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Tema: El gran viaje de Clemente por Paté

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  1. #1
    Edu65
    Fisgón

    El gran viaje de Clemente por Paté

    Empieza aquí la narración del viaje de Clemente. A lo largo de varios capítulos podremos desentrañar todos los pormenores de semejante aventura. No es necesario indicar, pero lo hago, que todo lo narrado es, sin lugar a equívocos, completamente incierto e inexacto.


    PARTE PRIMERA.





    <
    Digo yo, que algo tendría que ver, el hecho de hacerlo en compañía de su ya octogenaria madre, su hermana, que traía de serie una insoportable idiotez, su cuñado y los dos hijos, bastante bobos, de ambos.

    Fue en el paraje denominado Peñarara, donde, después de sentarle mal el marisco del arroz, suponiendo que un puñado de gambas arroceras con un sospechoso color oscuro en el lomo, fueran marisco, donde tomó una de las decisiones mas arriesgadas, enriquecedoras y también, como veremos luego, mas dolorosas de su existencia.

    En el proceso de evacuación rápida que surge tras una colitis repentina, y dado que nadie en su sano juicio lleva papel higiénico en abundancia al campo, cayeron en sus manos las páginas de deportes del As. Destinadas a un uso no previsto como es el de la limpieza corporal, sirvieron con antelación como lectura improvisada, entre apretón y apretón.

    La foto en blanco y negro de un motorista italiano, del cual nunca recordó el apellido, pero si su nombre por motivos obvios, Franco, daba pie a la noticia, que a decir verdad, tampoco recordaba. Con el devenir del tiempo supuso que dicha información hacía mención, a algún tipo de gesta o logro del fulano en cuestión.

    Lo verdaderamente relevante fue que surgió en Clemente la irrefrenable intención de hacer un gran viaje en moto. Tampoco es que viajar en moto en la década de los ochenta fuera algo insólito. Lo realmente impactante era que mi amigo nunca había subido en una motocicleta, y ni siquiera tenía carnet que le habilitara para ello. Ingenuamente nos decía convencido, que si en la mili había sacado el de camión, ya era suficiente capacitación para el manejo hábil de una moto. Olvidó mencionar que tampoco condujo nunca un vehículo pesado.

    El veneno ya lo tenía en el cuerpo. Cuerpo, que todo hay que decirlo, destacaba por su delgadez, su baja estatura, y una barriga considerable, ganada a base de paellas domingueras y sus correspondientes cervezas de litro, ahora llamadas litronas. Al menos su cara no llamaba la atención. Era un tipo que puedes observar de cerca una hora, y mas tarde no recordar en absoluto ni una de sus facciones. Ojos, normales, orejas, normales (con pelillos sobresaliendo de su interior), boca normal con labios corrientes, los dientes en mal estado, pero de tal modo que rara vez abría la boca para decir algo, no suponía ningún dato llamativo. Era un tipo vulgar. Aplastantemente vulgar.

    Trabajaba, por decir algo, de conserje en una entidad pública sanitaria. Su misión consistía en vigilar la entrada y salida de las ambulancias del aparcamiento de un edificio del Ministerio de Sanidad. Dicha labor la realizaba con diligencia y abnegación. A las ocho de la mañana abría la cancela del recinto, que luego cerraba a las tres, antes de terminar su jornada laboral. El lapso de tiempo intermedio, lo dedicaba a dormitar, y a apuntar en una libretita los movimientos de las ambulancias, que eran escasos, ya que de las siete ambulancias destinadas a esa encomienda, tres permanecían averiadas sin visos de ser reparadas, y de las restantes, al menos dos, eran utilizadas de forma fraudulenta para realizar portes y mudanzas, y no solían aparecer por allí. Esta actividad laboral de Clemente, contribuía, como es fácil de imaginar, en acrecentar su considerable tripa.

    Pero todo cambió aquella sobremesa en Peñarara, mientras evacuaba por cuarta vez, debajo de un madroño. Ahora dedicaba su jornada laboral a informarse doblemente. Que moto comprar para su aventura, y fijar una meta para su epopeya. De lo primero se encargaba leyendo revistas de motos, que le dejaba el quiosquero de la esquina, a cambio de poder estacionar su 2CV en el patio; de un manual de mecánica de los años 50, y de lo segundo se encargaba el Atlas de la época estudiantil, y algún recorte de prensa de viajes o noticias de atentados cruentos, que hacían descartar destinos que a priori, le habían parecido atractivos, como Beirut.>>


    Continuará.

  2. #2
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  3. #3
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  4. #4
    Ya lleva tacos
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    Esto promete!!!!!!
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  5. #5
    Edu65
    Fisgón
    IIº

    <
    Próximas la Nochebuena y el día de Navidad, su mente, de natural relajada, se había convertido en un hervidero de ideas, de ensoñaciones, de fantasías; y eso supuso, como después contaré, su primer contacto directo con una motocicleta. Andaba pues, despistado, imaginando el placer de sentir la brisa en el rostro, cabalgando a toda velocidad, avenida abajo, siendo la admiración de sus vecinos, incluida la Pepi, aquella moza oronda, protagonista de sus sueños mas húmedos, cuando sin saber cómo, notó un fuerte impacto y su mente se fue al oscuro.

    La realidad fue que, en su distracción, no se percató de estar cruzando la calle en hora punta, cuando mas densidad de tráfico había, resultando atropellado. Dentro de la desgracia que supone un hecho parecido, fue un hombre afortunado. Se libró por muy poco de resultar golpeado por una de las ambulancias del parque que custodiaba, con abnegada dedicación, que realizaba una mudanza para una tienda de máquinas de coser. El resultado del brusco frenazo provocó la rotura parcial de una Tricotosa, y un expositor de carretes de hilo de colores, volcó desparramando cientos de ellos por el suelo.

    Lo que no fue capaz de evitar, y de ahí su primer contacto directo con el mundo de las motos, fue la Vespa del cartero. El violento golpe dejó a Clemente sin sentido, y el escudo frontal del scooter completamente chafado. El cartero por su parte, deambulaba presa de una ataque de nervios y sangraba de ambas rodillas abundantemente. No tiene relevancia para la historia del buen Clemente, pero señalar que dicho cartero era un beato reconocido y devoto del Cristo de la Peña, y dichas lesiones le impidieron arrodillarse durante varias semanas, lo que provocó una gran aflicción al pobre hombre.

    Cuando recobró el conocimiento, deseó perderlo de nuevo. Le observaba con cara de enfado, que era su cara habitual, su aborrecible hermana. Empezó, según su costumbre, a soltarle un discurso, que fue violentamente interrumpido por la vomitona de Clemente. Dichas vomitonas se prolongaron un par de días, acompañadas de mareos, que duraron escasamente una semana. Fingió tales mareos durante tres meses. Ese espacio de tiempo de baja, lo dedicó a todos los pormenores de su aventura. Se matriculó en una autoescuela, con el propósito de sacarse el carnet de moto. Aprendió, a base de tiempo, el manejo básico de la Vespa de la autoescuela, y en el empeño, dos instructores pidieron el relevo en la tarea de aleccionarlo, en vista del poco sentido de la coordinación de la que hacía gala.

    Otra parte del tiempo la dedicó a tomar la decisión de que moto comprar. Tenía, en función de su presupuesto, dos opciones claras. Ambas se antojaban, cuando menos, de dudosa fiabilidad para el cometido que les esperaba. Se acercaba ya el final de Marzo, y debía tomar una decisión sin demora.

    Por un lado, barajaba comprarse una Vespa 200 nueva, por poco mas de cien mil pesetas. Era una moto fiable, a él se le antojaba suficientemente rápida y robusta a raíz de su encontronazo con la del cartero, y según palabras del vendedor, con un consumo contenido. Podía equiparla con parrillas portabultos trasera y delantera. Cabía la posibilidad de llevar equipaje entre las piernas y estaba equipada con rueda de repuesto.

    Por el otro lado, había encontrado una mas aparente motocicleta. Una Sanglas 500 5V, de segunda mano, en color azul eléctrico. Tenía pocos kilómetros, apenas treinta mil, y montaba neumáticos nuevos, el trasero mas ancho que el de serie, lo cual le garantizaba, según el comerciante, un agarre excepcional. Entre los inconvenientes, había al menos dos, a resaltar. Su escasa estatura impedía que apoyara los pies convenientemente. Decir los pies, es una exageración; sería mas apropiado decir “el pie”. Y en segundo lugar, su barriga cervecera, que había aumentado ligeramente a causa de la inactividad, golpeaba en el depósito de combustible, dando como resultado una postura incomoda.

    Disponía de algunos días para decidirse, aunque el vendedor de la Sanglas decía que la moto “tenía muchos novios”. Entretanto llegaba la fecha para la obtención, o no, de la licencia para manejar vehículos a motor de dos ruedas. Como mas tarde veremos, la inquietud que le provocaba el examen, resultó del todo estéril. Y de haberlo sabido, no se hubiera preocupado lo mas mínimo. Hubiera empleado el tiempo en decidir el destino de su travesía. Descartado Beirut, puso las miras en lugares mas cercanos, pero no exentos de interés.

    Y tomó otra decisión importante. Se dejo bigote. Un espeso mostacho, del estilo al que lucía el protagonista de Easy Ryder, película que alquiló en el videoclub, y que se convirtió en su cinta de culto. Para él, todo motorista debía de tener bigote y viajar con casco jet. Aunque el desconocía dicha denominación, y solía decir casco abierto.

    ¿Qué moto elegiría Clemente?, ¿que le depararía la obtención del permiso de conducir?, ¿qué destino elegiría para esta, su prueba de vida?. A veces el destino nos tiene reservadas sorpresas inimaginables.>>


    Continuará.

  6. #6
    Edu65
    Fisgón
    IIIº

    <
    Su segunda intentona fue aún peor, y el grito de “suspendido”, aún mas sonoro. Esta vez un exceso de ímpetu en la arrancada, se materializo en un caballito prácticamente vertical, que atravesó toda la pista de evaluación, deteniéndose bruscamente contra uno de los coches de practicas que aguardaba turno para hacer la “L”. Lamentablemente, Clemente no recordaba nada, al perder el conocimiento en la caída, y recuperarlo minutos mas tarde. Tuvo noticia del abandono de la tarea de instruirle del tercer profesor, que a lo lejos discutía a empujones con el colega del coche golpeado, a través de otro de los alumnos.

    A decir verdad, aquella tarde del segundo examen, se sentía abatido y triste. Para animarse decidió ir al mercado central y comprarse unas pocas gambas, para hacerse una paella, y tratar así, de levantar el ánimo. Su camarada Jorge, ese buen amigo de toda la vida, se ofreció a acompañarle. Nada mas hubieron entrado en el mercado, y junto a la sección de carnicerías, su corazón dio un vuelco. Allí estaba ella, junto al puesto de Chacinas Belmonte; la mujer que despertaba en él esa pasión secreta y que llenaba su mente de fantasías, y por que no decirlo, de ilusiones casi infantiles. La Pepi. La mismísima Pepi. Y de pronto cayó en la cuenta de a quien le recordaba el examinador que a voz en grito, y disfrutando sobremanera, le perforaba los tímpanos con sus “suspendido”. No cabía duda, debían ser hermanos. Quizás, hermanos gemelos.

    No tardó en salir de dudas. Aquella mujer rotunda, que le sacaba una cabeza en altura, y que debía pesar al menos, el doble que él, en cuanto le vio se abalanzó a buscarle y se mostró para su sorpresa, cercana y cariñosa. Al parecer, ella también debía sentirse atraída por su persona, y esa admiración secreta, era compartida. Estaba de suerte.

    Como mujer que era, no tardó en percatarse que algo anormal le sucedía a Clemente. Su cara reflejaba una tristeza poco habitual en él. Y eso, que no se si he dicho, su cara era de lo mas anodino del mundo. Una cara que nadie recordaba después de haber estado mirándola. Interrogado por el motivo de su pesar, Clemente le relató lo que le había sucedido en sus exámenes. Y ella al asombrado gritito de, “no me digas, si el tonto de mi hermano es uno de los examinadores”, le aseguró que no tenía de que preocuparse, que “ya me encargaré yo de que apruebes el próximo día”. Recogió de la parada, medio kilo de longanizas, un cuarto de mortadela, dos sobrasadas, tocino rayado, papada de cerdo, tres chorizos picantes, un “fuet de esos que le gustan al maricón de mi hermano” y dos morcillas de Burgos. También compró dos lonchas de jamón de york sin sal, para su caniche.
    Y pasaron por la cafetería para tomar un tentempié. Ella, un chocolate y dos croisanes y él, dos cervezas. Fue un rato muy agradable, sobre todo cuando ella le rozaba la mano como sin querer, mientras le contaba que acababa de poner cortinas nuevas y su perrito se había encaprichado de ellas y no paraba de mearles, a nada que se descuidara. Animalito. Y casi sin darse cuenta, habían pasado ya dos horas, y su amigo Jorge estaba en paradero desconocido. La realidad fue que nada mas entrar el recinto del mercado, le dijo (aunque él no le oyó, presa de la excitación de ver a su icono de belleza) que debía ir un momento al baño, que andaba flojo de tripas. Y algo corriente en Jorge, se quedó dormido en el retrete, hasta que hubieron cerrado a las ocho de la tarde la plaza. Él no estaba en condiciones de echar de menos a nadie, él era feliz, o casi.

    De tal modo, que ese día de Abril, que suponía su tercera tentativa de conseguir el ansiado diploma de “apto para conducir motocicletas de más de 75cc”, se sentía bien. Con templanza y seguridad. Tales condiciones de confianza, no supusieron ninguna ventaja en su realización, aunque es de justicia reconocer que la moto, esta vez si, se puso en marcha correctamente, realizó el primer slalom con soltura, la prueba del “ocho” salió perfecta, al igual que “la tabla”, el obligatorio cambio de marcha, y la frenada. Cambió el grito de suspendido, por el de “aprobado”, y el examinado recogió el papelito que, por fin, le habilitaba para el menester que tanto anhelaba.

    Alguien avezado en la difícil tarea del reconocimiento facial, se hubiera percatado de que no era Clemente quien había superado el examen, aunque el papelito pusiera que si. No era una practica extraña que los examinadores hicieran la vista gorda a la hora de comprobar el D.N.I., y la prueba la realizara un sustituto, que esta vez si, era hábil y capaz de aprobar. Tan solo le basto a Pepi, amenazarle a su hermano con ponerse a dieta, lo cual implicaba que “él” también se pondría a dieta, para convencerle de que Clemente Guerra, debía ser apto, si o si, para conducir motos legalmente. En aquel instante cogió el teléfono, y movió los hilos necesarios, para que así fuera. Y es que la Pepi, cocinaba como los ángeles.

    Superado el primer obstáculo en su difícil encomienda de realizar un gran viaje, y además hacerlo en moto, tocaba decidir que máquina iba a ser su fiel compañera de viaje. Acudió asiduamente a una taberna donde, los viernes por la tarde, solían acudir moteros a contarse sus batallitas. De oído fino, Clemente se empapó, entre cerveza y cerveza, de la jerga motera, de las costumbres que tenían, como esa de sacarse los cuernos cuando se cruzaban con otro “compañero”, la de hacerse ráfagas (costumbre que él llegaría a practicar en contadas ocasiones, como después veremos), y a habituarse a términos como “inclinada”, “par motor”, asunto este que le produjo sorpresa al saber que se construían motos con dos motores, “patinar el embrague” y un largo etcétera de vocablos que con posterioridad alcanzarían todo su valor y significado.

    Se compraría la Vespa 200 sin mas demora. Esa fue su elección primera, que a tenor de los acontecimientos para él desconocidos, se truncó de manera inesperada. Aquella bonita mañana de medidos de Abril, próxima ya la Semana Santa, se acercó al concesionario VespaVeloz de su localidad, con la intención de apalabrar la compra de su primera moto. Había llegado a sus oídos que podía elegir entre una extensa gama de cuatro colores, negra, blanca, roja y plata. Y la verdad es que se antojaba una tarea complicada, si bien la de color rojo le recordaba el color de las mejillas de Pepi, con la cual solía quedar a merendar en la cafetería donde se hablaron por primera vez, y donde se ponía al día sobre los avances en el adiestramiento del caniche y su tenaz afición a orinar en los visillos nuevos.

    Pero, la vida, ya lo he dicho en otro párrafo, no es lo que uno espera que sea. Cuando Clemente se acercaba al lugar de la concesión, pudo ver que algo pasaba. Varias dotaciones de bomberos, una espesa humareda, ambulancias (una de ellas en llamas) y municipales tocando el silbato, formaban parte del escenario. Según pudo saber, se rumoreaba que había sido un atentado anarquista, ya que sobre lo que unas horas antes había sido un concesionario de motos y cortacéspedes, había un despacho que en tiempos fue sede de la Falange, aunque desde hacía tres años, era un centro de yoga. La realidad era mas peregrina. Simplemente el conductor y el camillero de una ambulancia, que en esos momentos se dedicaba a una mudanza, no fueron lo suficientemente diligentes en el cometido, y olvidaron apagar un brasero que formaba parte del traslado, que con el movimiento implícito de la furgoneta, acabó extendiendo las brasas sobre uno de los colchones de borra que prendió instantáneamente. Como quiera que los funcionarios estaban concentrados en dilucidar el resultado Valencia-Español de la quiniela, para cuando quisieron darse cuenta y detener el vehículo, este ya parecía una réplica a escala del “Coloso en Llamas”.

    De no haberse parado junto a un camión de reparto de butano, la cosa no hubiera pasado del incendio fortuito de una ambulancia, que casualmente era del parque donde ejercía su labor de conserje Clemente. Trabajo que realizaba con esmero y diligencia. Pero al parecer, el fuego y las bombonas de butano, no son buenos aliados cuando se trata de evitar el peligro de explosión. Una de las bombonas que detonó con gran estruendo, fue a parar directamente al escaparate de VespaVeloz, y como quiera que en un concesionario de motos y material de jardinería existen componentes inflamables, no tardó en propagarse un gran incendio, que terminó en pocos minutos con mas de treinta motocicletas, docenas de podadoras, cortacéspedes, motoazadas, y un precioso Lagonda de los años 30 que el propietario guardaba en el fondo del taller, para evitar que sufriera daños. Una autentica joya del automóvil echada a perder.

    Afortunadamente no hubo desgracias personales. Reseñar que un empleado de Correos que se encontraba recogiendo una Vespa que meses antes había sido víctima de un accidente, que terminaba de ser reparada, y en el cual sufrió daños considerables en sus rodillas, resultó herido de poca consideración en el cuero cabelludo, al prenderse fuego con la primera deflagración. Perdió el pelo y una espesa barba que lucía en homenaje al Cristo de la Peña, del cual, se comentaba, era gran devoto.

    Dadas las circunstancias, la elección de la moto, se había simplificado mucho. Clemente estaba aprendiendo, que muchas veces es inútil devanarse los sesos con cuestiones, que sin razón aparente, parecían resolverse solas. Se dirigía sin perdida de tiempo a ver si seguía en venta la Sanglas 500 5V, no fuera a ser que uno de los muchos novios que tenía se le fuera a adelantar.

    Pero eso será en el próximo episodio.>>

    Continuará.

  7. #7
    Edu65
    Fisgón
    IVº


    <
    Clemente a pesar de su apariencia abobada, era un tipo listo. Vaya que si lo era. Fue escuchar la conversación, y tener la certeza que la moto que estaba a punto de comprar, era una verdadera joya. Cuando el comercial se acercó a él, hecho un prodigio de cortesía, supo que de algún modo debería convencerle para que la moto fuera suya, ya. Un billete de dos mil pesetas en el bolsillo de la camisa, terminó de convencer al individuo, que en un movimiento relámpago, hizo que el billete colorado encontrara acomodo en su billetera.

    Cerrado el trato. debería esperar al día siguiente para que la concesión pudiera realizar los trámites burocráticos. Lo que se dice, hacer la transferencia, una vez cobrado el importe de la moto. Había conseguido además que le regalara un casco jet Bieffe y unos guantes Clice.

    Tal era su estado de excitación que no pudo reprimir buscar una cabina telefónica y llamar a Pepi. No sabía si la encontraría en su domicilio. De hecho, a pesar de haberse citado con ella en varias ocasiones, ignoraba a que se dedicaba, y por lo tanto no sabía si la encontraría en su domicilio. Y de nuevo, la fortuna estuvo a su lado. La Pepi estaba en casa.

    Cuando descolgó el auricular, su voz no sonaba muy alegre, al contrario de lo que solía acostumbrar. Al parecer no tenía un bien día. Su hermano, no había podido acudir al trabajo, victima de una ataque de gota, y ella debía soportarlo las veinticuatro horas en casa. No obstante, su registro de vocal fue animándose a medida que charlaba con Clemente. Este hombre le hacía reír, le sentaba bien. Y no es que fuese un tipo locuaz ni dicharachero, ni siquiera era un hombre que interesara por guapo. Sirva de dato, que era un tipo que podrías mirar a la cara un largo rato, y luego ser incapaz de decir el color de sus ojos, o de que tamaño tenía las orejas. Pero causaba en ella un estado de bienestar nada despreciable. Se ruborizaba al recordar que incluso tenía fantasías sexuales con él, pero recobraba la calma, y se sosegaba al pensar que nadie era consciente de ello. Salvo ella misma. Pero de pronto volvía a verse vestida tan solo con ligueros rojos y medias de color negro, y el resto de su inmensidad al desnudo, persiguiendo a “su” hombre, que extrañamente en la fantasía, lucía un cuerpo mucho mas atlético que el que la dura realidad certificaba. Volvió a ruborizarse, y tranquilizarse.

    Las excelentes noticias que su amado le había transmitido, le pusieron definitivamente de buen humor. Tomo cartas en el asunto. Encerró a su hermano en la alcoba, le prohibió salir de allí hasta nueva orden, e invitó a Clemente a comer. Preparó unos garbanzos con tocino, morcilla, chorizo y unos trozos de carne, que luego retiró para guisarla con tomate y pimientos morrones. De ración, costillas adobadas de cerdo, con boniatos al horno, y de postre, arroz con leche. Bajó al colmado y compró cerveza de la marca que le gustaba a Clemente y para ella, unas botellas de mosto y un anís para ayudar en la digestión.

    En el primer plato, Clemente se esforzaba en instruirle sobre el difícil arte de llevar una motocicleta con pericia. Le explicó como era el casco, de color negro, al cual tenía pensado pintarle al óleo sus iniciales, CGT, Clemente Guerra Tapiz, de color rojo intenso. En el segundo plato, mientras Pepi daba cuanta de su tercer boniato asado, le hacía saber que lo mas complicado era, según su experiencia (casi nula), acelerar en la medida justa. Adecuar la velocidad propia, con las de la circulación colindante. Él, había disfrutado tan solo de una velocidad equivalente al paso humano, cuando conseguía no calar la moto, y de una velocidad excesiva, antes de truncar su alocada carrera contra el Seat Ronda de la autoescuela rival. Pero confiaba en su instinto motero, hasta la fecha adormilado, para poder triunfar en su encomienda.

    Con el arroz con leche, y ya por su quinta cerveza, le prometió que cuando tuviera ya la suficiente seguridad, le llevaría a dar una vuelta. Iría a Peñarara un domingo, y comerían una de sus paellas. Pepi se sintió a la vez, halagada y tremendamente preocupada. No le gustaba la paella de marisco. Por lo demás, ningún inconveniente.

    Y llegó el día ansiado. Allí estaba esperándole en la acera una reluciente moto azul eléctrico. Sin duda recién lavada, los radios de la rueda brillaban al sol que se dejaba ver, entre unas nubes que adquirían un, cada vez más, color gris titanio. El tupido mostacho, apenas dejaba observar una sonrisa inmensa, franca, como la que luciría un niño con el barco pirata de Playmobil.

    El vendedor pasó a enseñar a Clemente las funciones básicas de los mandos. Luces, intermitentes, claxon, y un mágico botoncito que permitiría (o no) el arranque del monocilíndrico nacional. Donde puso mas empeño fue en tratar de enseñarle a arrancar el motor con el pedal dispuesto para tal fin. No fue un esfuerzo baldío, mas adelante se revelaría como indispensable. Y advirtió de algo que a Clemente le sonaba como si Enstein le estuviera dando una master class de física nuclear. Le hablaba de compresiones del pistón, le alertaba de las consecuencias de no dar la patada con decisión, de punto muerto superior y cosas que dos minutos después ya no recordaba.

    Practico durante al menos media hora, la maniobra de subir y bajar de la moto. Siempre con la supervisión del vendedor que mostraba signos de fatiga. Con el caballete colocado, pie izquierdo sobre estribo izquierdo y alehop, sentado. Fuerte impulso hacía adelante, cuestión simple debido a la gran barriga de Clemente, apoyo de pie, meter primera velocidad y partir rumbo a la libertad.

    Se sorprendió al conocer que, al contrario que la Vespa, la caja de cambios estaba en el pie.Estaba en el pie izquierdo, donde en la Vespa no había nada. Y en cambio, el comercial insistía, para su asombro, que debería frenar con la maneta derecha, esa que accionaba el freno inútil de la otra máquina. El embrague, eso si, estaba en el sitio correcto, si bien permanecía en una posición fija, y no basculaba en absoluto.

    Como quiera que la primera rodada, la hizo pensando cada movimiento, intentando recordar que palanca o maneta accionar, no surgió problema alguno. Primera con el pie izquierdo, la moto arrancó con cierta brusquedad, pensó, apretó embrague, metió segunda, y aceleró con decisión. Dejo de pensar, estaba embargado con la insólita sensación de velocidad. El velocímetro, que por supuesto no miró, marcaba unos buenos cincuenta por hora, o sesenta. Quizás cuarenta. Difícil de determinar por la imprecisión y la oscilación del mismo. Tanto daba. El cilindro rugía a tope de vueltas. Pensó de nuevo. Embragar, meter velocidad, tercera, soltar embrague y disfrutar de una aceleración fulgurante. Se encontraba rodando cómodo. Se pasearía largo rato en esas condiciones. De no ser por que, víctima de su alteración, no pudo percatarse que circulaba en dirección prohibida. La suerte estaba de su lado, ni un solo vehículo vino a su encuentro, ni uno. El hecho de circular en sentido contrario al natural dela vía, le impedía ver ningún semáforo. Se saltó varios cruces sin que, milagrosamente, se cruzará autobús urbano alguno. Ni un maldito taxi. Era feliz.

    Hasta que decidió detenerse. Mas que decidirlo, se vio obligado. No sentía las manos, debido a las inmensas vibraciones. Le dolía el culo, en el cual notaba una especie de hormigueo por el mismo motivo. Detenerse fue un poco mas complejo. Pensó, redujo una velocidad, la moto bloqueó un poco la rueda trasera debido a la poca finura con que realizó la maniobra, se asustó, perdió la concentración, dejo de pensar, aceleró a tope simultáneamente a coger la maneta izquierda, volvió a reducir una velocidad, la moto tosió, y con una tremenda derrapada al soltar de nuevo el embrague, se detuvo a trompicones. Otro milagro fue que consiguió colocar el pie y no caerse.

