VIIº
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Clemente, que seguía con su dolor de tobillo, también tuvo unos días convulsos. Con respecto al beso, pasaba las horas tratando de recordar cuando había sido la última vez que una mujer le había besado. Tenía claro, que ésta había sido la primera vez que él había tomado la iniciativa. Puede que fuera su prima Leandra el día de la primera comunión. Tanto daba. Lo que de verdad le mantenía alerta era el rumor que se había desatado en su puesto de trabajo. Al parecer pretendían, por considerarlo innecesario, prescindir de un portero en el recinto. Corría el chascarrillo de que iban a colocar un sistema automatizado para abrir y cerrar la cancela, y que los propios conductores de las ambulancias se encargarían de llevar un control de entradas y salidas. Él, que siempre había sido abnegado en su tarea, que llevaba con meticulosidad prusiana todos los datos, que apuntaba en una libretita, era objetivo de sus superiores.
No fue hasta el día posterior cuando llegó a las ocho de la mañana con su moto, que vio a unos operarios procediendo a transformar la puerta para poder acoplar una suerte de ingenio que se suponía iba a poder abrirla y cerrarla. En el otro extremo, otros trabajadores se afanaban con unos cables eléctricos y una especie de portero automático. El corazón le palpitaba del mismo modo y con el mismo ritmo, que cuando fue velozmente sobrepasado por las motos de los pobres chicos quemados.
Una vez aparcada la moto, dejó el casco sobre el sillín, y una vez más este salió rodando. Lo recogió y lo dejó en el retrovisor, que como de costumbre cedió y más tarde habría que recolocar de nuevo. Se quitó los guantes y pasó al interior, con el firme propósito de anotar en su cuadernillo esta incidencia, pero se topó con su jefe supremo. Este con una medio sonrisilla le hizo participe de la noticia. Prescindían de su puesto de trabajo, y si bien no podrían mandarlo al desempleo, gracias a su situación funcionarial, lo trasladarían de inmediato a otro departamento; quizás al de recogida de basuras.
De nuevo, le faltó el ánimo y se desvaneció. Empezaba a ser una costumbre muy molesta eso de desmayarse. En su delirio, soñaba con Pepi. Ésta corría desnuda lanzando besos a todos sus compañeros de trabajo. Incluidos Bermúdez y Gadea, que en su sueño ardían si aparentar dolor ninguno. Terminaba la doncella en brazos de su jefe supremo, que lanzaba, como lanzaban caramelos los Reyes Magos, libretitas llenas de anotaciones.
En cambio, esta vez, cuando recuperó el sentido, no encontró la cara de su hermana, ni la del bobo de su cuñado, ni la de los dos sobrinos idiotizados. Se topó con la de su jefe. Ya no esbozaba una medio sonrisilla. De haber estado en plenitud de facultades habría sido consciente de que la cara que lucía, era de suma preocupación. En su mano portaba la libretilla de Clemente. La ojeaba con denuedo. Allí podía observar anotaciones del tipo “Salida de Bermúdez y Gadea, con destino a mudanza de comedor de la madre del señor subsecretario. Hora: 11,30”, a continuación se leía, “Llegada de Bermúdez y Gadea, sin ambulancia y con síntomas de haber sufrido un accidente y con olor a humo. Hora: 14,12”. Unas anotaciones más abajo “Llegada de grúa con la ambulancia siniestrada. Quemada. Hora: 8,58”.
Preguntado por estas anotaciones, Clemente respondió que hacía años que las escribía. Por duplicado. Unas se quedaban allí y otras se las llevaba consigo, en una extraordinaria demostración de diligencia y orden en su cometido laboral. El señor jefe supremo, que siempre había pensado que era una estupidez y un malgasto, repartir los ingresos procedentes de los traslados y mudanzas del parque a él adscrito, con el portero, estaba seguro que la idiotez había sido no untarle como a los demás.
Cuando Clemente hubo recuperado presencia de ánimo suficiente, sabía que su destino no iba a ser el departamento de limpieza y basuras. Al parecer había otro puesto vacante. Se trataba de un puesto de auxiliar en la morgue, donde su misión consistiría en cuidar el parque móvil, que constaba en dos furgones refrigerados Mercedes, y un Dodge Dart familiar. Trabajaría con otro empleado y se organizarían los turnos a su antojo con tal de tener los vehículos limpios y en orden de marcha.
La Sanglas le había dotado de nociones mecánicas básicas indispensables. Era imprescindible tener a mano varías llaves fijas con las cuales ir reapretando los tornillos que se iban aflojando. Cada día que salía a rodar, encontraba un nuevo tornillo que apretar. Era ingente la cantidad de ellos que tenía una máquina moderna y prácticamente conocía cada uno de ellos con sólo mirarlo. De ahí que no viera pega alguna en su nuevo destino. Además sabía que allí tenía un garaje cerrado donde poder dejar la moto.
Interrogado por su jefe con respecto al destino final de sus cuadernillos, Clemente dejó claro no recordar con exactitud donde los guardaba, y su jefe, muy solícito, le recomendó para un ascenso de categoría que se haría efectivo con el nuevo destino. Eso le costó, aunque nunca dijo nada a Clemente, el tener que destinar las tres ambulancias del parque ministerial, al traslado de los enseres de una explotación apícola, incluidas tres colmenas con sus inquilinos, para devolverle el favor al jefe supremo que había aceptado la nueva escala salarial de alguien que no conocía.
Dado su precario estado de salud, Clemente fue eximido de trabajar los siguientes días. Sin dar explicaciones. De su pronta recuperación dependía que lo perdieran de vista cuanto antes. Sobre todo a sus anotaciones comprometedoras. Curiosamente, unos minutos más tarde su jefe supremo, se devanaba los sesos tratando de describir el aspecto físico de Clemente a un subordinado. No tenía ningún rasgo que recordara. Salvo un tupido bigote, que le recordaba a Burt Reynolds. Tampoco recordaba su nombre. Sólo sus libretitas.
La mejor manera que encontró de sobreponerse al disgusto, fue desahogarse con un paseo en moto. Un paseo tranquilo, sosegado. Con el objetivo de disfrutar de la moto. Era raro, pero nunca había oído a nadie que dijera que fuese a relajarse conduciendo un coche. Ni siquiera un buen coche como el de su cuñado, un Citroen GS. Debía de ser algo que solo sentían los moteros.
Se enfundó los guantes. Esta vez si que se había atado el casco con anterioridad y no necesito quitárselos. Puso el espejo retrovisor en su posición correcta. No se puede decir que viera gran cosa por él, debido a las vibraciones, pero era obligado llevarlo. Enfiló la calle, y esta vez decidió cambiar de ruta. Se dejaría llevar por el destino, por el azar.
Circulaba por una carretera secundaría que atravesaba los pueblos de las afueras. En varias ocasiones cruzó puentecillos que indicaban que pasaba por debajo de ellos el Arroyo de las Culebras, el paisaje era verde intenso, los campos de cultivo rebosaban frutos. Sentía el aire sobre su cara, se sentía ya mas reconfortado. Evadió su mente y pensó en Pepi. Una sensación de deber cumplido le invadía cada vez que recordaba el beso que le había dado. La moto iba perfecta, los indicadores oscilaban con una imprecisión adecuada, el traqueteo del motor era uniforme. Incluso se permitía ya el lujo de moverse levemente en el asiento. Y en una ocasión soltó una mano del manillar para meterse la camisa que ondeaba fuera del pantalón. Era el verdadero placer de ir en moto. La plenitud absoluta.
De repente notó un intenso dolor en la mejilla. Un maldito abejorro del tamaño de una aceituna de las gordas se había estampado contra ella. Por la cara le chorreaba un liquido amarillento que el no podía ver. Maldijo al abejorro, a la madre naturaleza por obsequiarnos con bichos inmundos, y deseó plagas que terminaran con todos ellos sin excepción. Detuvo la moto en el arcén y paro el motor. Pudo entonces mirarse en el espejo y ver como tenía un moratón enorme. Se limpió con el guante el maldito liquido amarillo y deseó con todas sus fuerzas que una bandada de pájaros terminara con toda la estirpe del abejorro asesino.
