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<<Aquella velada hizo entrega de los obsequios a Domingo, que había vuelto de resolver algunos asuntos privados. Extrañamente ninguno de los dos estaba de humor para cenar y decidieron retirarse temprano a descansar. Clemente por tener que madrugar para seguir su recorrido, y “Dodó” para descansar de Clemente.
No es que hubiese sido una mala compañía, todo lo contrario, pero es que la vida sosegada y tranquila que llevaba en la campiña francesa, una vez truncada por el desenfreno de aquel hombre, que pronto sería pariente, le había llevado al agotamiento físico. Además aquella visita le hizo recordar como eran los días de juerga en su país natal, nada parecidos a los de este lado de los Pirineos. Echaría de menos a Clemente, sin lugar a dudas.
A una hora de allí, su esposa Odile, recobraba en manos de un nutrido grupo de facultativos, la presencia de ánimo necesaria para continuar viviendo. Aquel espíritu noble, se había visto sobrepasado por los acontecimientos; por un momento temió por su vida, y por la de sus invitados. Recordaba nítidamente la imagen de la baronesa de Petitfeulle, corriendo despavorida por el pasillo, absolutamente empapada y con las prendas intimas en los tobillos, dificultándole sobremanera la huida del ataque terrorista. Tenía viva la imagen de su caída, producto de un tropiezo, que acabó con la baronesa, y sus ciento treinta kilos de humanidad, abalanzándose sobre la cómoda de ébano, arrastrando en su ruidoso desplome todos los portarretratos de plata y un jarrón con un ramo de petunias preciosas. Pidió a la enfermera que la atendía que subiera el volumen del “Lago de los cisnes” de Tchaikowsky, y se adormeció y soñó que podía volar, una vez más.
Clemente despertó temprano. A pesar de haberse duchado el día anterior, tomó otro baño. Mirándose al espejo, observó como un lado de su bigote, el que había resultado chamuscado, desentonaba con el otro. Por primera vez sufrió un ataque de vanidad y decidió arreglar el entuerto. Como era una persona ingeniosa y practica, no pensó en recortarse el mostacho e intentar igualar su aspecto y longitud. Su mente clara le llevo a coger el mechero que tenía en el equipaje, y prenderle fuego a los pelos que estaban intactos. De ese modo no cabía duda que ambos lados del bigote se igualarían. Nuevamente tuvo un error de cálculo, y ese lado prendió de forma más viva que lo supuesto. Para cuando quiso apagar el incendio capilar, ya era tarde. Ahora ese lado del bigote estaba peor que el otro. Tirando de su vena lógica, decidió dejarlo tal y como estaba y dar por concluido el asunto. Tanto daba.
Desayunó levemente a pesar de no haber tomado nada la noche anterior. La chica de servicio le sirvió café con leche y una especie de bizcocho infecto y repugnante llamado Pain d´epices, untado en mantequilla. Él era más de tostadas, aceite y ajo.
Salió al exterior con su equipaje, ayudado por la chica, y descubrió su Sanglas en perfecto estado esperándole en la puerta del garaje. El jardinero portugués le ayudó a estibar las alforjas, la bolsa, la paellera levemente abollada en un asa, y el camping-gas. También tradujo lo que el mecánico le iba diciendo. Había conseguido la válvula que sustituyó a la estropeada en una concesión de Zaragoza. Para ello su yerno condujo todo el día anterior y él había pasado la noche en vela reparando la moto con tal de verlo largarse cuanto antes. Esto último no fue traducido por el hombre. Afinó todo el motor, rectificó la culata, cambió rodamientos de la rueda trasera. Apretó cada tormillo y lo fijo con una cola especial, endureció la suspensión trasera que era la causante de la terrible oscilación de la moto. Dijo que lo mejor de la moto, era una soldadura que tenía perfectamente realizada en el portabultos trasero, y le deseó que nunca más volviera por allí. Esto tampoco fue traducido.
Clemente agradeció al hombre su esfuerzo, y en su fuero interno pensaba que era un poco fantasma, y que no debía saber mucho de mecánica, y que lo único que hacía era pasar el rato quitándole el polvo a los coches viejos que custodiaba en el pabellón. No sabía que aquel hombre había sido mecánico oficial de una escudería en los años treinta, ganadora de varios Grand Prix con un Bugati Type 19. Usó el baño del pabellón para aliviar su vejiga, y de regreso a la moto ralló accidentalmente con el llavero que colgaba de su pantalón, el DS Cabriolet que aún tenía la pintura original. Gracias a Dios, la ralladura apenas tenía treinta centímetros y nadie le había visto.
Ya subido en la moto, percibió que esta vibraba menos, y cuando iba a meter primera, vio a lo lejos a Domingo ataviado con un pijama verde con motivos en rojo que representaban el “Ave Fénix” cómo se acercaba a despedirse. Bajó de la moto, y abrazó la humanidad de su nuevo amigo, y casi pariente. Se despidieron.
Ya de ruta, su próximo destino sería la capital del país. Según parecía Paris era una ciudad impresionante, llena de museos, de grandes avenidas, tiendas fantásticas, con edificios majestuosos, y bulliciosa. Para él fueron dos días aburridos, y no había nada que reseñar. Una gran torre oxidada, llena de luces y plagada de gente, mucha iglesia, malos bares, y un tráfico caótico. En unos barrios, todos sus moradores eran negros, en otros vietnamitas, en el del al lado argelinos, y donde el estaba alojado, en las afueras, todos eran armenios. Fueron dos días aburridísimos, y para nada recomendables, exceptuando el barrio de Pigalle, donde por lo menos había gente normal por las calles, muchas putas en las puertas de los cabaretes, clientes que fumaban droga, e incluso un tío al que le faltaba un ojo, le ofreció pastillas iguales a las suyas.
Al tercer día salía de Paris por la A26, dirección a Calais, con intención de tomar el Ferry para Dover, y pisar por fin tierras inglesas. El viaje de poco menos de trescientos kilómetros podría ser recorrido en unas tres horas y media, según calculó. Volvió a anotar que en un viaje nunca se pueden hacer pronósticos a la ligera, y sólo salir de Paris, le tomó una hora larga. Un motivo más para no aconsejar a nadie ir a ver una de las ciudades más horrorosas del mundo.