    Con la moto calada, también se percató de que unas gotas de sudor le corrían de pronto por el rostro. Era algo raro, el nunca sudaba. Y ahora tampoco lo hacía. Simplemente se desataba una tormenta y caían gotas del tamaño de una aceituna.

    Allí estaba. En medio de la avenida, en sentido contrario, lloviendo a mares, con la moto tan calada como él mismo, y con una sensación, de que no iba a ser tan idílico el viaje en moto. Pero era un tipo optimista, y solo con pensar en la excursión con la Pepi que tenía en cartera, recobró la presencia de ánimo necesaria. Aparcó la moto allí mismo, se metió en el bar de la esquina, y esta vez no tomo cerveza. Un pacharán con hielo, para templar los nervios, se le antojó mas adecuado.

    Continuará.>>

  8. #8
    Cuantos más seamos, más reiremos

  9. #9
    Edu65
    Fisgón


    <
    Se puso el casco Bieffe, negro, se colocó los guantes Clice, se tuvo que quitar los guantes para abrocharse el casco (le pasaba cada vez), ya que la torpeza de sus dedos impedía hacerlo con ellos puestos, y se dispuso s arrancar la motocicleta.

    Como quiera que la humedad era mala compañía de los precarios sistemas eléctricos de la Sanglas, y aunque la lluvia había cesado, dejando ese olor a tierra mojada, ese brillo en el asfalto encharcado, el primer intento de poner en funcionamiento el motor, resultó baldío. El segundo, mas largo e intenso, también. En el tercero, la batería dio muestras de fatiga, y en el cuarto ya no daba síntomas de estar en disposición de arrancar nada.

    Recordó vagamente las instrucciones del vendedor para arrancar la moto a patada. Según el comercial, una forma mas autentica y motorista de hacerlo. No retuvo en su memoria la advertencia de hacerlo con cuidado, ya que la elevada compresión del cilindro podría provocar algún tipo de inconveniente físico en su pierna.

    Desplegó la palanca de arranque, puso el pie sobre ella y soltó una, según creía él, fuerte patada. Para su desgracia, había olvidado poner punto muerto, y la moto tosió y salió unos pasos hacía adelante a trompicones. Dicen que hay gente afortunada, y Clemente era un tipo con mucha suerte, al menos en la encomienda de manejar una moto. Consiguió que la moto no cayera al suelo, aunque no pudo evitar que le venciera el peso a su lado y le aplastara el estómago contra uno de los álamos de la avenida.

    La segunda intentona fue de manual. Esta vez si que puso el punto muerto. Lanzó una terrible patada y la palanca le devolvió el golpe con la misma intensidad. El dolor cegó al pobre Clemente, que notó una especie de crujido en la rodilla y una extraña sensación de frío en el pie. Dicho frescor estaba provocado por la perdida del mocasín, que habiendo salido disparado hacia el medio de la calle, tuvo a bien aterrizar en un charco de la misma.

    Una vez recuperado el zapato, y en menor medida el dolor de la rodilla, tuvo que quitarse el casco y los guantes. Empezaba a estar acalorado. Excepto el pie que notaba húmedo y frío. Tercer intento y éxito absoluto. La moto había cobrado vida, y el traqueteo de su propulsor, hacía que diera unos ligeros saltitos en la pata de cabra. Era una moto vigorosa, de eso no cabía duda. Se puso el casco, se puso los guantes, se quito los guantes, se ató el jet, y se volvió a colocar los guantes. Era una secuencia tediosa, la verdad.

    Se sentó en la moto, empujó adelante la máquina, está cayó según lo prescrito, y tan sólo quedaba dar la vuelta y retomar la marcha, esta vez si, en sentido correcto. Parecía una maniobra sencilla a ojos de un profano, pero girar una moto de gran cilindrada en una calle de apenas tres carriles amplios, se le antojó complicado. No obstante, gracias al valor que infundían los tres vasos largos del licor anisado, y a esa melodía que sonaba en lo mas profundo de su cabeza, y que tarareaba inaudiblemente, superó el reto una vez más, a la primera.

    Ya no pensaba que era tan mala idea lo de comprarse una moto. De nuevo le invadió un cierto grado de optimismo y llegó al convencimiento que lo que le faltaba era experiencia. La música seguía sonando en su interior cuando emprendió la marcha. Primera, segunda y tercera. El resto de marchas quedaban para mas adelante. Llegaría el momento de exprimirlas a conciencia. Cierto es, que los movimientos parecían surgir de modo mas espontáneo, si bien, alejados de la coordinación requerida para denominarlos fluidos.

    La larga avenida desembocaba en la plaza circular, y el tráfico seguía siendo escaso. Observaba con asombro como todos los semáforos lucían de un intenso color verde y no dudó en estrujar el acelerador. La velocidad era increíble, el aire en la cara e introduciéndose por la camisa, el pie húmedo con una sensación de hormigueo, la canción retumbando en su cabeza, el placer, la velocidad.

    Una manzana mas lejos, un pobre hombre, funcionario de Correos, salía de una casa de socorro, tras haberse sometido a las curas prescritas, después de haber resultado herido en el cuero cabelludo y cara, heridas provocadas por una explosión fortuita en un concesionario de la ciudad. En dicha consulta, aprovechó para ver la evolución de otras heridas diferentes producto de un desgraciado accidente de tráfico. Estas últimas no acababan de sanar convenientemente y le provocaban un caminar extraño. Un andar inseguro y tambaleante. Cuando se disponía a cruzar por el paso de peatones mas próximo, con su andar errático, y su visión un tanto mermada después de la cura con medicamentos apropiados para tratar quemaduras en la piel, y que mas tarde supo, le provocaban una alérgica reacción, algo perturbo dicha maniobra.

