Iniciado por
Nina BMW
En plena sequía motera busco la receta de albóndigas con sepia a ver si consigo imitar de alguna manera las que nos sirvieron en un chiringuito de L'Espluga de la Serra, un lugar mágico de Lérida escondido en algún desvío camino al Valle de Arán.
Pero no hay manera, y eso que lo he intentado más veces. Ese día me salen muy buenas, como nunca, con su tomate ralladito y su cebolla pochadita, pero ni he encontrado la misma receta ni seguramente me sabrían igual que lo que comimos aquel día.
Fazer, Isma y yo dábamos la vuelta a Cataluña por caminos y un error de cálculo nos hizo dar una vuelta demasiado grande por pueblos demasiado pequeños con el zurrón vacío. Era agosto y ni agua nos quedaba. Hasta las fuentes del camino estaban secas.
Era una tarde extraña, un día medio nublado con una tenue luz que iluminaba las formaciones rocosas de la Terreta de una manera única. Se mascaba la tragedia en forma de tormenta nocturna.
A las cuatro y pico de la tarde encontramos un chiringuito hippy al final de un camino en un pueblo perdido en medio de la nada y como íbamos caninos y muertos de sed pedimos si tenían algo de comer, bocadillos, tortilla, una bolsa de patatas, un bote de aceitunas, lo que fuera (las cajas de cerveza de la calle prometían que morapio no iba a faltar)
Al principio nos miraron como a bichos raros, los cabritos que con nuestras motos de campo íbamos a romper la paz de tan idílico lugar, y con nuestros trajes de romano desentonábamos como un pulpo en un garage entre las faldas floreadas y los chalecos de los hippies que estaban tomando el café y fumando en la terraza, pero al cabo de cinco minutos de confraternizar con el personal nos sirvieron las cervezas. Dada la hora no tenían nada de comer excepto la bolsa de patatas fritas que duró tres minutos, y la cocina estaba cerrada. Debimos darles tanta pena que nos hicieron el favor y nos sirvieron albóndigas con sepia que tenían de tapas para esa noche.
Del fondo del chiringuito salía música cubana, parecían canciones de Machín. Pero no era música enlatada, sino un grupo muy bueno y conocido que estaba ensayando en aquel lugar de paz, que también se alquilaba como sala de ensayos. Estúpida de mí de confiar a la memoria el nombre del grupo, no he conseguido dar con él. Las cervezas estaban heladas, el sol aparecía y desaparecía mientras se formaban nubes de tormenta dando un aspecto único al escenario. Y las albóndigas estaban de muerte. Parecía que se hubiera detenido el tiempo entre los angelitos negros de Machín y los efluvios de la cerveza y los vapores de los cigarritos hippies, mientras un águila solitaria daba vueltas por encima de nuestras cabezas.
Me hubiera quedado allí para siempre, pero la tormenta se acercaba y había que encontrar donde dormir.
Hemos vuelto un par de ocasiones y no hemos vuelto a encontrar aquel lugar extraño y maravilloso abierto. Los del bar de al lado tampoco han vuelto a tener albóndigas. Las rocas no han vuelto a tener aquellos colores, y mira que pasamos por ahí.
Acabaré creyendo en lo que la hippy de al lado me explicaba sobre conjunciones planetarias y casualidades cósmicas mientras se despedía de mí como si fuéramos amigas de toda la vida.