La moto se comportaba de una manera exquisita. Aquel hombre había tenido mucha suerte y sólo la fortuna, había sido la causante de que acertara en los reglajes de la máquina. No solo corría más, sino mejor. Apenas oscilaba, y el motor, mucho menos vibrante que antes, era capaz de puntas de entre ciento treinta y ciento cincuenta de marcador. Oscilaba de la misma manera que siempre, así que aquel tipo “no era tan bueno” en lo suyo.
A medida que se acercaba al punto de destino empezó a recordar que la travesía en barco iba a ser el momento más complicado del viaje. No era amigo de barcos, pero era la única manera de atravesar el canal. Decían que estaba proyectado un túnel bajo el agua, pero eso era a todas luces imposible. Cómo que el no había echo túneles en la playa con los idiotas de sus sobrinos, y apenas soportaban medio minuto y eso que eran de la longitud de un brazo. Pensó que el ser humano es a veces un poco presuntuoso, y aquel era un ejemplo de ello.
A pocos minutos de llegar pudo observar como el creciente tráfico, estaba plagado de matrículas extranjeras. Por una vez pensó en matrículas no francesas. Mucha autocaravana con ancianos sonrientes y de color muy blanco. Coches con niños pegados a las ventanillas, o adolescentes con cara de mala leche. También observó mucho movimiento de motos. Italianos, holandeses, alemanes con motos estupendas y nuevas, casi todas BMW, ingleses de regreso a casa, y tan sólo un español, un chico de Málaga a lomos de una Guzzi California, que según le dijo, iba como casi todos los otros a la Isla de Man, donde se celebraba una afamada carrera. El chaval, todo simpatía, le felicitó por la gesta de llegar allí con ”esa motillo”, y le deseó suerte “porque la vas a necesitar”. Clemente ofendido, le escupió con fuerza y se dio cuenta de la tontería cuando el gargajo se estampo en el interior de su visera.
Llegó al puerto de Calais, donde todo estaba muy organizado. Aparcó la moto en la zona habilitada y entró en la terminal para comprar el pasaje. Lo hizo al lado de unos motoristas suizos que parecían salidos de un escaparate. Las motos, unas Honda Goldwing GL 1100, una de color negro y las otras dos granates. Le miraron, como ya venía siendo habitual, con cierto aire de desprecio y de superioridad y él les devolvió la cortesía con el dedo central de su mano elevado. Observó cierta tensión en el ambiente, y como dos de los suizos, cuya fama no iba más allá que la de hacer un tipo de bollería, sujetaban al otro que parecía dispuesto a pedir explicaciones.
En la cola para obtener pasaje, los suizos estaban por delante de él. Risitas poco disimuladas, miradas de reojo y reprobaciones a su aspecto, poco sofisticado. Decidió pasar de ellos, y disfrutar del día perfecto que había salido. El sol del mediodía brillaba en lo alto, unos veintidós grados de temperatura, el mar como un espejo, apenas unas olas pequeñas. Si duda las condiciones ideales para un travesía en barco. Seguía estando nervioso, pero le reconfortaba saber que eran sólo unos treinta y cinco kilómetros de travesía, y que por muy lento que fuera el buque, sería un paseo breve.
Después de pedir su pasaje hablando en voz muy alta y despacio para que le entendieran mejor, y tras comprobar que la chica del mostrador hablaba castellano a la perfección, lo mismo que francés, inglés, italiano y sabe dios cuantos mas idiomas, cogió la moto y se dirigió a la cola de embarque. Aunque faltaban cuarenta minutos para comenzar la maniobra, era mejor estar prevenido. Observó como la tripulación, todos asiáticos, manipulaban cuerdas, llaves, revisaban la plataforma de acceso. El navío se llamaba Oxfordshire y tenía la pintura un poco deteriorada. Pensó en que el hermano pequeño de su amigo Jorge, que era pintor de brocha gorda, tendría faena para bastante tiempo, y lamentó no tener ninguna tarjeta de él para dejarla por si le querían llamar. Tenía fama de trabajar bien y barato.
Llegó la hora de embarcar y se sintió afortunado al ver que los suizos estaban muy por detrás de él en la larga cola. Embarcaría antes que ellos, a joderse tocan. Cuando llegó a la barrera, el policía de aduanas que le pidió la documentación, lo apartó de la fila. Mientras, los demás iban embarcando y Clemente se empezó a poner nervioso. La fila de camiones también avanzaba diligentemente. Revisó su pasaporte tres veces, empezaba a ser una maldita costumbre, y le interrogó sobre su visita al Reino Unido. Le dijo que turismo, y ver Inglaterra. Registraron el equipaje, y dieron con las pastillas. Clemente que sabía como mantener la calma, les dijo que eran para el mareo, que tenía cierta propensión al desmayo inoportuno, y que aquello le aliviaba la patología. Los suizos pasaron delante de él, y el policía ni les miró.
Por fin, justo en el instante en que un miembro de la tripulación que iba uniformado y con gorra pasó por delante de él mirando al cielo con cara de pocos amigos, el funcionario le dio vía libre. Uno de los asiáticos le indicó que subiera por la rampa con cuidado, y en el leve despiste que le provocó una morenaza que estaba en un coche al lado de su moto, Clemente se aproximó en extremo al borde de la rampa, y con la paellera le sacudió un golpe en la entrepierna a un buen hombre que ayudaba en el embarque, y este perdió el equilibrio, producto del dolor que produce tal circunstancia, cayendo a plomo y dando dos volteretas antes de amerizar de un espaldazo seco. Para cuando izaron al señor, Clemente ya se había esfumado al interior del buque, y ya que nadie pudo dar una descripción fideligna de la cara del motorista, a pesar de haber docenas de personas por allí, la cosa no pasó a mayores. Era un tipo que podías estar mirando detenidamente durante horas, y al poco no recordar ni uno de sus rasgos.
Le hicieron colocar su moto en uno de los sitios mas difíciles de la plataforma. Un rincón donde había un extractor de humos muy ruidoso y que llenaba todo de polvillo. Sin duda que la moto acabaría perdida de polvo, lo cual no era ajeno a los suizos que reían sin disimulo, mientras amarraban con ayuda de un filipino las motos en un lugar amplio y cómodo. Justo al lado de los camiones que ocupaban el centro de la embarcación, para estabilizar el barco. Clemente tardó en encontrar eslingas para sujetar la moto, y las que le ofrecieron, no estaban en el mejor estado del mundo. Pidió a un miembro de la tripulación ayuda y este le hizo saber por señas que no podía atenderle ya que llevaba ropa seca aun compañero que se había caído al mar.
Cogió la bolsa sobre depósito y abandonó la bodega del barco. Justo en ese momento sonó un tremendo pitido, que al parecer anunciaba la partida del barco. Se apresuró en subir a una cubierta para ver la maniobra, y detectó donde se encontraba uno de los bares del a nave. Necesitaba algo para templarse. Cuando el barco hubo zarpado y ya encaminaba la salida del puerto, volvió a observar como un marino miraba al horizonte y sacudía la cabeza con gesto de desaprobación. El miró hacía el punto donde miró el marino, y tan sólo vio unas nubecillas de color gris intenso. Muy alejadas y con aspecto de inofensivas, a buen seguro que no serían motivo de preocupación.
Ya en el bar, un par de vermús contribuyeron a un estado de calma controlada. Apenas se divisaba la costa, y era meridianamente claro que aquella era una ruta muy transitada. Enormes buques de carga, un petrolero inmenso, varios ferrys e incluso un velero con bandera de Gibraltar, guiado por una pareja de individuos con barba y quemados por el sol. El día ya no era un día soleado. Las nubecillas, eran ya un manto de nubes negras, y empezaba a soplar un fuerte viento. La mar ya no era un espejo, las olas empezaban a ser lo que se llama “pedazo de olas del carajo” , y aquel montón de hierro a medio pintar se sacudía con fuerza.
Miembros de la tripulación corrían de un lado para otro despejando la cubierta del pasaje. Obligaron a todos a sentarse en las butacas, cerraron el bar, donde los camareros recogían la vajilla y las botellas a toda prisa, y fue cuando Clemente se empezó a preocupar. Entonces y cuando vio como los tripulantes iban de un lado a otro corriendo, intentando mantener el equilibrio, enfundados en chalecos salvavidas.
Una fuerte ola sacudió el barco. Este crujió de una manera brutal, se tambaleó de un lado para otro, y se apercibía el ruido de las máquinas funcionando a toda potencia. De nuevo una sacudida, esta vez mayor si cabe. Y una tercera. Las mujeres gritaban, y los niños reían divertidos con aquella especie de montaña rusa marítima.
Fue la travesía mas horrorosa en décadas, tal y como afirmó el capitán horas más tarde. Nunca en su ya larga carrera de marino había estado a merced de las olas durante tanto tiempo. Hubo que demorar seis horas la entrada al puerto de Dover, por la ingobernabilidad de la nave. Una vez pasada la galerna, se supo que al menos dos buques que habían quedado a la deriva zozobraron. Un pequeño velero, había sido engullido por una ola de diez metros y sus dos tripulantes, que estaban dando la vuelta al mundo, habían podido ser rescatados por un paquebote de forma milagrosa.
Por lo que respecta a Clemente, no fue consciente de prácticamente nada. Después de vomitar dos veces, se había desmayado, y pasó todo el rato en estado comatoso.
En sus desvaríos se creyó Cristóbal Colón, vio a Odile vestida de papagayo volando sobre el portaviones Eisenhower, a domingo disparando a los tres suizos con un trabuco de borda, y a la Pepi montada a horcajadas sobre el casco del Poseidón hundido.
Una vez reanimado por un equipo médico trasladado de urgencia al buque, lamentó haber vomitado sobre la señora que ocupaba la butaca delantera. De todos modos ella aún no había recobrado la consciencia y no le importó demasiado. Media hora más tarde bajó a las bodegas, donde una especie de cataclismo parecía haber sacudido el interior. Tripulantes de un lado a otro, agentes de seguros fotografiando todo, policía de aduanas, servicio de emergencias, bomberos e incluso un capellán prestaban asistencia a los pasajeros. Una autocaravana estaba desmantelada por completo, un Fiat 130 se había soltado de amarre y estaba sobre un descapotable Mercedes. Un camión había perdido su cargamento rodamientos de acero reforzado, y otro cargado con pequeños contenedores de productos químicos había desparramado parte de su carga sobre las motos de los suizos, que ya daban por perdidas sus máquinas, que humeaban a causa de los ácidos desprendidos. Lamentablemente para ellos, ahora ya no encontraban motivos para reír. Clemente les saludó con el dedo corazón en todo lo alto.
En cambio la Sanglas se encontraba en estado impecable, gracias a su emplazamiento, a priori desafortunado. Le hicieron desembarcar lo más rápido posible, y descendió la rampa con dificultad. De nuevo un tímido sol le dio la bienvenida a la pérfida albión. Allí un empleado de la naviera le preguntó si tenía alguna reclamación que hacer, y el buen Clemente le dijo que si, que habían cerrado el bar y que eso era intolerable. La cara de sorpresa del hombre fue memorable. Siguió la marcha y leyó a lo lejos “Welcome to the United Kingdom”.>>
Continuará.
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Como mola el Clemente :aplauso:
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<<Acababa de desembarcar. El paisaje era desolador y la Gran Bretaña le daba la bienvenida de forma abrupta. El escenario era terrible. Vehículos desembarcando del buque llenos de abolladuras, roces y alguno siniestrado por completo. En la explanada, servicios de emergencia atendían a los pasajeros heridos. Una señora se quejaba de que alguien le había vomitado encima, y un capellán trataba de serenarla. Un equipo de sicólogos prestaban ayuda a quien pudiera necesitarla, y miembros del partido laborista daban un mitin culpando del desastre a la oposición.
No lejos de allí, Clemente pudo observar como en otro barco amarrado en el mismo muelle, la policía británica detenía a un hombre. Se comentaba que el buque en cuestión, de bandera panameña, perteneciente a una naviera de las Islas Caimán, a su vez propiedad de un grupo inversor suizo, de capital kuwaití, con un capitán griego, y con la mitad de la tripulación filipina y la otra mitad nigeriana, hacía entrega a las autoridades de un naufrago que había sido rescatado frente a las costas españolas en el Golfo de Vizcaya. Al parecer dicho hombre juraba que se había tirado al río Bidasoa cuando iba a ser detenido injustamente por la gendarmería gala. La corriente del río lo arrastró mar adentro y cuando ya temía por su vida, el barco en cuestión, que salía del puerto de Pasajes, lo rescató y le presto cuidados hasta llegar a Inglaterra.
Tuvo la fortuna de que el capitán del barco, solía navegar lo más próximo a la costa, para así poder otear con los prismáticos a los bañistas. Tenía predilección por las playas nudistas, aunque de vez en cuando observaba con detenimiento a cierta clase de gente que le llamaba la atención, sin importarle que la playa no lo fuera. En esta travesía, tal y como anotó en su cuaderno de bitácora, se quedo perplejo al observar en la playa a un tipo con bigote, que lucía una barriga cervecera y que corría con un perro de un lado para otro sin descanso. Tal era el nivel de energía que desprendían ambos, que no dudo en dar cuenta de ello, con la pertinente anotación.
El naufrago rescatado, había sido funcionario postal y padecía de graves lesiones en ambas rodillas, que además, presentaban grandes moraduras producto del aporreamiento de la policía francesa. También eran apreciables las marcas de graves quemaduras en el cuero cabelludo, y un estado de gran excitación.
A Clemente le llamó la atención que el individuo que estaba siendo entregado a las autoridades, se resistía y lanzaba improperios en castellano. Le deseaba vehementemente toda suerte de infortunios al clero, y muy en especial a su cabeza visible en la tierra. No le resultó del todo desconocido el tipo, si bien la distancia a la que se encontraba, no permitía reconocerle. El infeliz apenas podía caminar, siendo apremiado a introducirse en el furgón celular a base de empujones y azuzándole a un mastín, que resultaba de lo más convincente para el cometido, a pesar del padecimiento y del dolor.
Oteó el horizonte en busca de la salida de embarcadero. Vio a lo lejos un paso con barrera donde algunos coches y camiones, ya hacían cola para pasar el control fronterizo. Se colocó detrás de una grúa que llevaba las tres motos de matricula suiza y que dejaban ver daños irreparables. Los propietarios, con muy mala cara, iban de pasajeros en un taxi, rumbo a algún aeropuerto que los repatriara a su país.
Cuando le llegó el turno de pasar por la aduana, la gestión fue muy rápida. Para no entorpecer la salida del furgón policial que llevaba al naufrago, que gritaba enloquecido reclamando Gibraltar, con destino al calabozo más cercano, el funcionario de turno le dio los papeles y muy gentilmente la bienvenida al Reino Unido. Grandes carteles recordaban en varios idiomas que se debía circular por el lado izquierdo de la calzada. Dichos carteles los vio durante varios kilómetros, hasta que súbitamente dejaban de verse. Clemente pensó que ya, o te habías habituado a conducir al revés, o bien ya te habías matado en un accidente. Afortunadamente el iba en moto y eso facilitaba mucho las cosas.
Y ahora que ya se encontraba en su destino, notaba como un sabor agridulce. La alegría de haber conseguido la meta, y la tristeza de tener que regresar. No obstante, y pese a que su presupuesto había disminuido considerablemente, decidió que ya que estaba allí, visitaría el país durante algunos días. Cayó en la cuenta que no tenía un objetivo para el viaje. Tan sólo había decidido llegar a Inglaterra, sin pararse a pensar que una vez allí, debería hacer “algo”. No formaba parte de su plan ir a aquella isla de la que le había hablado el motorista de Málaga, y tampoco visitar Londres. Tenía claro que las grandes urbes son aburridísimas, y que no se le había perdido nada allí. Ya bastaba con haber visitado Paris, en la cual no había gran cosa que hacer ni ver, y sospechaba que aquí pasaría lo mismo.
Con el mapa de Gran Bretaña en la mano, tomó la decisión de ir hacia el oeste. Usaría carreteras secundarias y se alejaría de las principales. Intentaría entablar amistad con los paisanos y, a ser posible, degustar los caldos y los destilados de la tierra. Sabía de buena tinta que eran grandes bebedores, y sin ir más lejos, pensó en la Reina Madre y su presunta afición a los gin-tonics. Tenía la certeza de que en caso de ser incinerada, tardaría varios días en extinguirse las llamas.
Escogió al azar la población de New Romney. Distaba a unos treinta kilómetros y parecía un sitio acogedor. No sabía muy bien a que se debía ese sentimiento, pero fue una corazonada.
No calibró muy bien el trabajo. Si la campiña francesa era un sin fin de cruces, todos con indicaciones en extranjero, esto era todavía peor. Había muchos más cruces, las carreteras eran mucho mas estrechas, y la gente conducía al revés del mundo. Lo recordaba cada vez que se encontraba de frente a otro vehículo. La primera vez esquivó sin mucha dificultad a una furgoneta Bedford, ya que el conductor tuvo a bien salirse de la carretera y destrozar en el cortés gesto, una magnifica cabina de teléfonos de color rojo, con gran estruendo. Como salían en las películas, así era la cabina.
La segunda vez se topó con un Opel Manta de color blanco. En esta ocasión fue él quien hubo de apartarse, so pena de fallecer en el acto. Todo sea dicho que el coche en cuestión iba a una velocidad inadecuada, y que Clemente iba despistado tratando de quitarse un moco, cosa harto difícil si se usa casco integral y guantes. El resultado fue que hubo de traspasar violentamente una valla de madera y adentrarse a toda velocidad en un prado que servía de aeródromo local. Afortunadamente, no llegó a atravesar el lugar donde aterrizaban los aeroplanos, ya que en ese momento una Cessna Super Eagle tomaba tierra, para asombro de los dos tripulantes que vieron como una moto a toda velocidad, patinaba en el césped y caía con estrépito en medio del verde, saliendo despedido el motorista, al parecer sin consecuencias.
Sentado en el césped vio como se acercaba a la carrera un hombre que hacía sonar un silbato. Simultáneamente agitaba una bandera ajedrezada y hacía grandes aspavientos.
También se acercó el muchacho que conducía el coche. Un tipo rubio con grandes melenas y que usaba unas gafas de sol muy parecidas a las suyas de montura blanca.
Le hablaban atropelladamente, y cambiaron el rictus cuando vieron que Clemente se ponía de pie motu proprio. Cuando dijo “mecaguenlaputa” y “mepodíahabarmatao”, comprendieron que era un extranjero. Pero era un hombre de suerte, eso ya lo hemos remarcado alguna vez, y el muchacho del deportivo, veraneaba en Lloret de Mar, donde conocía al dedillo todos los pubs y discotecas de la zona. Era por eso que algo de castellano hablaba. Lo suficiente para entenderse con Clemente, que tampoco era muy locuaz y amigo de vocablos extraños.
Unos minuto más tarde, manchado de barro, y ya con la moto en pie, pudieron observar que la máquina tenía una rueda pinchada y el guardabarros delantero, levemente abollado. La paellera había amortiguado el golpe, y tan solo el camping-gas había salido rodando y haciendo “shhhhhhhhhhh”, hasta que alguien cerró la llave de paso.
El hombre del coche insistió en no llamar a Scotland Yard. Él le llevaría a su casa, próxima al lugar, buscaría alguien que reparara el pinchazo, e incluso se ofreció a facilitarle alojamiento para esa noche. Conducía como un loco, pero era simpático, aunque a decir verdad, quien circulaba en sentido contrario y despistado era él.
La casa del chico estaba cerca. Una casita de campo, rodeada de docenas de ellas del mismo tipo y del mismo color rojizo y triste. En el garaje guardaba el Opel Manta, otro Opel Ascona y un Ford Escort RS 2000 del 74. En un rincón tenía una especie de cuarto pequeño con un camastro donde podría dormir. Del techo colgaba una viola agujereada y con una bombilla dentro a modo de lámpara, y la pared estaba decorada con multitud de fotos de Britt Ekland en bikini. Una colección de discos de los Rolling Stone y otra de un tal Van Morrison. Olía a humedad, pero no parecía un mal lugar donde dormir. Empezaba a dolerle la espalda y las piernas. Su accidente y la travesía marítima le pasaban factura.
Con ayuda del chico, desmontaron la rueda delantera de la moto y este le dijo que se la iban a acercar a un conocido que reparaba motos antiguas, y que era un hombre que sin duda admiraría la moto vieja de Clemente. No supo si ofenderse o sentirse halagado. Ya había oído que en este país muchas personas sentían admiración por lo antiguo y que algunos autos y motos antiguas eran objeto de culto.
El chico abrió el maletero del Opel Manta e introdujo la rueda. Mientras tanto Clemente se fue a acomodar en el interior. Para su sorpresa el lado del copiloto también tenía volante. Había olvidado que en aquel sitio la gente conduce al revés, y entre sonrisas del muchacho, cambió de asiento, este sin volante, y ya por fin se sentó en el lado equivocado, pero que aquí era el correcto.
El coche arrancó con un ruido ensordecedor. Fue entonces cuando observo que carecía de todo acolchado interior. Incluso no tenía asientos traseros y su lugar lo ocupaba una especie de jaula de tubos con una redecilla en medio. Cuando hubo estado en la carretera, el endiablado coche salió a toda pastilla, dando bandazos. Un estado de locura pareció invadir al conductor, iba rapidísimo y cuando llegaba a una curva, balanceaba el coche y este se cruzaba escandalosamente. Entendió la insistencia en no llamar a la policía, tal vez tuviera cuentas pendientes con ellos por conducción temeraria. Fue una experiencia alucinante, y ya soñaba con poder conducir algún día así.
El amigo del muchacho era un señor mayor, de unos sesenta años. Tenía un descampado lleno de objetos varios, desde una apisonadora, pasando por arados, tractores, un tanque de la segunda guerra mundial, varios remolques, una rotativa, calderos de bronce, un alambique inmenso, coches desguazados, y en un apartado, un caballo enorme atado a un poste de alta tensión.
En el cobertizo que servía de taller, había multitud de herramientas, tornos, fresas, taladros, todos muy antiguos pero que parecían funcionar perfectamente. Sobre un banco de trabajo herramientas diseminadas, y lo que parecía ser una moto tapada con una lona que impedía su visión.
Una vez al tanto de su problema, pasó a reparar el pinchazo, pero para su desolación, observó que la rueda tenía al menos tres radios partidos, y no tenía repuesto para su reparación. No obstante, al día siguiente había una feria de compra venta de toda clase de vehículos en las cercanías y podrían ir a buscar el repuesto.
El hombre parecía encontrarse enfermo, o acaso muy fatigado. La misma sensación invadía a Clemente, y fue cuando el anfitrión saco unas jarras de cerveza que Clemente tuvo la magnifica idea de ofrecerles unas de sus pastillas reconstituyentes. El hombre al principio fue reacio, pero cuando vio que Clemente se tomaba una y el chico joven dos, hizo lo propio. Mano de santo.
Media hora, dos jarras de medio litro de cerveza y dos grandes vasos de ginebra más tarde, el hombre cantaba a voz en grito mientras con el acetileno prendido dibujaba figuras de fuego en el aire. El chico cabalgaba desnudo a lomos del caballo, gritando “viva Lloret” y Clemente imaginaba que era el general Paton sentado en el gran tanque, que gracias a Dios, no habían conseguido arrancar.
El dueño del lugar ejercía ahora de artillero en el aparato, sin parar de cantar canciones celtas, y abriendo una caja de munición introdujo un obús en el cargador del cañón. No se sabe cómo, pero de modo accidental y al ir a coger otro vaso de ginebra que había subido a bordo del tanque, Clemente accionó el disparador del cañón. Afortunadamente el dispositivo falló. Víctima del óxido, o de un desajuste, no se produjo el disparo. Durante un buen rato manipularon toda suerte de palancas, manubrios y teclas, y cuando se aburrieron salieron a correr un poco detrás del chico y el caballo, que ya estaba agotado.
En plena euforia decidieron ir a tomar la última al pub de las afueras. El chico consiguió vestirse y el hombre mayor, ya un poco afónico, seguía con el repertorio de canciones. Para incrementar la diversión, dejaron conducir a Clemente hasta el bar. El chico iba sentado entre el enjambre de tubos traseros y el hombre mayor asomaba medio cuerpo por la ventana, indicando a grito pelado por donde debía ir el coche.
Clemente se liaba al buscar la palanca del cambio en el lado habitual, y una vez consiguió meter la tercera, desistió de cambiar más. Recorrieron las apenas cuatro millas a toda velocidad, con el motor rugiendo a mas de seis mil vueltas y a unos ciento cuarenta por hora. La reina fortuna hizo que no se cruzaran con nadie por el camino, aunque el hombre dijo que había notado cómo le golpeaban en la cabeza las ramas de algún arbusto.
Entraron al pub cogidos por los hombros cantando. Los parroquianos, que eran gente acogedora, y que ya estaban bastante borrachos, al menos tanto como el dueño del local, se unieron a los cánticos, que Clemente desconocía, pero que cantaba diciendo”lololo”.
La noche pasaba de la manera más divertida que se pueda imaginar, hasta que en un momento dado se oyó una especie de detonación. Algo así cómo un disparo de cañón decían los ancianos que habían vivido el asedio de los nazis. La realidad es que en la finca del hombre, el caballo que había quedado suelto, le dio una coz tremenda al tanque y esté de manera espontánea había sido capaz de disparar el obús, gracias ala manipulación previa de los mandos de control.
Fue un disparo certero. A unas millas de allí, ardía una avioneta Cessna Super Eagle a causa de un disparo de un tanque A12 Matilda. La policia que investigó el hecho, exculpó al propietario del arma mortífera, ya que este y sus dos amigos se hallaban desde hacía horas en el pub del pueblo y no pudieron de ningún modo ser causantes del hecho. El suceso causó gran conmoción en la localidad, ya que se sospechaba de una banda de ladrones que merodeaba por las inmediaciones y que pudieron ser artífices del atentado.
Con los efectos de las píldoras en declive, regresaron a sus lugares de acogida, ya que al día siguiente debería ir a la feria, para ver de reparar la rueda de la Sanglas. El hombre sabía de la marca, había oído hablar de ella, e incluso le participó que había un Club Sanglas en las islas, donde se debatía sobre la marca y su fama de moto robusta, a pesar de tener un sistema eléctrico deficiente. Les esperaba un día intenso y lleno de sorpresas.>>
Continuará.
XIXº
<< Clemente llegó a la feria acompañado por sus dos nuevos amigos. Era curioso la facilidad que tenía para hacer nuevas amistades, él que siempre había sido un hombre callado y poco dado a sociabilizar. Estaba claro que era un tipo sociable, pero con dificultades para sociabilizar, y punto.
La feria era una gran explanada situada en medio de un campo. Su extensión era enorme y docenas, mejor dicho cientos de vehículos, se apiñaban con cierto orden para ser exhibidos, vendidos, o trocados. Era una especie de cuerno de la abundancia del mundo del motor.
Nada más entrar había una exposición de vehículos industriales. Viejos tractores Fordson, Massey-Ferguson, Deutz y un curioso Lanz de un solo cilindro de mas de diez mil centímetros cúbicos, diesel de dos tiempos. Apisonadoras de todo tipo, maquinas de vapor que unidas a unas grandes poleas servían de motor para infinidad de usos. Una de ellas hacía funcionar una gran sierra gigante que aserraba tablones a partir de un tronco.
Pequeños trenes, en los cuales iban sentados sobre los vagones y máquinas, los felices propietarios. Camiones de marcas inimaginables Bedford, Babcok, ERF, Berliet, Unic, Seddon Atkinson. Todos ellos en estado de revista. Incluso un Pegaso Europa y un más nuevo Troner.
Coches clásicos y nuevos. MG Midget, Austin Seven, Morris Minor, multitud de Triumph TR3, TR4, TR5, Spitfire, TVR, Marcos, un De Tomaso Pantera impresionante, un rarísimo Bizarrini con motor americano V8, Lotus, Morgan, Jaguar, Lamborghinis, Ferraris, AC, Aston Martín y otros muchos.
Clubes de marcas, competiciones de “mejor sonido”, donde un Chevrolet Corvette Stingray con motor de 7,2 litros tenía las de ganar, con borboteo al ralentí que parecía un concierto de 20 Sanglas acompasadas a la perfección.
Todas las motos del mundo, BSA, Norton, Harley Davidson, Triumph, AJS, Vincent, Brough Superior, Velocette, Terrot, Indian, Montesa, Ossa, Bultaco, en especial una Bultaco Astro, Zundapp, CZ, Jawa, BMW, DKW, Aermachi, Gilera, MV Agusta, y docenas más.
Pero el éxtasis le llegó cuando entre la multitud observó una Sanglas 400 de color negro y con cromados. El hombre que la custodiaba le sacaba brillo con un paño. A su lado tenía otra moto española; una Soriano, y un poco más allá un sidecar que dejó embobado a Clemente. Por fin un vehículo capaz de aunar todas las ventajas de la moto y el coche, pensó. Justamente lo opuesto a lo que pensaba la mayor parte de la gente, que con un mínimo de sentido común, no veía más que los inconvenientes de ambos mundos.
Fue tal el estado de excitación que observó el dueño, que no dudó en acercarse a Clemente e intentar entablar una conversación. Por mucho que este le hablaba despacio y gritando, el buen hombre no entendía ni una sola palabra. Si que comprendió que Clemente tenía otra Sanglas, y por eso a voz en grito, algo poco habitual en los ingleses, poco habituados a hablar a voces, se lo hizo saber a los vecinos de exhibición , en claros gestos de que él no era el “único idiota” capaz de tener una moto como aquella.
El hombre le acercó una gran lata de cerveza y ambos brindaron, mientras una señora de nombre Mildred, les tomaba una instantánea para inmortalizar el momento. El señor británico se puso aún más rojo de lo que ya estaba, y se sorprendió al saber que Clemente había llegado sin problemas, era un decir, hasta Inglaterra con la moto en marcha.
Al poco se encontró con le chico joven y su amigo, que en uno de los múltiples garitos, habían conseguido los radios para la rueda de la moto. Dando vueltas, el chico se encaprichó de un Ford Capri RS 3100 retocado por Cosworth, que erogaba unos buenos 300 CV, y apalabró su compra con el vendedor.
Como había que celebrar el evento, se acercaron a unos de los muchos puestos de bebida motorizados, que usaban furgonetas, similares a las que Clemente veía que vendían helados en Peñarara. Tres pintas de cerveza negra y un cartucho de patatas fritas y otro de pescado frito. Él era más de paella, y como mucho boquerones en vinagre. Ver la comida, le hizo pensar que debería llamar a la Pepi, para ver como iba todo. Pensar en ella le producía un sentimiento agridulce, por un lado deseaba estar con ella e intentar abrazarla, aunque no abarcaba todo su perímetro, , y por otro, le atormentaba pensar la noche loca, que no recordaba en absoluto, que protagonizó con la hermana hippie de Odile.
Horas más tarde la moto ya estaba reparada en el taller de su nuevo amigo. Tocaba salir a probar que no hubiera ninguna anomalía en el equilibrado de la llanta. El tipo, con ayuda de Clemente bajó del acomodo la moto que tenía tapada con una lona. La pondría en marcha e irían a dar una breve vuelta. Cuando destapó la lona se pudo ver que era una moto en apariencia normal. Era una Benelli Quatro, vulgar copia italiana de un MJU (motor universal japones), y con una fiabilidad escasa. Conocedor de esos problemas y de otros muchos, la había retocado hasta el infinito, e incluso se había atrevido a colocarle un compresor Roots para aumentar la potencia. Era cierto que la artesanía conllevaba algún inconveniente. Uno de ellos, la falta de medios para verificar el buen funcionamiento del engendro.