    Un bólido azúl, de sonido aterrador, rozó su cuerpo y provocó que cayera de espaldas en el alcorque de un árbol de la avenida. Como todos ellos, contenía heces y orines de perro, colillas de tabaco, papeles varios y producto de la intensa lluvia, agua sucia y barro. Este también tenía un botellín de cerveza y un pedazo de pan.

    A pesar de su estado físico y emocional, sorprendió al atónito público con un rápido movimiento de recuperación de la verticalidad. Producto del cual quedo chorreando, con un olor incómodo, e incomprensiblemente, sujetando una botella de cerveza en la mano. Siendo como era, y comentaba el personal, un devoto del Cristo de la Peña, verlo blandiendo amenazadoramente el vidrio y soltando improperios, llamó la atención de los viandantes. Entre los cuales se hallaba una pareja de la Guardia Civil, que al ver el sujeto, que para ellos era sin lugar a dudas un mendigo borracho, desaliñado y lanzando amenazas, procedieron a encañonarle con el arma reglamentaria y a detenerlo, aplicándole la Ley de Vagos y Maleantes, con la cual dejaría de ser una amenaza para la sociedad.

    Clemente apenas percibió el roce con el transeúnte. Lo atribuyó a uno de los síntomas de las vibraciones o de la alta velocidad de crucero que mantenía. Sin darse cuenta la avenida terminaba, llegaba la hora de enfrentar la Plaza de forma circular que tan bien y de forma tan brillante contribuía a entorpecer la fluidez del tráfico. Superó el compromiso reduciendo a segunda velocidad, con la vista fija al frente, entonando la cancioncilla, que ya empezaba a resultarle demasiado insistente, y provocando en su ágil movimiento derecha-izquierda-derecha, varios frenazos y volantazos de los coches que circulaban con prioridad.

    Hablando de prioridades, la suya se centraba de manera primordial en conseguir el dominio de su máquina en el menor tiempo posible. Gastaría todo su tiempo libre en hacer kilómetros por carretera. Y como el trayecto que mejor dominaba era el que conducía a Peñarara, paraje donde los domingueros de paella y vino, solían acudir los fines de semana, se dispondría a realizarlo todos los días posibles. Varias veces.

    Una vez llegado al parque ministerial donde guardaría la moto, en un lugar cubierto, cerca de donde estaban estacionadas tres ambulancias averiadas y otra recién llegada pasto de las llamas, se apeó de la moto, se quitó el casco que dejó sobre el asiento, abrió la cancela, volvió a por la moto, recogió el casco del suelo, donde había caído, producto de las vibraciones, montó en la moto, aceleró, caló la moto, y decidió empujarla, no sin dificultad, hasta el lugar elegido.

    Llamó a la Pepi, y le hizo participe de su experiencia. Ella que estaba merendando un bocadillo de chocolate con leche, unas lonchas de cabeza de jabalí, y queso manchego, se vió entusiasmada al reconocer en la voz de Clemente una excitación comprensible. La que un ser humano tiene cuando empieza a conseguir sus anhelos. Aquella noche cenaría para celebrarlo una tortilla de patatas con cebolla y un filete empanado que había sobrado de la comida.>>




  10. #10
    Edu65
    Fisgón
    VIº

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    Ella sabía que podría llegar al corazón de Clemente, básicamente alentando sus ilusiones y demostrando un gran interés en sus distracciones. Ya sabía que no era hombre de fútbol ni de toros. Sospechaba que era un gran catador de cervezas y que, no cabía duda, demostraba una pasión inaudita por el mundo de las motos. Ignoraba todo sobre aquel mundo. Tan solo recordaba que su ya fallecido padre, solía ir a la obra en una Derbi Antorcha Tricampeona, y que lejos de mostrar la misma euforia que su amado, solía llegar maldiciendo el frío que le castigaba en los trayectos, sin contar con la maldita lluvia. También recordaba entre lágrimas como el que iba a ser el día mas feliz para su progenitor, el día que, por fin, consiguió hacerse con un Seat 850 de tercera mano, y desembarazarse del ciclomotor, murió atropellado por un trolebús.

    Se prometió que de regalo de bodas, compraría a Clemente una moto nueva. Lo que ignoraba la pobre inconsciente, era que Clemente estaba lejos de estar dotado para el manejo de las motocicletas. Ignoraba que dicha ocurrencia podría convertirla en viuda de modo prematuro.

    Entre tanto Clemente se había afanado los últimos diez días en hacer kilómetros a mansalva. Su recorrido consistía en salir de su puesto de trabajo, ir al bar del barrio, comer un bocadillo de calamares, beber dos cervezas, tomarse un carajillo y salir disparado hacía su ruta mas conocida. Incluso, a pesar de que la moto era muy frugal en su consumo, las continuas paradas en el surtidor para repostar, le habían hecho entablar una cierta relación de proximidad con el empleado.

    La ruta era la que llevaba a la ermita del Cristo de la Peña, en el paraje conocido como Peñarara. Los primeros diez kilómetros transcurrían por una inmensa recta, tan solo interrumpida por un pequeño vértice en mitad de ella. Más adelante se atravesaba el viaducto del Arroyo de las Culebras, y en un par de minutos se llegaba al cruce de la ermita. De allí serpenteaba una ascendente carretera de buen asfalto, plagada de curvas con buena visibilidad al inicio, y que se iba retorciendo a medida que se llegaba a la cumbre, para terminar en una serie de seis garrotes que desembocaban en una pequeña recta hasta llegar al santuario. La carretera terminaba allí mismo, en una explanada donde poder aparcar.

