IVº


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Clemente a pesar de su apariencia abobada, era un tipo listo. Vaya que si lo era. Fue escuchar la conversación, y tener la certeza que la moto que estaba a punto de comprar, era una verdadera joya. Cuando el comercial se acercó a él, hecho un prodigio de cortesía, supo que de algún modo debería convencerle para que la moto fuera suya, ya. Un billete de dos mil pesetas en el bolsillo de la camisa, terminó de convencer al individuo, que en un movimiento relámpago, hizo que el billete colorado encontrara acomodo en su billetera.

Cerrado el trato. debería esperar al día siguiente para que la concesión pudiera realizar los trámites burocráticos. Lo que se dice, hacer la transferencia, una vez cobrado el importe de la moto. Había conseguido además que le regalara un casco jet Bieffe y unos guantes Clice.

Tal era su estado de excitación que no pudo reprimir buscar una cabina telefónica y llamar a Pepi. No sabía si la encontraría en su domicilio. De hecho, a pesar de haberse citado con ella en varias ocasiones, ignoraba a que se dedicaba, y por lo tanto no sabía si la encontraría en su domicilio. Y de nuevo, la fortuna estuvo a su lado. La Pepi estaba en casa.

Cuando descolgó el auricular, su voz no sonaba muy alegre, al contrario de lo que solía acostumbrar. Al parecer no tenía un bien día. Su hermano, no había podido acudir al trabajo, victima de una ataque de gota, y ella debía soportarlo las veinticuatro horas en casa. No obstante, su registro de vocal fue animándose a medida que charlaba con Clemente. Este hombre le hacía reír, le sentaba bien. Y no es que fuese un tipo locuaz ni dicharachero, ni siquiera era un hombre que interesara por guapo. Sirva de dato, que era un tipo que podrías mirar a la cara un largo rato, y luego ser incapaz de decir el color de sus ojos, o de que tamaño tenía las orejas. Pero causaba en ella un estado de bienestar nada despreciable. Se ruborizaba al recordar que incluso tenía fantasías sexuales con él, pero recobraba la calma, y se sosegaba al pensar que nadie era consciente de ello. Salvo ella misma. Pero de pronto volvía a verse vestida tan solo con ligueros rojos y medias de color negro, y el resto de su inmensidad al desnudo, persiguiendo a “su” hombre, que extrañamente en la fantasía, lucía un cuerpo mucho mas atlético que el que la dura realidad certificaba. Volvió a ruborizarse, y tranquilizarse.

Las excelentes noticias que su amado le había transmitido, le pusieron definitivamente de buen humor. Tomo cartas en el asunto. Encerró a su hermano en la alcoba, le prohibió salir de allí hasta nueva orden, e invitó a Clemente a comer. Preparó unos garbanzos con tocino, morcilla, chorizo y unos trozos de carne, que luego retiró para guisarla con tomate y pimientos morrones. De ración, costillas adobadas de cerdo, con boniatos al horno, y de postre, arroz con leche. Bajó al colmado y compró cerveza de la marca que le gustaba a Clemente y para ella, unas botellas de mosto y un anís para ayudar en la digestión.

En el primer plato, Clemente se esforzaba en instruirle sobre el difícil arte de llevar una motocicleta con pericia. Le explicó como era el casco, de color negro, al cual tenía pensado pintarle al óleo sus iniciales, CGT, Clemente Guerra Tapiz, de color rojo intenso. En el segundo plato, mientras Pepi daba cuanta de su tercer boniato asado, le hacía saber que lo mas complicado era, según su experiencia (casi nula), acelerar en la medida justa. Adecuar la velocidad propia, con las de la circulación colindante. Él, había disfrutado tan solo de una velocidad equivalente al paso humano, cuando conseguía no calar la moto, y de una velocidad excesiva, antes de truncar su alocada carrera contra el Seat Ronda de la autoescuela rival. Pero confiaba en su instinto motero, hasta la fecha adormilado, para poder triunfar en su encomienda.

Con el arroz con leche, y ya por su quinta cerveza, le prometió que cuando tuviera ya la suficiente seguridad, le llevaría a dar una vuelta. Iría a Peñarara un domingo, y comerían una de sus paellas. Pepi se sintió a la vez, halagada y tremendamente preocupada. No le gustaba la paella de marisco. Por lo demás, ningún inconveniente.

Y llegó el día ansiado. Allí estaba esperándole en la acera una reluciente moto azul eléctrico. Sin duda recién lavada, los radios de la rueda brillaban al sol que se dejaba ver, entre unas nubes que adquirían un, cada vez más, color gris titanio. El tupido mostacho, apenas dejaba observar una sonrisa inmensa, franca, como la que luciría un niño con el barco pirata de Playmobil.

El vendedor pasó a enseñar a Clemente las funciones básicas de los mandos. Luces, intermitentes, claxon, y un mágico botoncito que permitiría (o no) el arranque del monocilíndrico nacional. Donde puso mas empeño fue en tratar de enseñarle a arrancar el motor con el pedal dispuesto para tal fin. No fue un esfuerzo baldío, mas adelante se revelaría como indispensable. Y advirtió de algo que a Clemente le sonaba como si Enstein le estuviera dando una master class de física nuclear. Le hablaba de compresiones del pistón, le alertaba de las consecuencias de no dar la patada con decisión, de punto muerto superior y cosas que dos minutos después ya no recordaba.

Practico durante al menos media hora, la maniobra de subir y bajar de la moto. Siempre con la supervisión del vendedor que mostraba signos de fatiga. Con el caballete colocado, pie izquierdo sobre estribo izquierdo y alehop, sentado. Fuerte impulso hacía adelante, cuestión simple debido a la gran barriga de Clemente, apoyo de pie, meter primera velocidad y partir rumbo a la libertad.

Se sorprendió al conocer que, al contrario que la Vespa, la caja de cambios estaba en el pie.Estaba en el pie izquierdo, donde en la Vespa no había nada. Y en cambio, el comercial insistía, para su asombro, que debería frenar con la maneta derecha, esa que accionaba el freno inútil de la otra máquina. El embrague, eso si, estaba en el sitio correcto, si bien permanecía en una posición fija, y no basculaba en absoluto.

Como quiera que la primera rodada, la hizo pensando cada movimiento, intentando recordar que palanca o maneta accionar, no surgió problema alguno. Primera con el pie izquierdo, la moto arrancó con cierta brusquedad, pensó, apretó embrague, metió segunda, y aceleró con decisión. Dejo de pensar, estaba embargado con la insólita sensación de velocidad. El velocímetro, que por supuesto no miró, marcaba unos buenos cincuenta por hora, o sesenta. Quizás cuarenta. Difícil de determinar por la imprecisión y la oscilación del mismo. Tanto daba. El cilindro rugía a tope de vueltas. Pensó de nuevo. Embragar, meter velocidad, tercera, soltar embrague y disfrutar de una aceleración fulgurante. Se encontraba rodando cómodo. Se pasearía largo rato en esas condiciones. De no ser por que, víctima de su alteración, no pudo percatarse que circulaba en dirección prohibida. La suerte estaba de su lado, ni un solo vehículo vino a su encuentro, ni uno. El hecho de circular en sentido contrario al natural dela vía, le impedía ver ningún semáforo. Se saltó varios cruces sin que, milagrosamente, se cruzará autobús urbano alguno. Ni un maldito taxi. Era feliz.

Hasta que decidió detenerse. Mas que decidirlo, se vio obligado. No sentía las manos, debido a las inmensas vibraciones. Le dolía el culo, en el cual notaba una especie de hormigueo por el mismo motivo. Detenerse fue un poco mas complejo. Pensó, redujo una velocidad, la moto bloqueó un poco la rueda trasera debido a la poca finura con que realizó la maniobra, se asustó, perdió la concentración, dejo de pensar, aceleró a tope simultáneamente a coger la maneta izquierda, volvió a reducir una velocidad, la moto tosió, y con una tremenda derrapada al soltar de nuevo el embrague, se detuvo a trompicones. Otro milagro fue que consiguió colocar el pie y no caerse.

Con la moto calada, también se percató de que unas gotas de sudor le corrían de pronto por el rostro. Era algo raro, el nunca sudaba. Y ahora tampoco lo hacía. Simplemente se desataba una tormenta y caían gotas del tamaño de una aceituna.

Allí estaba. En medio de la avenida, en sentido contrario, lloviendo a mares, con la moto tan calada como él mismo, y con una sensación, de que no iba a ser tan idílico el viaje en moto. Pero era un tipo optimista, y solo con pensar en la excursión con la Pepi que tenía en cartera, recobró la presencia de ánimo necesaria. Aparcó la moto allí mismo, se metió en el bar de la esquina, y esta vez no tomo cerveza. Un pacharán con hielo, para templar los nervios, se le antojó mas adecuado.

Continuará.>>