovada vitalidad.

En la puerta del templo aguardaba su madrina. La octogenaria madre de Clemente que víctima de una incipiente demencia senil, creía que iban de excursión a Peñiscola. Una vez allí la Pepi se abalanzó sobre su hombre para darle la bienvenida y darle su último beso de soltera. Hubo unas semanas que dudó de que el golpe genital que había sufrido Clemente, pudiera haber derivado en una merma de su hombría, así que se tranquilizó, cuando en el hospital inglés, ambos tuvieron inacabables momentos de pasión y desenfreno.

Hicieron su entrada con los acordes dela marcha nupcial de Féix Mendelssohn. A ambos lados de la iglesia estaban los invitados. Cerca de la salida un grupo de moteros franceses, amigos íntimos de Clemente, destacando una mujer rubia de muy buen ver y que lucía una blusa semi transparente. Un anciano galo guardaba en una caja una acordeón nueva, dispuesto a tocarla en el banquete posterior. Más adelante estaban el primo de Pepi, y su mujer Odile. La hermana de Odile, que lloraba a escondidas junto a un escultor famoso, al parecer su esposo.También un jardinero portugués y un viejo mecánico que estaba inquieto, deseando ver los restos de la Sanglas, para ver si tenían alguna posible reparación.

Un chico con largas melenas británico, acompañado por otro amigo de más edad, que había sido testigo del accidente, y que amablemente declaró que el culpable fue un chófer de autobús que había entorpecido el adelantamiento de Clemente. Habían aparecido con un coche espectacular y muy ruidoso. Un Talbot Sumbeam Lotus lleno de faros y con pinturas de “guerra”. El testimonio del hombre fue fundamental para conseguir un gran indemnización monetaria, y su ingreso en prisión por conducción temeraria. Otra gran indemnización por parte de la empresa propietaria del bulldozer, que no estaba asegurado, pasó a manos de Clemente, lo cual hizo más llevadera la convalecencia.

Una fila más atrás, un señor también inglés, propietario de una Sanglas 400 y varios miembros del club del mismo nombre, venidos ex profeso a la boda en sus motos.

En otros bancos aparecían por voluntad de Clemente, los dos señores de la casita que fueron muy amables cuando tuvo su primera caída en carretera. Les acompañaba un productor de melones, dueño de un burro que también se vio envuelto en el percance. Una pareja de la Guardia Civil también asistía al evento, lo mismo que un repatriado español, que había conocido en el vuelo e vuelta, absuelto del delito de viajar de polizón en un barco griego. Esta persona, mermada físicamente de ambas rodillas, con graves quemaduras en la cabeza, era la única que maldecía su presencia en el templo, ya que era un ateo confeso, y le producía cierta inquietud ser reconocido por los números de la benemérita, que le detuvieron por vez primera.

El banquete posterior se celebró en la Cervecería Inglaterra. Allí un gran menú a base de paella, pularda con guarnición, que provocó el desmayo de Odile al ver el ave en su plato, marisco de Huelva, y surtido de tartas. Un gran cocktail de bienvenida, con un ponche refrescante, donde por “accidente” un muchacho francés vertió una docena larga de unas pastillitas minúsculas, daba entrada al festín. En el fondo de la sala, la gran caja de pino con los restos de la moto en el interior a modo de homenaje, servía de informal decoración junto a una par de grandes ramos de rosas blancas, símbolo de la virginidad de la esposada.

Los invitados parecían comenzar a sentir calor y ganas de correr, justo en el momento, en que un par de antiguos compañeros de Clemente, llamados Bermúdez y Gadea, descargaban de una ambulancia el regalo de su esposa, para celebrar el enlace. Una magnífica, nueva y roja, Ducati Darmah 900. Su nueva compañera de aventuras.

Clemente no quitaba ojos a su nueva moto y a su esposa. Ésta en cambio parecía incómoda con la actitud que estaban tomando casi todos sus invitados, que parecían haber enloquecido. Al compás de una acordeón vio a su primo bailando con el pantalón desabrochado. A su esposa encaramada en la barra del bar, amagando tirarse al vacío, convencida de poder volar, a un chico inglés, el del coche ruidoso que se besaba con la hermana de Odile, mientras se quitaban la ropa. El repatriado con las rodillas lesionadas, invocaba la diablo a voz en grito. Los del club Sanglas, introducían en el comedor las motos y se desafiaban a una carrera entre las mesas. Una pareja de ancianos aficionados a los puzzles se peleaban con los camareros exigiendo más ponche.........

Un gran viaje el de Clemente, si señor. Lo único digno de mencionar fue que a partir de aquel día, la gente si recordaba la cara de nuestro amigo. Sobre todo la ausencia de una oreja.>>


FÍN.

Carlosxtz
05/10/2014, 22:48
Muy bueno!!! Ahora nos falta Clemente con su nueva Ducati 900... :salida::salida:

Gracias Edu65.:bravo1:

munchi9
11/10/2014, 18:15
:aplauso::aplauso::aplauso::aplauso::aplauso: queremos otro!!!!

Muchas gracias, estupenda iniciativa la de hacer algo así en el foro

Cherokee
11/10/2014, 19:42
Si, muy muy bueno. Me ha encantao!! :aplauso::aplauso::aplauso::aplauso::aplauso::grac ias::gracias::bravo1::bravo1::bravo1::bravo1::brav o1:

jokerdh
13/10/2014, 16:06
Camisetas y pegatinas ya!!!:gracias::gracias: