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Tema: El gran viaje de Clemente por Paté

  1. #11
    Edu65
    Fisgón
    VIIº

    <
    Clemente, que seguía con su dolor de tobillo, también tuvo unos días convulsos. Con respecto al beso, pasaba las horas tratando de recordar cuando había sido la última vez que una mujer le había besado. Tenía claro, que ésta había sido la primera vez que él había tomado la iniciativa. Puede que fuera su prima Leandra el día de la primera comunión. Tanto daba. Lo que de verdad le mantenía alerta era el rumor que se había desatado en su puesto de trabajo. Al parecer pretendían, por considerarlo innecesario, prescindir de un portero en el recinto. Corría el chascarrillo de que iban a colocar un sistema automatizado para abrir y cerrar la cancela, y que los propios conductores de las ambulancias se encargarían de llevar un control de entradas y salidas. Él, que siempre había sido abnegado en su tarea, que llevaba con meticulosidad prusiana todos los datos, que apuntaba en una libretita, era objetivo de sus superiores.

    No fue hasta el día posterior cuando llegó a las ocho de la mañana con su moto, que vio a unos operarios procediendo a transformar la puerta para poder acoplar una suerte de ingenio que se suponía iba a poder abrirla y cerrarla. En el otro extremo, otros trabajadores se afanaban con unos cables eléctricos y una especie de portero automático. El corazón le palpitaba del mismo modo y con el mismo ritmo, que cuando fue velozmente sobrepasado por las motos de los pobres chicos quemados.

    Una vez aparcada la moto, dejó el casco sobre el sillín, y una vez más este salió rodando. Lo recogió y lo dejó en el retrovisor, que como de costumbre cedió y más tarde habría que recolocar de nuevo. Se quitó los guantes y pasó al interior, con el firme propósito de anotar en su cuadernillo esta incidencia, pero se topó con su jefe supremo. Este con una medio sonrisilla le hizo participe de la noticia. Prescindían de su puesto de trabajo, y si bien no podrían mandarlo al desempleo, gracias a su situación funcionarial, lo trasladarían de inmediato a otro departamento; quizás al de recogida de basuras.

    De nuevo, le faltó el ánimo y se desvaneció. Empezaba a ser una costumbre muy molesta eso de desmayarse. En su delirio, soñaba con Pepi. Ésta corría desnuda lanzando besos a todos sus compañeros de trabajo. Incluidos Bermúdez y Gadea, que en su sueño ardían si aparentar dolor ninguno. Terminaba la doncella en brazos de su jefe supremo, que lanzaba, como lanzaban caramelos los Reyes Magos, libretitas llenas de anotaciones.


    En cambio, esta vez, cuando recuperó el sentido, no encontró la cara de su hermana, ni la del bobo de su cuñado, ni la de los dos sobrinos idiotizados. Se topó con la de su jefe. Ya no esbozaba una medio sonrisilla. De haber estado en plenitud de facultades habría sido consciente de que la cara que lucía, era de suma preocupación. En su mano portaba la libretilla de Clemente. La ojeaba con denuedo. Allí podía observar anotaciones del tipo “Salida de Bermúdez y Gadea, con destino a mudanza de comedor de la madre del señor subsecretario. Hora: 11,30”, a continuación se leía, “Llegada de Bermúdez y Gadea, sin ambulancia y con síntomas de haber sufrido un accidente y con olor a humo. Hora: 14,12”. Unas anotaciones más abajo “Llegada de grúa con la ambulancia siniestrada. Quemada. Hora: 8,58”.

    Preguntado por estas anotaciones, Clemente respondió que hacía años que las escribía. Por duplicado. Unas se quedaban allí y otras se las llevaba consigo, en una extraordinaria demostración de diligencia y orden en su cometido laboral. El señor jefe supremo, que siempre había pensado que era una estupidez y un malgasto, repartir los ingresos procedentes de los traslados y mudanzas del parque a él adscrito, con el portero, estaba seguro que la idiotez había sido no untarle como a los demás.

    Cuando Clemente hubo recuperado presencia de ánimo suficiente, sabía que su destino no iba a ser el departamento de limpieza y basuras. Al parecer había otro puesto vacante. Se trataba de un puesto de auxiliar en la morgue, donde su misión consistiría en cuidar el parque móvil, que constaba en dos furgones refrigerados Mercedes, y un Dodge Dart familiar. Trabajaría con otro empleado y se organizarían los turnos a su antojo con tal de tener los vehículos limpios y en orden de marcha.

    La Sanglas le había dotado de nociones mecánicas básicas indispensables. Era imprescindible tener a mano varías llaves fijas con las cuales ir reapretando los tornillos que se iban aflojando. Cada día que salía a rodar, encontraba un nuevo tornillo que apretar. Era ingente la cantidad de ellos que tenía una máquina moderna y prácticamente conocía cada uno de ellos con sólo mirarlo. De ahí que no viera pega alguna en su nuevo destino. Además sabía que allí tenía un garaje cerrado donde poder dejar la moto.

    Interrogado por su jefe con respecto al destino final de sus cuadernillos, Clemente dejó claro no recordar con exactitud donde los guardaba, y su jefe, muy solícito, le recomendó para un ascenso de categoría que se haría efectivo con el nuevo destino. Eso le costó, aunque nunca dijo nada a Clemente, el tener que destinar las tres ambulancias del parque ministerial, al traslado de los enseres de una explotación apícola, incluidas tres colmenas con sus inquilinos, para devolverle el favor al jefe supremo que había aceptado la nueva escala salarial de alguien que no conocía.

    Dado su precario estado de salud, Clemente fue eximido de trabajar los siguientes días. Sin dar explicaciones. De su pronta recuperación dependía que lo perdieran de vista cuanto antes. Sobre todo a sus anotaciones comprometedoras. Curiosamente, unos minutos más tarde su jefe supremo, se devanaba los sesos tratando de describir el aspecto físico de Clemente a un subordinado. No tenía ningún rasgo que recordara. Salvo un tupido bigote, que le recordaba a Burt Reynolds. Tampoco recordaba su nombre. Sólo sus libretitas.

    La mejor manera que encontró de sobreponerse al disgusto, fue desahogarse con un paseo en moto. Un paseo tranquilo, sosegado. Con el objetivo de disfrutar de la moto. Era raro, pero nunca había oído a nadie que dijera que fuese a relajarse conduciendo un coche. Ni siquiera un buen coche como el de su cuñado, un Citroen GS. Debía de ser algo que solo sentían los moteros.

    Se enfundó los guantes. Esta vez si que se había atado el casco con anterioridad y no necesito quitárselos. Puso el espejo retrovisor en su posición correcta. No se puede decir que viera gran cosa por él, debido a las vibraciones, pero era obligado llevarlo. Enfiló la calle, y esta vez decidió cambiar de ruta. Se dejaría llevar por el destino, por el azar.

    Circulaba por una carretera secundaría que atravesaba los pueblos de las afueras. En varias ocasiones cruzó puentecillos que indicaban que pasaba por debajo de ellos el Arroyo de las Culebras, el paisaje era verde intenso, los campos de cultivo rebosaban frutos. Sentía el aire sobre su cara, se sentía ya mas reconfortado. Evadió su mente y pensó en Pepi. Una sensación de deber cumplido le invadía cada vez que recordaba el beso que le había dado. La moto iba perfecta, los indicadores oscilaban con una imprecisión adecuada, el traqueteo del motor era uniforme. Incluso se permitía ya el lujo de moverse levemente en el asiento. Y en una ocasión soltó una mano del manillar para meterse la camisa que ondeaba fuera del pantalón. Era el verdadero placer de ir en moto. La plenitud absoluta.

    De repente notó un intenso dolor en la mejilla. Un maldito abejorro del tamaño de una aceituna de las gordas se había estampado contra ella. Por la cara le chorreaba un liquido amarillento que el no podía ver. Maldijo al abejorro, a la madre naturaleza por obsequiarnos con bichos inmundos, y deseó plagas que terminaran con todos ellos sin excepción. Detuvo la moto en el arcén y paro el motor. Pudo entonces mirarse en el espejo y ver como tenía un moratón enorme. Se limpió con el guante el maldito liquido amarillo y deseó con todas sus fuerzas que una bandada de pájaros terminara con toda la estirpe del abejorro asesino.