    El primer día que hizo esa ruta, empleó cuarenta minutos para recorrer los treinta y cinco kilómetros de distancia. Era consciente que no suponía ningún record, pero tampoco lo pretendía. La segunda vez, decidió que emplearía la cuarta y quinta velocidad, y el resultado mejoró. Tres minutos menos, pero había que reseñar que el empleo de mayor número de relaciones de cambio, embarulló bastante la conducción de la Sanglas. Se liaba sobre todo el detenerse, y nunca sabía muy bien que velocidad tenía metida. Pensaba que sería buena idea poner a las motos algún tipo de indicador que reflejara la velocidad engranada, pero era consciente que era ciencia ficción, y que nunca una moto tendría algo semejante.

    Llegar hasta el cruce que desembocaba en la ermita, era una tarea fácil. De ahí para arriba la cosa se complicaba bastante y llegó a creer que nadie sería capaz de hacer aquel recorrido con soltura. El caso es que la primera vez, cuando llegó a las seis últimas curvas, esas tan cerradas, barajó darse la vuelta, pero como quiera que no había un lugar apropiado en anchura y recordando que los tres carriles de la avenida, ya eran bastante estrechos, no le quedo otro remedio que afrontarlas. Lo hizo con extrema prudencia. En primera velocidad. Pero resultó mas sencillo de lo imaginado, y después de la tercera de ellas aceleró con brío y se permitió le lujo de poner segunda.

    Las siguientes veces que hizo el recorrido, una especie de cosquilleo indescriptible le recorría el cuerpo cuando llegaba a esa zona. Una sonrisilla pretendía asomar debajo de su mostacho, que ya tenía unas dimensiones parecidas al de Fu-Manchu, y se sentía como.....envenenado.

    Pero el último día que hizo el recorrido acabo sintiéndose mal. Habría hecho ya dos docenas de veces el trayecto, y nada mas comenzar la subida, subida que hacía de modo magistral; sirva de ejemplo que conseguía adelantar a los camiones de la cantera, unos antiguos Barreiros, que afrontaban el desnivel vacíos, oyó una especie de ruido agudo. Al principio le recordó al pitido de la radio cuando no se sintonizaba bien, pero luego ese ruido fue en aumento, y súbitamente, fue sobrepasado por una moto pequeña, de color rojo, conducida por un tipo que iba completamente agachado. Fue tal el susto que se llevó que el corazón le palpitaba a cien por hora. La misma velocidad que indicaba su odómetro. Aunque para ser sinceros este marcaba algo impreciso entre ochenta y cien por hora.

    No repuesto aún de la sorpresa, volvió a escuchar el mismo sonido, esta vez mas intenso, y apenas tuvo tiempo de volverse a mirar, cuando fue sobrepasado en plena curva de derechas por un misil amarillo, que también iba pilotado por alguien agachado sobre el depósito. Esta moto, al igual que la primera, humeaban bastante y dejaban un olor muy peculiar. Del sobresalto casi se sale de la carretera. Ansiaba llegar a la cima y ver que clase de motos eran aquellas.

    Cuando llegó, los dos hombres se encontraban en paralelo comentando algo entre ellos. Sus máquinas estaban arrancadas, y seguían humeando. Uno de ellos la aceleraba a golpecitos, mientras manipulaba algo en el motor. Cuando le vieron, ambos le saludaron con un gesto y él les devolvió el saludo. Supo que debería haber puesto punto muerto antes de hacerlo, cosa que olvidó, y la Sanglas dio un fuerte tirón y se caló. Se retorció el tobillo al evitar que la moto cayera pero disimuló con maestría el fuerte dolor.

    Antes de darse cuenta, los motoristas ya se marchaban a toda pastilla, acelerando como posesos y dejando una estela de humo blanco y el mismo olor de antes. Dio la vuelta para perseguirlos, y cuando enfiló la primera paella de bajada, pudo verlos como ya negociaban la última de ellas, y se perdían poco a poco de vista. Fue consciente de que aún le quedaba un largo recorrido para estar a su nivel, pero no sería por falta de empeño.

    Camino de vuelta se detuvo en el surtidor. Bernabé, que así se llamaba su “casi” amigo del surtidor, se dispuso a llenarle depósito y le comentó que ya se había convertido en su tercer mejor cliente en moto. Le dijo que dos muchachos que acababan de pasar, hacia apenas diez minutos, eran los mejores. Al parecer sus motos consumían mucho mas que la suya. Según dijo Bernabé, eran una Ossa Copa, con cilindro y escape de Ossa Phantom, y la otra, la amarilla, era una Bultaco Metralla GTS con cilindro Pursang de 370 cc y tubarro artesanal. Aquello no le dijo gran cosa, pero si que le turbó sobremanera saber que los dos pobres chicos, eran unos “quemados”, tal y como le aseguró su “casi” amigo.

    Se apiadó de ellos, comprendió su conducción suicida, y estuvo varios días preguntándose donde, en que accidente, con que infortunio habrían resultado heridos de manera tan cruel. Quemados.

    Llamó a la Pepi, quedó con ella, merendaron dos docenas de churros y chocolate, picatostes y butifarra picante con pan de ajo, el perrito meó en los visillos, y era tal su desconsuelo y solidaridad con aquellos chavales, que perdió la cabeza y besó por vez primera a su chica. Le dolía el tobillo. Necesitaba sentirse bien. Necesitaba más dosis de moto.>>

    Continuará...

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