Reemprendió la marcha y recordó que los quemados de las motillos humeantes solían ir agachados. Decidió adoptar esa postura para volver a la ciudad, y decidió que la próxima vez se pondría un pañuelo que le protegiera de los posibles impactos. No recordaba que en la película de video, ninguno de los protagonistas recibiera el impacto de un insecto. Maldijo a los guionistas por no ceñirse a la realidad y por primera vez maldijo los cascos abiertos, que lejos de ser una buena idea, eran a buen seguro, un ingenio de Satanás.
Dolorido inició el regreso. Circulaba de manera menos relajada que a la ida. La mejilla le palpitaba. Deseaba regresar y tomarse un par de cervecitas. Quizás en casa de la Pepi. El marcador indicaba que marchaba a una velocidad entre noventa y ciento diez por hora. Como quiera que la vía era recta de solemnidad, emprendió la audaz iniciativa de agacharse sobre el depósito. Descubrió dos cosas importantes. El aire no le golpeaba con tanta fuerza y sin acelerar más, el odómetro indicaba una velocidad entre cien y ciento veinte. Por primera vez alcanzaba una velocidad tan alta. Altísima diría más adelante.
Tan absorto se encontraba en sus cálculos de velocidad, que no observó con detenimiento que la carretera dejaba de ser recta y discurría con una curva a derechas de cierto ángulo. Para cuando quiso darse cuenta supo que aquello no terminaría bien. Cruzó su carril, invadió el sentido contrario, e hizo lo que instintivamente su mente le recomendó. Ponerse rígido y apretar simultáneamente embrague, freno delantero, freno trasero, cambio de marchas y bocina. La moto, producto de un bloqueo de rueda trasera, pegó un fuerte latigazo, mientras el claxon sonaba sin cesar, retomó un poco la trayectoria correcta y Clemente pudo ver por primera y última vez que se dirigía sin remedio contra una tartana melonera, tirada por un burro, que venía en sentido contrario.
Nadie sabe como, pero evitó el choque con el carro de melones. Lo que no consiguió esquivar fue un seto de lurus nobilis que delimitaba la finca colindante. Lo atravesó, como un cuchillo caliente la manteca, atravesó un parterre lleno de rosales esplendorosos, un pequeño jardín que servía de entrada a una terraza, donde un matrimonio de ancianos se entretenía completando un puzzle de cinco mil piezas, que terminó por los aires y donde finalmente la moto terminó su loca carrera. Y digo la moto, por que Clemente no superó las matas de rosales, ni sus espinas.
Interrogado más tarde por el departamento de atestados de la Guardia Civil, decía no recordar nada. Y decía la verdad. Tan sólo, por muy extraño que parezca, recordaba la cara de un burro, muy cerca de la suya, y juraba que incluso recordaba su olor.
En un hipotético universo animal, si hubieran interrogado al burro, habría dicho lo mismo. Que recordaba únicamente la cara de un humano muy cerca de la suya, de la cual no recordaba rasgo alguno, exceptuando un tupido mostacho y las marcas de un golpe en una de las mejillas.
El atestado final indicaba que un motorista de nombre tal, circulaba por la carretera tal, perdió el control de la motocicleta con matricula tal, invadió el carril contrario, y con un dominio incontestable esquivó un tiro de burro y carro cargado de melones, atravesando posteriormente el seto que delimitaba la finca de los señores tal, que sufrieron un shock traumático, recibiendo daños en el seto dicho, en unos rosales, de uno de los cuales tuvo que ser excarcelado el conductor de la motocicleta por el cuerpo de bomberos; asimismo indicaron la perdida de un puzzle de cinco mil piezas, y el césped de entrada resultó dañado por un vehículo descontrolado que derramó el combustible.
Indicaba también que el accidentado, tuvo que ser evacuado en un coche particular, por carecer el servicio de ambulancias de algún vehículo disponible, y que el carro tirado por el burro había salido al trote, volcando posteriormente, y perdiendo doscientos melones que quedaron desparramados por la carretera, y a el paisano que lo guiaba igualmente tirado en la cuneta. Hacía mención que el animal sufrió un desvanecimiento parecido al conductor de la motocicleta.>>
Continuará.