    Reemprendió la marcha y recordó que los quemados de las motillos humeantes solían ir agachados. Decidió adoptar esa postura para volver a la ciudad, y decidió que la próxima vez se pondría un pañuelo que le protegiera de los posibles impactos. No recordaba que en la película de video, ninguno de los protagonistas recibiera el impacto de un insecto. Maldijo a los guionistas por no ceñirse a la realidad y por primera vez maldijo los cascos abiertos, que lejos de ser una buena idea, eran a buen seguro, un ingenio de Satanás.

    Dolorido inició el regreso. Circulaba de manera menos relajada que a la ida. La mejilla le palpitaba. Deseaba regresar y tomarse un par de cervecitas. Quizás en casa de la Pepi. El marcador indicaba que marchaba a una velocidad entre noventa y ciento diez por hora. Como quiera que la vía era recta de solemnidad, emprendió la audaz iniciativa de agacharse sobre el depósito. Descubrió dos cosas importantes. El aire no le golpeaba con tanta fuerza y sin acelerar más, el odómetro indicaba una velocidad entre cien y ciento veinte. Por primera vez alcanzaba una velocidad tan alta. Altísima diría más adelante.

    Tan absorto se encontraba en sus cálculos de velocidad, que no observó con detenimiento que la carretera dejaba de ser recta y discurría con una curva a derechas de cierto ángulo. Para cuando quiso darse cuenta supo que aquello no terminaría bien. Cruzó su carril, invadió el sentido contrario, e hizo lo que instintivamente su mente le recomendó. Ponerse rígido y apretar simultáneamente embrague, freno delantero, freno trasero, cambio de marchas y bocina. La moto, producto de un bloqueo de rueda trasera, pegó un fuerte latigazo, mientras el claxon sonaba sin cesar, retomó un poco la trayectoria correcta y Clemente pudo ver por primera y última vez que se dirigía sin remedio contra una tartana melonera, tirada por un burro, que venía en sentido contrario.

    Nadie sabe como, pero evitó el choque con el carro de melones. Lo que no consiguió esquivar fue un seto de lurus nobilis que delimitaba la finca colindante. Lo atravesó, como un cuchillo caliente la manteca, atravesó un parterre lleno de rosales esplendorosos, un pequeño jardín que servía de entrada a una terraza, donde un matrimonio de ancianos se entretenía completando un puzzle de cinco mil piezas, que terminó por los aires y donde finalmente la moto terminó su loca carrera. Y digo la moto, por que Clemente no superó las matas de rosales, ni sus espinas.

    Interrogado más tarde por el departamento de atestados de la Guardia Civil, decía no recordar nada. Y decía la verdad. Tan sólo, por muy extraño que parezca, recordaba la cara de un burro, muy cerca de la suya, y juraba que incluso recordaba su olor.
    En un hipotético universo animal, si hubieran interrogado al burro, habría dicho lo mismo. Que recordaba únicamente la cara de un humano muy cerca de la suya, de la cual no recordaba rasgo alguno, exceptuando un tupido mostacho y las marcas de un golpe en una de las mejillas.

    El atestado final indicaba que un motorista de nombre tal, circulaba por la carretera tal, perdió el control de la motocicleta con matricula tal, invadió el carril contrario, y con un dominio incontestable esquivó un tiro de burro y carro cargado de melones, atravesando posteriormente el seto que delimitaba la finca de los señores tal, que sufrieron un shock traumático, recibiendo daños en el seto dicho, en unos rosales, de uno de los cuales tuvo que ser excarcelado el conductor de la motocicleta por el cuerpo de bomberos; asimismo indicaron la perdida de un puzzle de cinco mil piezas, y el césped de entrada resultó dañado por un vehículo descontrolado que derramó el combustible.

    Indicaba también que el accidentado, tuvo que ser evacuado en un coche particular, por carecer el servicio de ambulancias de algún vehículo disponible, y que el carro tirado por el burro había salido al trote, volcando posteriormente, y perdiendo doscientos melones que quedaron desparramados por la carretera, y a el paisano que lo guiaba igualmente tirado en la cuneta. Hacía mención que el animal sufrió un desvanecimiento parecido al conductor de la motocicleta.>>

    Continuará.

  2. #12
    Ya lleva tacos Avatar de munchi9
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    sigue por favor, me mola el Clemente

  3. #13
    Edu65
    Fisgón
    VIIIº

    <
    La carretera discurría en una inacabable sucesión de curvas. El asfalto impoluto invitaba a ser recorrido a toda velocidad. La ausencia de tráfico ponía la guinda perfecta para una inmejorable jornada motera. Clemente subía marchas con soltura, reduciendo la velocidad necesaria para abordar el siguiente giro. Descolgaba su cuerpo en el viraje, con la rodilla buscando el límite de inclinación. El motor rugía alto de vueltas y parecía pedir más guerra. Abordaba la siguiente curva en forma de ese, con maestría digna de un piloto, su cuerpo danzaba de un lado a otro del asiento. El índice derecho rozaba la maneta de freno con habilidad. Notaba como la suspensión delantera se hundía levemente y cerraba el ángulo de la dirección , acortando la distancia entre los ejes y haciendo la moto más ágil. Ya no era un simple conductor de motos, era piloto.

    Abrió los ojos y dejó de soñar. Se encontraba en la misma cama del Hospital desde hacía dos días. En la cama contigua seguía el mismo muchacho de ayer. A su lado, sentada en un butacón, estaba dormida la Pepi. En su regazo sostenía un libro abierto. Se podía leer el título, “las bondades de una dieta sana”. La veía ostensiblemente mas delgada, dentro de un orden. Hacía cinco largos días que no ingería alimentos, al menos en la proporción habitual. En otras circunstancias , la hubiera visto sosteniendo en ese mismo regazo, una hogaza e pan, una torta del Casar y un cuchillo para untar el rico manjar.

    Seguía estando dolorido. El cuerpo estaba decorado de incontables arañazos producto de su travesía floral. Según había dicho su hermana, antes de que la Pepi la echará a empujones de la habitación, por maltratar a Clemente, habían contado mas de cien espinas extraídas. Alguna de ellas dolorosa de necesidad, como la que había tenido incrustada en uno de sus testículos. Curiosamente, en su cara, dejando de lado un increíble trauma producto del golpe con el abejorro, no se alojó ninguna.

    Aquellos días, a pesar de todo, habían sido los más aleccionadores en lo que respecta a su reciente afición. Pasaba el día charlando con el muchacho de la cama vecina, que estaba ingresado, al igual que él, por un siniestro en moto. Sufría de rotura de ambos brazos y de dos costillas, pero era un tipo locuaz y alegre. Compartieron largas charlas moteras. Términos hasta la fecha desconocidos como gripar, tumbar, el verdadero significado de “quemado”, patinar el embrague, y otros muchos de la jerga motera, cobraban sentido para Clemente.

    La Pepi despertó de su letargo después de un prolongado ronquido. Vió como Clemente estaba asimismo en vela y le sonrió. Le puso al corriente de las novedades, como que su moto ya estaba en el taller en proceso de reparación. No obstante había tenido que amenazar al comerciante con una demanda, ya que pretendía demorar el arreglo de la moto varias semanas. Algo inconcebible en su mente práctica. Los desperfectos consistían en sustituir las dos barras de la horquilla delantera, llanta delantera también, guardabarros, tapizar el asiento que estaba rasgado en varios puntos, y sustituir el manillar torcido y una estribera. Le contó que también ella estaba sufriendo una transformación. Había mandado castrar al caniche para ver si así se aplacaba en el ímpetu de orinar en los visillos. Asimismo había invertido una importante suma de dinero en un local de la avenida, que había resultado calcinado en un incendio reciente, y barajaba la posibilidad de montar un gimnasio con consulta de dietética. No le comentó nada de su intención de iniciar una dieta estricta.

    Los días de reposo le estaban sirviendo para madurar la decisión de su viaje. Tenía que decidir en breve su destino. En el televisor del cuarto, que no tenía sonido, se podían apreciar imágenes de un sangriento atentado en el Líbano. Mucha gente corriendo de una lado para otro, montones de escombros y mucho humo. Se alegró sobremanera de haber descartado Beirut como colofón a su aventura. Ahora pensaba en un destino algo más próximo. Un lugar donde se viviera la moto de manera positiva.

    Algo perturbó sus pensamientos. En el otro extremo del pasillo, se oían unos fuertes gritos y quejidos. Mandó a la Pepi a interesarse por lo que estaba aconteciendo, y al poco regresó diciendo que no era nada importante. Al parecer un paciente gritaba por el dolor que le producía la cura que le estaban practicando. Víctima de un accidente de tráfico, se había visto atacado por las abejas de un par de colmenas que estaba transportando, al parecer también, en una ambulancia. No obstante no había que lamentar daños para el vehículo implicado, afortunadamente.

    Su compañero de fatigas le relataba como su moto, una Moto Morini de 350cc, era muy fiable. Al contrario que la Sanglas, no era necesario estar continuamente apretando la tornillería, y aunque su cilindrada era menor, gozaba de unas prestaciones superiores. Lamentablemente sus días habían terminado el día del accidente. Pero si algo había notado Clemente, era que a pesar de las circunstancias adversas que estaban padeciendo ambos, sus ganas de montar en moto no disminuían. Incluso aumentaban. El muchacho decía tener ya “fichada” una Yamaha XS 400. Se rumoreaba que gozaba de una calidad impresionante. A Clemente le parecía que esos “chinos” no durarían mucho en el negocio de las motos. Se limitaban a copiar a los europeos.

    Tras una semana de ingreso, Clemente fue dado de alta. Se despidió amablemente de su compañero de fatigas, y este le deseó buena ruta y ráfagas. Él no era muy partidario de hacer ráfagas en su moto. Dos veces que lo hizo, se fundió uno de los fusibles, y es que la instalación eléctrica de su moto era el punto más débil de ella. Así que él, le hizo la señal de la “V”, que al menos no suponía avería ninguna.

    No caminaba con la soltura habitual, eso alegraba a la Pepi, que con su caminar cansino y atropellado, producto de su obesidad, se sentía más cómoda con un ritmo relajado. Convinieron en sentarse en una terraza, y días después, por fin, se pudo tomar unas cervezas. Ella en cambio tomo una tila. Brillaba el sol. Por delante de ellos el tráfico normal de un día normal. Pero a Clemente le sabía a gloria bendita respirar el aire contaminado dela ciudad. Se miraban a los ojos, no decían nada, y en el momento en que la Pepi iba a decir algo, que se intuía importante, pasó por delante de ellos una moto maravillosa a los ojos de Clemente. Y todo dejó de existir. Una moto roja, con un carenado pequeño, con un ronroneo magnifico, una Guzzi LeMans, o eso creyó leer.

    Esa especie de veneno que uno lleva dentro, que va creciendo en el interior sin saber cómo, sin explicación ninguna, se había adueñado de su cuerpo.

    La pobre y oronda mujer que iba a hacer participe de su intención de “ponerse guapa para él”, se apiadó de su galán. Vio como el brillo de sus ojos, que ella deseaba para si, ahora, pero solo ahora, en este instante, eran para un montón de hierro y cromo.

    El que habló fue Clemente. Por fin había decidido el destino de su epopeya. Se consideraba preparado para ello. Tenía experiencia en el manejo ágil de la moto, en pequeñas reparaciones, incluso en saber caer, y tenía por fin un destino en mente. Eufórico por la decisión, y ya por su cuarta cerveza, tomó las manos de Pepi, y le dijo, que cuando volviera de su viaje, empezarían a concretar una vida en común, una vida en pareja, una boda tal vez, si ella aceptaba, claro.

    La mujer sintió como un volcán en su interior. Las manos, en contra de su costumbre, le temblaban, por sus mejillas discurrían un par de lágrimas, y presa de una excitación semejante a la de él, le prometió que a su regreso, y como muestra de amor infinito, le regalaría la misma moto que acababan de ver.

    Clemente, en un ataque de alegría inmensa, se acercó a su amada, le beso fuertemente, y le dijo al oído el destino de su viaje.>>



    Última edición por Edu65; 20/07/2014 a las 13:34

  4. #14
    Edu65
    Fisgón
    IXº



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    Resultó ser un hombre muy trabajador y que hacía fácil la convivencia. Ambos se dedicaban a limpiar por dentro y por fuera los tres vehículos mortuorios de servicio público. En ellos se trasladaba a los fallecidos que carecían de seguro de decesos y no tenían medios económicos, a los presos que perecían en presidio y a los vagabundos sin hogar conocido. Como quiera que tales circunstancias no se daban con asiduidad, disponían de incontables horas de relajo.

    El emplazamiento donde trabajaban, era una gran nave que distaba unos trescientos metros del instituto anatómico forense. Estaba compuesta por un gran garaje, una estancia para los empleados, que eran ellos mismos, y los doce chóferes de los vehículos, algunos de los cuales, aparecían para fichar y se marchaban, e incluso uno de ellos, nieto de un coronel médico con muchas influencias, era un completo desconocido para el resto. En un extremo de la inmensa nave, había dos cámaras refrigeradas, a modo de depósito, por si era necesario utilizarlas en caso de calamidad con gran número de víctimas. Una de ellas era usada de forma eventual para el almacenamiento de productos cárnicos, pero ahora se encontraba vacía, para gran pesar de Donato, que aprovechaba tales circunstancias para llenar la despensa de su casa.

    Las horas muertas las dedicaba Clemente a preparar la ruta de su viaje. En una gran mesa se hallaban desplegados inmensos mapas, en los cuales trazaba el recorrido más apetecible. Varías guías de viaje y una enciclopedia Espasa, descansaban sobre un banco.

    El recorrido partía de su ciudad y buscaba la frontera norte del país. Llegar a Irún, le supondría un día de viaje. De allí subiría hacia el norte, con la intención de recalar en Burdeos, donde al parecer, servían buenos vinos. Aunque él era más de cerveza. El día siguiente pernoctaría en Poitiers, y en un día más llegaría a las afueras de Orleáns, donde la Pepi, tenía un primo carnal casado con una adinerada señora francesa, y que habían insistido en que pasara con ellos unos días. Al menos tres. El viaje continuaría visitando Paris, aunque sospechaba que no habría demasiado que ver, pero ya que pasaría por allí, ocuparía algún día en verlo. De allí a Calais, donde cogería el ferry con destino al país que había decidido visitar. La Gran Bretaña.

    Cómo se había decidido por ese destino, era una mezcla de ocurrencias, imaginaciones varias, estereotipos que se había formado leyendo noticias a medias, y el haber oído con interés las historias de aquel muchacho en el hospital, que le narraba con entusiasmo el espíritu motero que se vivía allí. Al decir de aquel chico, las motos inglesas habían marcado época, eran de una calidad contrastada, y seguían fieles a la tradición. Cosa a la que al parecer eran muy dados los ingleses.
    Clemente además pensaba que nos unían muchas más cosas. Los británicos eran un pueblo muy dado a la bebida. Eso al menos le hacía sentir cierta simpatía por ellos. Históricamente habían sido, al igual que el noble pueblo hispano, colonizadores sin escrúpulos, hicieron del arte de navegar una gran escuela de piratas, bucaneros, filibusteros y corsarios. Sobre todo corsarios. Eso de robar con el beneplácito de los mandatarios, nos calificaba como de semejantes. El no ser muy tiquismiquis con la higiene personal, sobre todo de las mujeres británicas, que solían lucir pelambrera en el sobaco, también le parecía una clara ventaja, dado que las condiciones de su periplo, no permitirían muchas alegrías con los asuntos del jabón.

    Cómo viajaría en Agosto, las posibles inclemencias de su caprichoso clima desaparecerían sin lugar a dudas. La comida, que según se comentaba, era una especie de atentado al buen paladar, no le preocupaba, ya que tenía pensado como solventar el problema con autosuficiencia e ingenio; y una completa guía de camping solucionaría el asunto de dormir.

    En estas semanas se había hecho con un equipamiento adecuado. La Pepi le había comprado un barbour Garibaldi, con el cual estaba a salvo de la lluvia y del frío. Como hombre agradecido que era, no puso objeciones a la prenda, pero en Agosto, estaba seguro que con una chaquetilla habría sido mas que suficiente. Él se había procurado un nuevo casco. Se deshizo del casco jet un mal día en que este último cayó del asiento por enésima vez. Una patada de frustración por su parte, hizo que fuera a parar debajo de las ruedas del Barreiros de una cantera que había subiendo a la ermita del Cristo de la Peña. El casco acabó grotescamente aplastado por el pesado camión, y el dedo gordo de su pie que lucía unas sandalias cruzadas, dolorido por el puntapié. Lo sustituyó por un integral Climax de color rojo.

    Usaría un pantalón tejano, y llevaría, aunque le parecía una tontería, un pantalón impermeable amarillo, del tipo que usan los pescadores de alta mar. El calzado lo había recuperado del trastero. Lo encontró en una caja debajo de otras muchas, que contenían docenas de libretitas todas llenas de anotaciones, y eran las botas de cuando hizo la mili en Cerro Muriano. Resistentes y aislantes.

    En cuanto a la moto, una vez reparada satisfactoriamente, la había equipado con un portabultos reforzado, del cual colgaban dos alforjas de lona en los laterales. Una bolsa sobredepósito serviría para completar el equipaje. En ella tenía pensado guardar su ropa y los escasos, por inútiles, utensilios de higiene personal. En una alforja llevaría recambios para la moto, bujía, cables de embrague, una lata de aceite CS, un spray antipinchazos, y un surtido amplio de herramientas, así como cinta americana y alambre. La otra alforja estaría dedicada al avituallamiento. Camping gas, conservas, arroz de la Albufera, un pequeño cazo, cuchillos, tenedores, un par de botellas de pacharán y moscatel, mecheros y demás enseres. Sobre la parrilla, y sujetas por unos pulpos, irían una paellera, y una gran bolsa de lona negra con sus iniciales bordadas en blanco y rojo, que contendrían en su interior una pequeña tienda de campaña, el saco de dormir, y una esterilla.

    Con la ruta trazada, la moto dispuesta, y los pertrechos ya decididos, bastaba con aguardar el día de partida. Pasó los días con la Pepi, que seguía comiendo de modo extraño. Ensaladas, carne a la plancha, muchas infusiones, que le provocaban gases, que no reprimía,verduras y fruta. Tales hábitos habían sumido en una gran depresión a su hermano, el examinador. Y también a su carnicero de confianza. El primero de ellos había perdido si cabe mas peso que ella, y deambulaba con cara triste y apagada. Su malhumor iba in crescendo, y era raro que algún aspirante a conseguir el carnet aprobara a la primera. Los profesores de las autoescuelas tampoco estaban, lo que se dice muy contentos, ya que el porcentaje de aprobados disminuía y con ello el prestigio de sus academias. Uno de ellos encontró una rápida solución, que fue alabada por el resto de colegas. Contrataron a un conocido delincuente de la ciudad, famoso por su habilidad para escapar de las fuerzas del orden con conducciones suicidas, y con un buen fajo de billetes por medio, consiguieron que “accidentalmente” aplastara el pie del fulano simulando un error en una de las maniobras de aparcamiento de camiones.

    Aunque el hermano de la Pepi insistió en que había sido adrede, y que era un atentado contra su persona, ningún profesor admitió haber visto nada, y los alumnos que aguardaban su turno, aseguraron que fue él, el que se interpuso en la trayectoria del camión, sabedores que sus posibilidades de aprobar la prueba mejoraban con la ausencia del individuo en cuestión. Le aguardaban seis meses de baja, al menos.

    En cuanto al carnicero, sus ingresos habían disminuido un veinte por ciento, y barajaba la posibilidad de cerrar el negocio y jubilarse anticipadamente.

    Paseaba con su amada y dedicaban el tiempo a ver como avanzaban las obras del último local comercial que había adquirido. Sabiamente, y siguiendo los consejos de Clemente, había desechado la ocurrencia del gimnasio, y había decidido abrir una gran cervecería con grill y un amplio surtido de tapas y raciones. El negocio había causado gran expectación en la zona, ya que solo existían una docena de negocios similares en el barrio, cifra a todas luces insuficiente. Ocupaban el tiempo en tiendas de ropa. La mengua clara de volumen de la mujer, le obligaba a sustituir el vestuario, y pasaban horas de boutique en boutique renovando la ropa. Clemente solía sentarse y dormir en las interminables horas de prueba.

    En los momentos de más aburrimiento salía al exterior y observaba con detenimiento las motos que circulaban. Para su asombro, cada vez más motos orientales poblaban las calles. Pero su máximo deleite era cuando pasaba alguna moto ruidosa que le ponía los pelos de punta. Era habitual ver y oír pasar una Laverda 1000 Jota roja, que dotada de un escape abierto, hacía atronar el tricilíndrico sin compasión. Vio en un par de ocasiones la Moto Guzzi LeMans y también le recorría un escalofrío de emoción. A veces se sentía un tonto con simplezas de este estilo. Le resultaba chocante que un montón de tornillos, y acero, pudiera hacerle sentir emociones, así que siendo un hombre práctico, cada vez que esto sucedía solía evadirse tomando unas cervezas. Y creía olvidar. Pero en su mente, la imagen de su querida moto le acompañaba. No era probablemente la mejor moto del mundo, como había pensado cuando la compró, pero era suya. Y en la cuarta o quinta cerveza, cuando ya empezaba la maldita cancioncilla a no querer abandonar su cabeza, se imaginaba rodeado de bellos paisajes, carreteras infinitas y solitarias, pilotando la Sanglas como un virtuoso piloto de carreras.

    Pronto llegaría el día soñado. Ese día que le definiría ya de por vida, como aventurero en moto, y embajador de la excelencia rutera allende de nuestras fronteras. >>


    Continuará.

  5. #15
    Edu65
    Fisgón


    <
    Al otro lado de la plaza, estaba el hermano de su chica intentando, no sin dificultad, tomar una foto del momento. Apoyado en dos muletas, de esas que se apoyan en el sobaco, intentaba guardar el equilibrio necesario para plasmar la instantánea. En su pierna derecha lucía una gran escayola de la que asomaban tímidamente los dedos del pie. Se asemejaban a pequeños choricillos intentando evadirse de la cárcel de yeso.

    El que su hermana, la Pepi, estuviera continuamente reprochando su lentitud, no ayudaba a conseguir la ansiada foto. La Polaroid Sun 600 recién estrenada les regalaría en breve un momento inolvidable. La partida para el gran viaje de Clemente. Destino, la Pérfida Albión.

    La foto mostraba a Clemente luciendo lo que parecía ser una medio sonrisa, aunque nadie que viera el momento podría haber descrito ningún rasgo llamativo de la cara, en toda su vida, por mucho que lo intentase. Era un tipo, creo que nunca se ha dicho, con una cara que nadie conseguía recordar pasados unos minutos. Vestía el barbour Garibaldi, los pantalones tejanos, las botas de la mili relucientes y bien engrasadas, y en las manos sujetaba el Climax rojo con un par de guantes en su interior.

    A su lado, la Pepi, visiblemente más delgada, aparecía bien vestida y calzada con unos zapatos con cuña. De tal modo que hacía parecer a Clemente aún mas bajo de lo que era. Como de costumbre sus mofletes eran sonrosados, y de una mano colgaba un bolsito que parecía ridículo comparándolo con su enormidad.

    La moto, en el otro extremo de la toma, aparecía reluciente. Cargada con todos los avíos programados, llamaba poderosamente la atención, la paellera que dejaba sobresalir las asas por los extremos y que guardaba en su interior la bolsa con la tienda, el saco y la esterilla, bien sujeta al portabultos trasero con un par de pulpos. Ambas alforjas de loneta aparecían repletas al máximo, lo cual otorgaba una anchura considerable al vehículo. Sobre el depósito, la bolsa, que costo horrores sujetar en condiciones, con la ropa necesaria para el periplo. Un ojo entrenado vería en la foto que la moto era de color azul eléctrico, y que sin lugar a dudas la llanta delantera era muchísimo mas nueva que la trasera.

    La Pepi insistió en marcharse para evitar emociones mayores y el consiguiente bochorno de verse llorando delante de los vecinos. Abrazó con contundencia a Clemente que se sintió turbado. Le soltó un beso en la boca, y él, hombre de pelo en el pecho se lo devolvió con el mismo ímpetu. No cabía duda que la llama del deseo ardía con fuerza en su interior. Tenía planeado a su regreso, organizar una velada romántica y catar, por fin, las mieles carnales de su futura mujer. Sabía de la decencia proverbial de su amada, pero con un compromiso ya latente, solo faltaba la consumación para hacerlo firme.

    Se puso el casco y los guantes. De nuevo los nervios jugaron en su contra. Olvido atarse el casco y se los tuvo que quitar. Se dispuso a subir en la motocicleta y se enfrentó al primer gran problema. Subirse. Como quiera que las alforjas molestaban, que el bulto de la paellera y demás impedían subirse pasando la pierna por encima, la única opción factible era la de subir en la estribera y pasar la pierna con agilidad entre la bolsa sobredepósito y el equipaje trasero. Dicho así parecía tarea fácil, pero si consideramos que la palabra agilidad hacía tiempo que se había desterrado del cuerpo de Clemente, la cosa tomaba tintes dramáticos. No tenía otra opción, así que lo intentó, y si obviamos un leve toque con la gruesa suela de la bota en el asiento, la maniobra de acoplamiento salió a la perfección. Tocaba darle el impulso necesario para bajarla del caballete. Estando encajado entre la bolsa delantera y el extremo de la paellera que invadía parcialmente el sillín, la cosa resultó fácil. Ya estaba en el suelo.

    La moto, recién puesta a punto en el taller, arrancó a la primera. La emoción embargaba a Clemente. Estaba tan emocionado que su mente en esos instantes, era un páramo desierto. Nada transitaba por ella. Introdujo con un sonoro “clonc” la primera velocidad y soltó con finura veterana el embrague. Ya estaba en marcha. El viaje había comenzado. Recorridos apenas doscientos metros, los nervios le jugaron una mala pasada. Se meaba. Tenía que detenerse si o si, a aliviar su vejiga. Barajó dar la vuelta y volver a casa de la Pepi, pero descartó la idea para que la congoja no hiciera mella en su querida. Buscó con la mirada un bar y se detuvo delante de uno que hacía esquina. Recordaba haber estado allí el primer día que tuvo la Sanglas. Sin duda era una buena señal. El destino se aliaba con él y con esta coincidencia simbólica bautizaba su viaje.

    Detuvo la moto y observó que si la maniobra de montarse era complicada, la de apearse de la moto, era imposible. El pie no le alcanzaba para poner le pata de cabra, y apenas sostenía el considerable peso de la moto con las puntas de los pies. Cuando uno se encuentra en una situación apurada, da la sensación de que las neuronas se mueven mas rápido, y decidió que un bordillo de acera le serviría de apoyo. Dicho y hecho, paró junto al bordillo, se apeó de la moto, perdiendo grotescamente el equilibrio, pero sin llegar caer, y salió disparado al bar.

    Dos carajillos y una meada abundante después, por fin, ponía rumbo a la salida de la ciudad.

    Ya en carretera, circulaba a una velocidad de entre noventa y ciento diez, ya que nunca marcaba con exactitud una cifra concreta, cuando fue consciente que debido a una ley física inapelable, el exceso de carga suponía a su vez, un exceso de peso. Eso se traducía en una maniobrabilidad más deficiente de la moto, y en una especie de flaneo de la parte delantera. Nada preocupante, pero si que condicionaría la velocidad de crucero, que había supuesto sería de unos ciento diez, ciento treinta de oscilación. Con la carretera despejada, como corresponde a un lugar que no es de veraneo en pleno Agosto, los kilómetros pasaban deprisa.

    El viajar en moto le había regalado momentos impagables. Podía dejar su mente relajarse, dejando la atención justa en la conducción de la máquina. Era como un autómata, embragar, acelerar, frenar, todo surgía de modo natural. Tomaba las curvas de un modo menos natural, a consecuencia del ligero flaneo del tren delantero, pero poco a poco fue habituándose a ello. Cuando tuvo que sobrepasar a un camión de una cantera, tomó nota de que la aceleración, debido a otra ley indiscutible de la física, había disminuido en justa proporción al exceso de carga. No le quedaba otra opción que reducir marchas para hacer los adelantamientos con soltura. Buscó el lado positivo del asunto y pensó que al menos haría la conducción mas entretenida.

    En apenas cinco o seis horas llegaría al final de su primera etapa. Si los cálculos no le fallaban así sería. Por supuesto, los cálculos fallaron, cosa que suele ser harto frecuente en los desplazamientos prolongados. Buscaría un camping en las inmediaciones de la frontera con Francia, y al día siguiente, cruzaría la barrera que delimitaba los paises.

    El País Vasco, se le antojaba un buen destino. Había hecho la mili con un muchacho de Astigarraga, un tal Benito Berasaluze, que era un gran bebedor. También era un gran aficionado a comer con desmesura, y contaba increíbles historias de paisanos que levantaban piedras enromes con una mano, y de bueyes que tiraban de inmensas moles, también de piedra, y de desafíos de cortar a guadaña cantidades terribles de hierba, o de cortar troncos a velocidad increíble. Parecía ser un pueblo muy divertido.

    Ensimismado en su pensamiento, con la vista al frente, la cinta negra de asfalto pasando por debajo de su montura. Con ligero vaivén producto de una mala distribución de la carga, el sol de media mañana acariciaba su lado derecho del cuerpo y empezaba a molestarle en los ojos, momento en el que cayó en la cuenta que no había cogido las gafas de sol. A decir verdad fue un hecho afortunado, eran horribles y causaban espanto. Habían sido de su padre y hacía unos veinte años que ya se habían pasado de moda, aparte de estar torcidas y de quedarle pequeñas. Andaba planeando comprarse unas. Buscaría un lugar donde hacerlo nada más llegar. No tenía ni idea, pero suponía que en el País Vasco habría ópticas de confianza. Su mente se distraía haciendo cábalas de cómo serían las gafas, sus ojos miraban el número de kilómetros recorridos, estiraba las piernas para relajarlas, iba a ser un gran viaje. Un viaje inolvidable.

    Notó un ligero golpecillo en el cuello. Alargó la mano y se la pasó, sin notar nada relevante. Cinco minutos más tarde, algo se movía en su pecho. Lo notaba como un hormigueo leve, que se movía a velocidad moderada, por estar aprisionado por la ropa. De pronto un intenso picotazo junto a su pezón derecho, le hizo sacudirse de dolor. De nuevo otro picotazo mientras frenaba la moto con decisión, le volvió a convulsionar. No cabía duda que un insecto estaba, otra vez, haciéndole pasar un mal rato.

    Tan pronto hubo detenido la moto, se soltó el barbour de un tirón fuerte, se levantó la camiseta de “Pinturas Sierra de Peñarara”, y una maldita avispa cayó moribunda entre sus piernas. De rabia la machacó con el dedo, y no paró hasta minutos después de maldecir a todos los insectos del mundo, a cagarse en las avispas y en desear que una plaga de insecticidas atacara todas y cada una de las colmenas del mundo, o el lugar donde vivieran esos malditos bichos inmundos.

    Buscó un lugar donde poder bajarse de la moto y recolocar la camiseta en su sitio. A pocos metros, un mojón de la carretera serviría para tal menester. Apenas hubo parado, descendió de la moto con la misma dificultad que antes, pero ya con la lección aprendida de la vez anterior. Estaba colocándose la camiseta por el interior del pantalón y se disponía a abrochárselo cuando un coche patrulla de la Guardia Civil pasó a su lado y frenó con decisión. Uno de los agentes se acercó, y el buen Clemente supo que venía a interesarse por algún supuesto percance. Por supuesto que no era así.

    El Guardia Civil le acusó de haber parado en lugar no permitido, de no señalizar la parada, y de presuntamente orinar en lugar público. Clemente le dijo que ya había orinado en el bar antes de salir y que estaba recomponiéndose de un ataque de avispa. Al funcionario le pareció una de las muchas excusas absurdas que escuchaba cada día, pero como muestra de buena voluntad, sólo le denunciaría por detenerse en lugar no permitido y poner en riesgo leve la circulación de otros vehículos. Dos mil pesetas. A Clemente no le cabía duda que si existiera un universo animal, la Guardia Civil, o al menos aquel Guardia Civil, sería de la misma especie que la avispa, a la que el diablo confunda, o de la misma calaña que el maldito abejorro que se estrello contra su mejilla, antes de tener el casco integral. Una especie a extinguir.

    Reemprendió el camino dolido. Por la multa y por los aguijonazos del insecto. Llevaba ya tres horas de camino, había parado dos veces a repostar, una vez más a tomarse una cerveza y a estirar las piernas, que le dolían apreciablemente a la altura de las ingles, pero que le dolían menos que el culo. Y de nuevo la moto y su cuerpo le pedían una parada a repostar. La gasolinera de CAMPSA se encontraba desierta, ya que era hora de comer. Paró hábilmente junto al poste surtidor y apoyó el pie derecho sobre el bordillo. Soltó por tercera vez la bolsa y le facilitó el repostaje al empleado. Intercambiaron unas frases sobre el buen día que hacía, sobre el destino del viaje, que sorprendió al gasolinero, que le hizo participe de su escepticismo sobre que “con este trasto no llegas”, y que terminó con un “jodida envidia que tienes” por parte de Clemente. De haber recordado su cara, el empleado hubiera podido apreciar como una mirada de desprecio brotaba de sus ojos, pero extrañamente no pudo recordar nunca su cara.

    Lo que si recordaría fue que al salir de la gasolinera con exceso de ímpetu, para demostrar que la moto era capaz de esa gesta y de otras más complicadas, como ir a Beirut, una de las alforjas golpeó un expositor de aditivos para la gasolina, y tiró ruidosamente un par de decenas de botecitos por el suelo, al patinar la rueda con un vertido de gasoil. El tipo del surtidor maldecía al idiota de la moto de mierda, y él, ajeno a lo sucedido, pensaba lo mala que era la envidia y en que ese fulano no tenía ni idea de motos. Una vez recogido todo el estropicio, el empleado fue a sacar brillo a su Ducati 750 SS.

    Una vez reposada la comida que tomó en un bar de carretera, que según la sabiduría popular, estaba plagado de camioneros, síntoma de buen género, prosiguió la ruta sin más contratiempos. Llegó a las inmediaciones de la frontera, localizó en una guía un camping, y una vez inscrito, procedió a montar tienda, a repretar todos los tornillos susceptibles de aflojarse, y se sorprendió por haber necesitado mucho más tiempo del previsto al inicio. Buscó una cabina telefónica, llamó a la Pepi, que entre sollozos producto de la tristeza de no tenerle a su lado, y de la alegría de saber que todo marchaba bien, le participó de las novedades que creyó de interés. Unos operarios estaban cambiando los visillos, ya que el perrito, seguía empeñado en orinarse en ellos, y los estaba sustituyendo por unos de laminas que si bien le daban aspecto de oficina de banco al comedor, albergaba la esperanza de que sirvieran para el cese de la actividad mingitoria del caniche. Días más adelante supo que había tenido éxito en la idea, pero que ahora el perro la había tomado con las patas de las sillas del comedor. Animalito.

    Acabó de descargar el equipaje, se instaló en la tienda, cerró los ojos y notó como todo su cuerpo le dolía. El culo, las piernas, los brazos, el pezón derecho que le palpitaba, dios fulmine todos los avisperos del mundo. Mañana tocaba cruzar la frontera.>>

    Continuará.

  6. #16
    Edu65
    Fisgón
    XIº


    <
    Como quiera que ya estaba en vela cogió la toalla y se dirigió a los baños para darse una reconfortante ducha. Comprobó que también había olvidado unas chanclas, y anotó mentalmente la necesidad de comprarlas. Cuando supo que el agua caliente no funcionaba, la incomodidad de ir a las duchas con las botas de la mili, pasó a segundo plano. Se aseo con rapidez inusitada. Esto, lo del aseo era algo que ya tenía asumido que no iba a ser una de sus prioridades, ya que ir todo el día sentado en una moto, ventilaba lo suficiente, y no generaba ningún tipo de sudor.

    Cuando se hubo preparado, tomó rumbo a una de las muchas tiendecitas del puesto fronterizo, que estaba lo bastante cerca como para ir caminando. Comprobó que a pesar de ser temprano, un gran trasiego de coches franceses se dirigía a los comercios, que curiosamente estaban rotulados también en francés. Los paisanos salían cargados de cartones de tabaco y de botellas de alcohol. Muy cargados, la verdad.

    Entró a uno de los comercios al azar y observó como los dependientes lo mismo hablaban en un idioma que él no entendía, supuso que francés, con la misma soltura que charlaban en castellano. Fue atendido por una señora de mediana edad que le cobró, unas gafas de sol, cuyo único defecto era una montura blanca, unas chanclas de piscina elegidas en función de su precio, y dejando de lado el asunto estético, que rayaba lo sicodélico, y un formidable paquete de galletas, y un tarro de Nescafé.

    Aprovechó para preguntar si por una casualidad conocía a Benito Berasaluze, y la señora le dijo que a pesar de llevar veinte años casada, no conocía a su marido, así que no encontraba razón alguna para conocer a ese señor. Además, dijo, ella era de Burgos.

    Para no tener que montar el camping gas, decidió que se tomaría en cualquier bar un cafelito y que así partiría antes rumbo a Burdeos. Y así lo hizo. Además abrió el paquete de galletas y se comió docena y media, mojándolas en el café con leche. El sol ya empezaba a despuntar, y el día era claro y fresco.

    Desmontó la tienda, la empaquetó, reunió los bultos, y comprobó una nueva ley del viajero. Si compras más cosas, ocupan más sitio. A eso hay que sumarle que, nunca nunca, las cosas vuelven a ocupar el mismo espacio que cuando las desmontas. No obstante con un poco de ingenio se las apañó para estibar todo lo que llevaba. La diferencia era que ahora el camping gas, viajaba junto al macuto de lona negra, sobre la paellera. Su lugar lo ocupaba la gran caja de galletas y el bote de café soluble.

    Se enfundó el barbour sobre la camiseta, se ajustó las botas, se colocó el casco, se lo abrochó, se enfundo los guantes, y se dispuso a poner en marcha la moto. Pero no tenía las llaves en el bolsillo habitual. Ni en ningún otro. Una hora más tarde se encontraba empaquetando de nuevo las cosas y sujetándolas en la moto, ya arrancada. Cómo llegaron las llaves al interior de la caja de galletas, sigue siendo un misterio. De nuevo se vistió de motero. Una vez dispuesto miró hacía arriba y vio el sol reluciente, y se apeo otra vez, para colocarse sus nuevas gafas de sol.

    Subió a la moto, la bajó a golpe de barriga del caballete, dio dos acelerones en vacío, se bajó la visera, y con aire casi marcial enfiló la salida del recinto. Llegó al primer semáforo, que estaba en rojo. Detuvo la máquina con maestría, y le sobrevino un espectacular estornudo que iba acompañado de un montón de torpedos de saliva. Como quiera que dichos torpedos encontraron la férrea oposición de la visera, su visión empeoró. Los coches de atrás empezaron una sinfonía de claxon en Re mayor en cuanto se puso verde la luz del semáforo. Nervioso por las prisas emprendió marcha con, digámoslo así, una visión desmejorada, que se acrecentaba por el uso de gafas con cristal ennegrecido. No obstante reaccionó con eficacia, tarde pero con eficacia, y se subió la visera, que ya limpiaría en el control aduanero que distaba a unos trescientos metros de allí.

    Observó que en el puesto fronterizo, no había mucho tráfico. Apenas unas docenas de franceses con el coche cargado de tabaco y alcohol, un par de autobuses españoles y vehículos particulares cargados de niños sonrientes. En cambio en sentido contrario, largas colas de coches esperaban turno para pasar al lado español. Curiosamente muchos de ellos iban sobrecargados y con paisanos que sin ninguna duda eran árabes. Llamó su atención una furgoneta que había detenido la benemérita , de la cual se apearon no menos de ocho personas, y que llevaba en la baca, una cómoda rustica, dos colchones e incluso una lavadora.

    Se acercaba lentamente al primer paso de la aduana, allí un Guardia Civil con un bigote similar al suyo, ni siquiera le hizo caso y con una seña le conminó a proseguir. Unos metros más adelante un policía francés, que se llamaban Gendarmes, le miró con más detenimiento. Le paró, le pidió la “documentation sil vu plé”, la comprobó, le volvió a mirar, la volvió a ojear, le dijo algo a otro gendarme, y el hicieron detenerse en una zona anexa.

    Allí se detuvo junto a un autobús español, que iba con enfermos de peregrinación a Lourdes. Los Gendarmes ordenaron desalojar el autobús que iba a ser registrado. Una de las enfermeras intentaba hacerles saber que en el bus iban enfermos terminales y lisiados de gravedad, y que hacerles descender supondría un trastorno considerable, pero no parecía tener ningún efecto en ellos sus palabras. Una monja de avanzada edad, visiblemente enfadada se encaraba con otro agente. Mientras tanto un grupo de enfermos descendía del vehículo. Alguno de ellos con muletas, otros visiblemente débiles, cojos, un ciego que tropezó cayendo al suelo, un par de voluntarios intentaban bajar por el hueco de las escaleras una camilla con una señora agonizante y todo un rosario de despropósitos. Clemente aguardaba a que algún policía viniera a revisarle a él, pero estaban todos intentando controlar al personal de la expedición.

    Y un par de minutos mas tarde se lió la de san quintín. Al parecer un voluntario que estaba intentando bajar una silla de ruedas tropezó y fue a golpear con su cabeza a un gendarme en la entrepierna. Este voluntario, era un empelado de correos que tenía dificultades tremendas para caminar, debido a un accidente de tráfico, y que purgaba pena de prisión con labores humanitarias. Pero esto no lo sabía el gendarme que se retorcía en el suelo de dolor. Otro compañero blandió una porra y se fue a darle brillo en las piernas del voluntario, que intentaba en vano huir de la escena. Se soltaron perros, y los enfermos y las cuidadoras se enfrentaban a ellos blandiendo muletas e incluso una pierna ortopédica. La anciana monja, natural de Calamocha, y que ya había tenido que plantar cara en sus largos años de misiones a todo tipo de bandas armadas y delincuentes, blandiendo una varilla metálica de las que sujetan las bolsas de suero, y al grito de “la Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa....” se liaba a manporrazos con el teniente al mando del grupo de gendarmes que se batía en retirada.

    La escena apenas duró unos minutos, pero dejó gratamente sorprendido a quien la presenció. Clemente sonreía, y los camiones españoles que cruzaban la frontera de vuelta a casa hacían sonar sus bocinas ruidosamente. Los moros también empezaron a lanzar consignas ininteligibles y alguno de ellos incluso llegó empujar a algún gendarme.

    De pronto alguien vino a decirle que se marchara de allí. Al grito de “allez, allez”, arrancó la moto y salió de allí. Tenía claro que Francia iba a ser un país divertido. Ya había comprobado su tendencia a comprar bebidas espirituosas, y a armar jaleo. No eran tan diferentes a nosotros.

    Ya en marcha comprobó tres cosas que si que tenían mejores que nosotros. De pronto todo parecía más limpio, más cuidado. El asfalto y la señalización eran impecables, aunque había que reseñar que todos los indicadores estaban escritos en extranjero, y que eso podría suponerle un inconveniente. Y que los coches eran mejores que en España, ya había muchos más modelos que allí. Además conducían muchísimo más rápido. O eso creía él.

    Su destino Burdeos. No encontraba ni un solo cartel con la dirección que buscaba, como mucho, lo más parecido que leía era Bordeaux, así que pensó detenerse a preguntar, y así lo hizo. Desgraciadamente todos hablaban francés, y aunque creía que algunos si le entendían, sospechaba que se hacían los ignorantes. Así que estaba en un pueblo que se llamaba Anglet y no tenía muy claro como continuar. Además del retraso con el que partió por el asunto de las llaves, la demora en la frontera, el estar perdido, o casi, el hambre comenzaba a rondarle en el cuerpo. Pensó en la Pepi. Y buscó un lugar para comer, un parque, un jardín, un campo.>>

    Continuará

  7. #17
    Que bueno .

  8. #18
    Seguiré espectante más aventuras de Clemente!!!
    "Es fácil seguir el camino marcado, pero sólo siguiendo tu propio camino acabarás dejando huella. Recuerda que la vida es una aventura..."

  9. #19
    Edu65
    Fisgón
    XIIº


    << A unos cientos de kilómetros de allí, Pepi se disponía a preparar la comida. Acelgas con un chorrito de aceite y una compota de manzana sería su menú. Abatido en la tristeza, su hermano, también era participe de semejante festín. Sumar la dieta a su ya de por si fastidiosa situación física, no eran todos sus problemas. Había que añadir que debería realizar una fuerte inversión económica en la renovación de su vestuario. Todo, absolutamente todo le estaba enorme. Antes del, digámoslo así, accidente, aprovechaba para ir a alguna casa de comidas y mitigar la hambruna a la que le estaba sometiendo su hermana, pero debido a su lastimoso estado, las dificultades eran tremendas. Apunto estuvo de unirse a una expedición que partió para Lourdes, con el fin de buscar consuelo o una prodigiosa curación. Sin embargo, la Pepi impidió la excursión, alegando que la última vez que había pisado un lugar sagrado, tenía nueve años, y tomó la primera comunión.

    No obstante se alegró de no haber ido. Corrían noticias de que en el paso fronterizo de Behovia, alguna suerte de complicación, les había demorado, e incluso en algún caso, les había agravado las lesiones que padecían. Se comentaba que un hombre, que se redimía de una detención policial, ejerciendo de voluntario, había sufrido graves daños en sus piernas al ser golpeado accidentalmente por unos gendarmes enfurecidos. Sumado a las heridas que arrastraba en sus rodillas al caer de una Vespa de Correos, y a unas horribles marcas en el cuero cabelludo, producto de un incendio fortuito, le habían hecho perder la cabeza, y nadie sabe como, a la carrera, se tiró de cabeza al río Bidasoa mientras atribuía a la Santa Virgen la profesión más antigua del mundo. Al parecer el individuo, pobre diablo, no dio señales de vida y se le dio por “oficialmente desaparecido”.

    Una monja aragonesa, dos enfermeras y un capellán, habían sido retenidos hasta aclarar los hechos, y fueron puestos en libertad sin cargos, gracias a la impagable labor del cónsul de España, un tal Benito Berasaluze.

    Clemente se había detenido en una pequeña zona anexa a la carretera. Allí, entre el ruido de camiones que subían hacia Europa, cargados de melones y lechugas de temporada, aplacó su hambre con una par de latas de sardinas en aceite y un buen puñado de galletas. Para beber descorchó una de las botellas de pacharán, y amorrandose a ella, le dio un buen repaso. Como era un hombre práctico y de ideas brillantes, aprovechó el aceite sobrante en las latas, para engrasar la cadena de la moto. Ojeó el mapa para orientarse, y pensó en ponerlo de alguna manera sobre la bolsa del depósito. Una vez sujeta la parte del susodicho que le interesaba, a base de cinta aislante, descubrió que era un tipo ingenioso. A nadie se le hubiera ocurrido emplear la parte superior de la bolsa, que era de plástico transparente, para introducir en su interior el plano, que además hacía prescindible el uso de la cinta. Aquello le hizo esbozar una sonrisa de autocomplacencia.

    Con las cosas más claras, volvió a estibar la parte de la carga que usó, y una vez pertrechado con la ropa, arrancó la moto, que seguía funcionando de maravilla, y puso rumbo a Burdeos por la RN-10. Empezaba a tener el atontamiento intrínseco al lingotazo del pacharán, pero simultáneamente, una lucidez que le hizo deducir que Burdeos era Bordeaux, o al menos debería de serlo.

    La marcha discurría plácida. Una inmensa recta transcurría por una región plagada de árboles a ambos lados de la carretera. Les Landes, así ponía en los cartelitos. De no ser por la abundancia de tráfico, sobre todo camiones, el viaje hubiera sido aburrido. Si se cruzaba con alguno, el flaneo, al cual ya se había habituado, se acrecentaba. El asfalto era como una mesa de billar. Y nunca mejor dicho. Billar americano. En esos momentos en que uno circula sin agobios, disfrutando del viaje, sintiéndose parte del mundo, con la grandeza que supone descubrir experiencias nuevas, con la satisfacción de tener todo bajo control, digamos que, en esos momentos de plenitud, cuando tu mente deja de ser un solar vacío, y tus pensamientos vagan en busca de imágenes placenteras, en su caso el rostro sonrojado de la Pepi, los besos compartidos, el deseo, es cuando uno se siente feliz.