La moto sonaba bien, el cuatro en uno que llevaba, era agradable de escuchar, y cuando el motor subía de vueltas, se percibía el silbido del compresor que provenía del mundo de la aviación. También usaba queroseno que robaba en el aeródromo cercano.
Una vez en marcha, Clemente decidió seguir la estela de su compañero. Fue poco rato. Al poco estaban parados por un fallo en una correa que movía el compresor. Varios moteros que pasaron por el lugar, se detuvieron para ofrecer ayuda. Y uno de ellos que llevaba una navaja multiusos, permitió que se hiciera una reparación de emergencia.
De nuevo en ruta, la Benelli parecía ir más fina. Era evidente que en un determinado momento de la marcha, se aceleraba bruscamente, y de no ser por los gestos de preocupación del hombre, Clemente no se hubiera percatado.
Subiendo una colina, y en el intento de seguirle, uno de los estribos de la Sangals rozó en el suelo, sacando chispas. Al principio se asustó, pensando que había vuelto a perder la paellera o el camping-gas, pero al poco se dio cuenta que era el apoyo del pie. La cosa se fue animando, y en un momento dado, cuando más cerca estaba de alcanzarle, debido aun nuevo fallo de la correa, cosa que él desconocía, un autobús de línea se interpuso en la persecución.
La cosa empezaba a torcerse, para más dificultad empezaba a anochecer, y la poca luz de la Sanglas, teniendo en cuenta que no debía utilizar las luces largas, so pena de fundir una vez más un fusible, y viendo que su compañero se decidía a sobrepasar al bus, Clemente decidió que “todos a una”, y realizó una maniobra espectacular.
Adelantó por la izquierda al autobús, sin recordar que estos tipos circulan al revés del mundo. Cuando quiso incorporarse a su carril, dudó por que lado de la calzada debía hacerlo. Unos segundo fatídicos amenizados por el bocinazo del bus que le asustó, una duda que costaría cara. Muy cara. El impacto contra el Bulldozer fue tremendo. Era la tercera vez que sufría un accidente en el poco tiempo de vida motorista que le acompañaba. Y su suerte, esta vez no le iba a ser tan benévola.
Todo se volvió oscuro. Dejó de sentir. Oía voces, olía a hierba húmeda, quizás llovía por que él se sentía mojado, tenía frío, mucho frío, y temblaba, un vago recuerdo de sirenas, gritos de espanto, no entendía algo que le decía una señora y todo se fue al negro.
Al negro absoluto.>>
Continuará.
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No puedes dejarnos con Clemente en lo negro!!
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<<El transporte había llegado al sitio concertado. Allí una pequeña comitiva formada por la Pepi, su hermano convaleciente, Donato el nuevo compañero de Clemente, y la ausencia del cuarto miembro, el buen amigo Jorge, que se había quedado dormido en el ascensor cuando se dirigía hacia allí, recibieron la gran caja de pino que contenía los restos de la tragedia.
Aquellos momentos tan emotivos tuvieron como consecuencia que la mujer, ya no tan gruesa como antes, rompiera a llorar ante la dura realidad. Aquellos restos nunca más cobrarían vida de nuevo. Tal era su desconsuelo, que por un momento perdió el control y llorando a lágrima viva, y con la visión borrosa, fue a tropezar con la pierna operada de su hermano que gritó víctima del encontronazo.
Donato se había acercado con uno de los furgones del trabajo. Los empleados del transporte, con ayuda de los presentes, básicamente de Donato y Pepi, ya que el hermano se hallaba revolcándose de dolor por el suelo, introdujeron la caja en la furgoneta para, tal y como se había dispuesto, despedir de la manera oportuna lo que contenían.
Un taxi siguió a modo de cortejo al gran furgón hasta la sala donde se iba a depositar la gran urna de madera. En el interior Pepi, y su hermano que seguía lamentando el traspiés de la mujer, lloriqueando, mientras la Pepi, le culpaba a él por no estar ágil y atento y no haberse apartado a tiempo. El buen hombre, muy apocado desde su accidente, desmejorado de su oronda realidad pretérita, obviaba decirle que no había podido apartarse a tiempo, dada su incapacidad para hacerlo, y por un motivo mucho más peregrino. La ropa le estaba tan grande desde que guardaban un régimen alimenticio tan estricto, que le impedía moverse con la necesaria soltura con el fin de evitar el atropello.
Una vez en el lugar de destino, llevaron la gran caja a un estrado del fondo del salón. Allí en breve se oficiaría la despedida oficial. En la caja reposaban los retales del resultado del accidente, que fue brutal. Ni una sola parte había quedado unida a la espina dorsal de la moto. Guardaba en su interior el chasis doblado, restos de una rueda ya que la otra se dio por desaparecida, el depósito y asiento que no había sido posible separar, las pertenencias de Clemente, paellera con tan sólo un asa verde doblada, camping-gas que si uno era curioso, podía acercarse y escuchar un tímido “shhhhhh”, y llamaba la atención el estado impecable de una soldadura que se había realizado a la parrilla portabultos.
Dos horas después, en aquella gran sala, que pasaría a ser en breve el comedor principal de la nueva cervecería de Pepi, se encontraban reunidos, familiares y amigos de la pareja. Todos jarra de cerveza en mano, excepto el hermano de la mujer, futuro cuñado de Clemente, que sostenía un té con limón sin azúcar, brindaron por la despedida de la breve pero fiel compañera de viaje del mismo. En honor del gran viaje de Clemente, el local se llamaría “Cervecería Inglaterra”. Guardarían su siniestro en un almacén anexo como recuerdo de la gran aventura vivida.
Excepto Clemente, que guardaba cama en un hospital de Gran Bretaña, todos lo hicieron con gran sentimiento y dedicación. Al poco, la Pepi debía abandonar la reunión para volver junto a su amado y prometido, y preocuparse de que su recuperación fuese rápida y confortable.
TRES MESES MÁS TARDE.
Una silla de ruedas trasladaba a Clemente el lugar del oficio. Allí, vestida de blanco inmaculado, y acompañada por un tío de Badajoz, que ejercía de padrino, ya que su hermano se encontraba convaleciente de una nueva operación del pie, a raíz de un percance estúpido, esperaba impaciente la llegada del novio.