    Pero es también cuando uno pierde un grado de concentración, y no ve el profundo bache que hay en medio de la trazada. A modo de emboque de mesa de billar. Cuando se percató de su existencia, fue en el momento que la moto se hundió de la parte frontal, llegando a hacer tope de suspensión, dicho movimiento se traslado a su culo, a su espina dorsal, a sus brazos, a su cabeza, para pasar sin dilación a la parte trasera de la moto. Dicha parte, a pesar de ir sobrecargada, tuvo la tendencia a despegar del asfalto, lo cual supuso algo más que una molestia. La moto empezó a zigzaguear del mismo modo que la presencia de ánimo de Clemente. Y no contento con ello, la sobrecargada parrilla trasera decidió ceder. Un instante después se deslizaba por la carretera a modo de trineo, la paellera con el gran saco negro y el camping gas, que insólitamente no caía de su acomodo.

    Como quiera que él, asustado por el zigzagueo, había apretado los frenos a tope, dicha paellera cargada con el resto de objetos, le sobrepasó por un costado. Invadió el carril contrario y fue a estrellarse contra un SIMCA 1200, conducido por una abuela bastante mayor que su madre, que circulaba a gran velocidad, al menos a ciento cuarenta por hora. La paellera siguió su camino por debajo del coche. El macuto con la tienda, el saco, y la esterilla, impactó con violencia contra la parte delantera, y el camping gas en fabulosa pirueta, pasó directamente sobre el coche y cayó sin mayores consecuencias sobre unas tupidas matas de la cuneta.

    Hora y media más tarde se marchaban del lugar del siniestro los gendarmes. La viejecita declaró no haber visto nada. Luego se durmió un buen rato, y lamentaba llegar tarde a misa. Clemente tuvo que enseñar toda su documentación, al menos tres veces, a todos los gendarmes de la patrulla. Incluso tuvo que soplar en un alcoholímetro, que dio problemas, y no pudo verificar su estado. Recogió la paellera que estaba rayada en su parte externa, y una de las asas de color verde, estaba ligeramente abollada. El camping gas estaba perfecto. No se podía decir lo mismo del bolso de lona negra, ni de la funda del saco de dormir. Ambos lucían un gran agujero producto del arrastrón, y guardaban en su interior restos del faro del coche.

    De nuevo el desánimo se apoderó de Clemente. Viajar se estaba convirtiendo en un gran reto, lleno de imprevistos. A pesar de tener todo calculado. No llegaría hoy a Bordeaux, eso estaba claro. Para empezar debía reparar de algún modo la parrilla rota. De momento se apañó con alambre, que si bien no daba la misma solidez que su estado normal, si parecía soportar el peso, al menos provisionalmente.

    Estaba consultando el mapa, sentado ya en la moto. No tenía ni idea de donde coño estaba y trataba de averiguarlo buscando alguna señal que lo indicara. Volvió la mirada y vio como se acercaba un faro amarillo en la lejanía. Al poco pasó a su lado una moto a toda velocidad. Una gran moto negra, guiada por un tipo todo de negro y un acompañante, también de negro. La moto, que debía ir a unos ciento setenta por hora, frenó con decisión, y unos metros más adelante paró. Instantes después, la misma luz amarilla se acercaba de nuevo a su posición. No lo sabía, pero hoy iba a añadir una nueva palabra a su vocabulario motero, la solidaridad.

    La moto se detuvo en el otro sentido, en una maniobra ágil giró y se puso a su lado. Era un Norton Commando 850, negra con un filete de pintura dorada. A sus mandos un chico de mediana edad, todo vestido de cuero negro, y atrás una chica, mas joven, también enfundada en pantalón y cazadora de cuero negro. Llevaban unos cascos de “medio huevo” blancos y unas grandes gafas de aviador. Tapaban el rostro con un pañuelo de grandes dimensiones.

    Sonrientes le preguntaron si “problem?”, y el asintió con la cabeza. Les señaló la baca remendada con alambre, y les hizo saber que se disponía a buscar un sitio donde dormir, todo a base de gestos. Hablaron entre ellos y le conminaron a seguirles. Circuló detrás de ellos unos diez kilómetros, abandonaron la vía principal y se adentraron en el mar de pinos. Unos minutos después los pinos desaparecieron y dieron paso a una inmensa playa. Siguieron hacia el norte por la carretera que delimitaba el bosque y la playa, y en apenas unos diez minutos cogieron un sendero de tierra que acababa en una casita de madera, donde al parecer se alojaban. Le indicaron que podía dejar sus cosas en un extremo de la parcela, y que montara la tienda para dormir. Era curioso, no entendía ni una palabra, pero sabía todo lo que le estaban diciendo.

    El hombre cogió la moto y se la llevo empujando a un cobertizo anexo. Mientras Clemente clavaba los amarres de la tienda, oyó a lo lejos, el chisporroteo de lo que sin duda era, una máquina de soldar. Cuando hubo terminado, se acercó al cobertizo y vio a la chica soldando su parrilla portabultos. El hombre miraba la operación y al ver a Clemente le dijo “no problem”. El hangar estaba lleno de coches viejos, motos antiguas y raras, un tractor de tres ruedas, restos de bicis.

    Uno de los coches tenía el capot levantado y unas pinzas trataban de cargar la batería. Era otro SIMCA, en este caso un Vedette con motor V-8. Las motos le parecieron mas vulgares, una Terrot, una BSA, una Peugeot, y alguna otra que no pudo ver de que marca era debido al óxido.

    La pareja era simpática a rabiar. Le habían solucionado el problema en apenas unos minutos, le proporcionaban un lugar donde dormir, y el debía corresponderles de algún modo. Les haría una paella. A base de gestos y de hablarles muy despacio y en voz alta para que le entendieran, se lo hizo saber. Pero le faltaban ingredientes. La mujer le hizo pasar a la cabaña y le invitó a que cogiera lo que necesitara. Unas costillas de cerdo, una cebolla, unos pimientos, aceite era lo que le interesaba. Por lo demás el queso maloliente, los patés de foie, un salchichón blandurrio se los podían comer ellos.

    Cuando fue a encender el camping gas, no hubo manera. Lo intentó mil veces y no consiguió encenderlo, así que tuvo que cocinar en los fogones del interior. Sabedor de que no era la paella que el hubiera hecho en su casa, confiaba en la buena voluntad, o el mal paladar de sus anfitriones, para pasar el trago. Mientras el guisaba, la pareja liaba tabaco. Le ofrecieron uno a él, pero no fumaba. Para no desairarlos aceptó, y fue prender el cigarrillo cuando se percató de que aquello no era tabaco. Para cuando la paella estuvo hecha, se había fumado dos de aquellos petardos. Se habían bebido una botella de vino que sacó el hombre y la cabeza le daba vueltas.

    Degustaron el arroz. Estaba pasable, pero no espectacular. Otra botella de vino y la de pacharán fueron menguando. Otra botella de champán, y otra. Miró el reloj y eran ya las nueve de la noche. O quizás lo imaginó. El sol ya era tímido en el horizonte. Se escondía en la lejana línea del mar con tonos anaranjados y alguna nubecilla gris a modo de decoración. Estaba completamente borracho y colocado. Lo último que recordaría por la mañana, era ver a la chica desnuda corriendo a bañarse en el mar seguida por un tambaleante compañero, desnudo también y con el bañador en la cabeza. Le dolía la cabeza, todo giraba a su alrededor, tumbado veía las estrellas moverse como si fueran cometas locas, deliraba viendo a la Pepi correr a bañarse desnuda con su bañador en la cabeza, a la abuela del accidente en misa rezando a voz en grito, un SIMCA V-8 conducido por una legión de gendarmes que le pedían los papeles, a una monja golpeando un autobús con la cabeza, y una señora de Burgos que decía conocer a todos los Benitos del mundo. Viajar en moto era lo mejor del mundo. Vomitó, y perdió el sentido.>>

    Continuará.

  10. #20

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