Por una vez era él, el que se permitía el lujo de llegar tarde. Clemente estaba un poco cambiado. No lucía el bigote, que había tenido que ser afeitado en el Hospital, para curarle alguna de las heridas del rostro. Entre ellas, al igual que el buen hombre que había sido atacado por un enloquecido caballo, la perdida de la oreja derecha, que salió enganchada en la hebilla del casco, producto del violento choque contra el bulldozer.
Seis costillas rotas, le impedían aún hoy, respirar con normalidad. El codo derecho fracturado, la pierna del mismo lado por tres sitios distintos, y una fuerte contusión testicular, junto a múltiples magulladuras, fueron el resultado del impacto. Asimismo perdió tres dientes, que fueron sustituidos por una prótesis dental que le dificultaba el habla.
Su barriga cervecera había pasado a mejor vida y era un recuerdo. El pelo rapado al cero, una palidez notable, y cierto titubeo al hablar por la intolerancia al aparato dental, no restaban presencia a Clemente. A pesar de ir sentado en la silla de ruedas que era empujada por sus dos sobrinos, que reñían para ver quien guiaba el artilugio, estaba elegante con un traje de tweed color gris. La tela había sido comprada por la Pepi en una sastrería de Inglaterra, y confeccionada por un artesano de la ciudad. Los zapatos nuevos, que no habían sido estrenados, le daban una apariencia de parapléjico que no cuadraba con su renovada vitalidad.
En la puerta del templo aguardaba su madrina. La octogenaria madre de Clemente que víctima de una incipiente demencia senil, creía que iban de excursión a Peñiscola. Una vez allí la Pepi se abalanzó sobre su hombre para darle la bienvenida y darle su último beso de soltera. Hubo unas semanas que dudó de que el golpe genital que había sufrido Clemente, pudiera haber derivado en una merma de su hombría, así que se tranquilizó, cuando en el hospital inglés, ambos tuvieron inacabables momentos de pasión y desenfreno.
Hicieron su entrada con los acordes dela marcha nupcial de Féix Mendelssohn. A ambos lados de la iglesia estaban los invitados. Cerca de la salida un grupo de moteros franceses, amigos íntimos de Clemente, destacando una mujer rubia de muy buen ver y que lucía una blusa semi transparente. Un anciano galo guardaba en una caja una acordeón nueva, dispuesto a tocarla en el banquete posterior. Más adelante estaban el primo de Pepi, y su mujer Odile. La hermana de Odile, que lloraba a escondidas junto a un escultor famoso, al parecer su esposo.También un jardinero portugués y un viejo mecánico que estaba inquieto, deseando ver los restos de la Sanglas, para ver si tenían alguna posible reparación.
Un chico con largas melenas británico, acompañado por otro amigo de más edad, que había sido testigo del accidente, y que amablemente declaró que el culpable fue un chófer de autobús que había entorpecido el adelantamiento de Clemente. Habían aparecido con un coche espectacular y muy ruidoso. Un Talbot Sumbeam Lotus lleno de faros y con pinturas de “guerra”. El testimonio del hombre fue fundamental para conseguir un gran indemnización monetaria, y su ingreso en prisión por conducción temeraria. Otra gran indemnización por parte de la empresa propietaria del bulldozer, que no estaba asegurado, pasó a manos de Clemente, lo cual hizo más llevadera la convalecencia.
Una fila más atrás, un señor también inglés, propietario de una Sanglas 400 y varios miembros del club del mismo nombre, venidos ex profeso a la boda en sus motos.
En otros bancos aparecían por voluntad de Clemente, los dos señores de la casita que fueron muy amables cuando tuvo su primera caída en carretera. Les acompañaba un productor de melones, dueño de un burro que también se vio envuelto en el percance. Una pareja de la Guardia Civil también asistía al evento, lo mismo que un repatriado español, que había conocido en el vuelo e vuelta, absuelto del delito de viajar de polizón en un barco griego. Esta persona, mermada físicamente de ambas rodillas, con graves quemaduras en la cabeza, era la única que maldecía su presencia en el templo, ya que era un ateo confeso, y le producía cierta inquietud ser reconocido por los números de la benemérita, que le detuvieron por vez primera.
El banquete posterior se celebró en la Cervecería Inglaterra. Allí un gran menú a base de paella, pularda con guarnición, que provocó el desmayo de Odile al ver el ave en su plato, marisco de Huelva, y surtido de tartas. Un gran cocktail de bienvenida, con un ponche refrescante, donde por “accidente” un muchacho francés vertió una docena larga de unas pastillitas minúsculas, daba entrada al festín. En el fondo de la sala, la gran caja de pino con los restos de la moto en el interior a modo de homenaje, servía de informal decoración junto a una par de grandes ramos de rosas blancas, símbolo de la virginidad de la esposada.
Los invitados parecían comenzar a sentir calor y ganas de correr, justo en el momento, en que un par de antiguos compañeros de Clemente, llamados Bermúdez y Gadea, descargaban de una ambulancia el regalo de su esposa, para celebrar el enlace. Una magnífica, nueva y roja, Ducati Darmah 900. Su nueva compañera de aventuras.
Clemente no quitaba ojos a su nueva moto y a su esposa. Ésta en cambio parecía incómoda con la actitud que estaban tomando casi todos sus invitados, que parecían haber enloquecido. Al compás de una acordeón vio a su primo bailando con el pantalón desabrochado. A su esposa encaramada en la barra del bar, amagando tirarse al vacío, convencida de poder volar, a un chico inglés, el del coche ruidoso que se besaba con la hermana de Odile, mientras se quitaban la ropa. El repatriado con las rodillas lesionadas, invocaba la diablo a voz en grito. Los del club Sanglas, introducían en el comedor las motos y se desafiaban a una carrera entre las mesas. Una pareja de ancianos aficionados a los puzzles se peleaban con los camareros exigiendo más ponche.........
Un gran viaje el de Clemente, si señor. Lo único digno de mencionar fue que a partir de aquel día, la gente si recordaba la cara de nuestro amigo. Sobre todo la ausencia de una oreja.>>
FÍN.
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Muy bueno!!! Ahora nos falta Clemente con su nueva Ducati 900... :salida::salida:
Gracias Edu65.:bravo1:
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:aplauso::aplauso::aplauso::aplauso::aplauso: queremos otro!!!!
Muchas gracias, estupenda iniciativa la de hacer algo así en el foro
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Si, muy muy bueno. Me ha encantao!! :aplauso::aplauso::aplauso::aplauso::aplauso::grac ias::gracias::bravo1::bravo1::bravo1::bravo1::brav o1:
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Camisetas y pegatinas ya!!!:gracias::gracias: