XVIIIº


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No lejos de allí, Clemente pudo observar como en otro barco amarrado en el mismo muelle, la policía británica detenía a un hombre. Se comentaba que el buque en cuestión, de bandera panameña, perteneciente a una naviera de las Islas Caimán, a su vez propiedad de un grupo inversor suizo, de capital kuwaití, con un capitán griego, y con la mitad de la tripulación filipina y la otra mitad nigeriana, hacía entrega a las autoridades de un naufrago que había sido rescatado frente a las costas españolas en el Golfo de Vizcaya. Al parecer dicho hombre juraba que se había tirado al río Bidasoa cuando iba a ser detenido injustamente por la gendarmería gala. La corriente del río lo arrastró mar adentro y cuando ya temía por su vida, el barco en cuestión, que salía del puerto de Pasajes, lo rescató y le presto cuidados hasta llegar a Inglaterra.

Tuvo la fortuna de que el capitán del barco, solía navegar lo más próximo a la costa, para así poder otear con los prismáticos a los bañistas. Tenía predilección por las playas nudistas, aunque de vez en cuando observaba con detenimiento a cierta clase de gente que le llamaba la atención, sin importarle que la playa no lo fuera. En esta travesía, tal y como anotó en su cuaderno de bitácora, se quedo perplejo al observar en la playa a un tipo con bigote, que lucía una barriga cervecera y que corría con un perro de un lado para otro sin descanso. Tal era el nivel de energía que desprendían ambos, que no dudo en dar cuenta de ello, con la pertinente anotación.

El naufrago rescatado, había sido funcionario postal y padecía de graves lesiones en ambas rodillas, que además, presentaban grandes moraduras producto del aporreamiento de la policía francesa. También eran apreciables las marcas de graves quemaduras en el cuero cabelludo, y un estado de gran excitación.

A Clemente le llamó la atención que el individuo que estaba siendo entregado a las autoridades, se resistía y lanzaba improperios en castellano. Le deseaba vehementemente toda suerte de infortunios al clero, y muy en especial a su cabeza visible en la tierra. No le resultó del todo desconocido el tipo, si bien la distancia a la que se encontraba, no permitía reconocerle. El infeliz apenas podía caminar, siendo apremiado a introducirse en el furgón celular a base de empujones y azuzándole a un mastín, que resultaba de lo más convincente para el cometido, a pesar del padecimiento y del dolor.

Oteó el horizonte en busca de la salida de embarcadero. Vio a lo lejos un paso con barrera donde algunos coches y camiones, ya hacían cola para pasar el control fronterizo. Se colocó detrás de una grúa que llevaba las tres motos de matricula suiza y que dejaban ver daños irreparables. Los propietarios, con muy mala cara, iban de pasajeros en un taxi, rumbo a algún aeropuerto que los repatriara a su país.

Cuando le llegó el turno de pasar por la aduana, la gestión fue muy rápida. Para no entorpecer la salida del furgón policial que llevaba al naufrago, que gritaba enloquecido reclamando Gibraltar, con destino al calabozo más cercano, el funcionario de turno le dio los papeles y muy gentilmente la bienvenida al Reino Unido. Grandes carteles recordaban en varios idiomas que se debía circular por el lado izquierdo de la calzada. Dichos carteles los vio durante varios kilómetros, hasta que súbitamente dejaban de verse. Clemente pensó que ya, o te habías habituado a conducir al revés, o bien ya te habías matado en un accidente. Afortunadamente el iba en moto y eso facilitaba mucho las cosas.

Y ahora que ya se encontraba en su destino, notaba como un sabor agridulce. La alegría de haber conseguido la meta, y la tristeza de tener que regresar. No obstante, y pese a que su presupuesto había disminuido considerablemente, decidió que ya que estaba allí, visitaría el país durante algunos días. Cayó en la cuenta que no tenía un objetivo para el viaje. Tan sólo había decidido llegar a Inglaterra, sin pararse a pensar que una vez allí, debería hacer “algo”. No formaba parte de su plan ir a aquella isla de la que le había hablado el motorista de Málaga, y tampoco visitar Londres. Tenía claro que las grandes urbes son aburridísimas, y que no se le había perdido nada allí. Ya bastaba con haber visitado Paris, en la cual no había gran cosa que hacer ni ver, y sospechaba que aquí pasaría lo mismo.

Con el mapa de Gran Bretaña en la mano, tomó la decisión de ir hacia el oeste. Usaría carreteras secundarias y se alejaría de las principales. Intentaría entablar amistad con los paisanos y, a ser posible, degustar los caldos y los destilados de la tierra. Sabía de buena tinta que eran grandes bebedores, y sin ir más lejos, pensó en la Reina Madre y su presunta afición a los gin-tonics. Tenía la certeza de que en caso de ser incinerada, tardaría varios días en extinguirse las llamas.

Escogió al azar la población de New Romney. Distaba a unos treinta kilómetros y parecía un sitio acogedor. No sabía muy bien a que se debía ese sentimiento, pero fue una corazonada.

No calibró muy bien el trabajo. Si la campiña francesa era un sin fin de cruces, todos con indicaciones en extranjero, esto era todavía peor. Había muchos más cruces, las carreteras eran mucho mas estrechas, y la gente conducía al revés del mundo. Lo recordaba cada vez que se encontraba de frente a otro vehículo. La primera vez esquivó sin mucha dificultad a una furgoneta Bedford, ya que el conductor tuvo a bien salirse de la carretera y destrozar en el cortés gesto, una magnifica cabina de teléfonos de color rojo, con gran estruendo. Como salían en las películas, así era la cabina.

La segunda vez se topó con un Opel Manta de color blanco. En esta ocasión fue él quien hubo de apartarse, so pena de fallecer en el acto. Todo sea dicho que el coche en cuestión iba a una velocidad inadecuada, y que Clemente iba despistado tratando de quitarse un moco, cosa harto difícil si se usa casco integral y guantes. El resultado fue que hubo de traspasar violentamente una valla de madera y adentrarse a toda velocidad en un prado que servía de aeródromo local. Afortunadamente, no llegó a atravesar el lugar donde aterrizaban los aeroplanos, ya que en ese momento una Cessna Super Eagle tomaba tierra, para asombro de los dos tripulantes que vieron como una moto a toda velocidad, patinaba en el césped y caía con estrépito en medio del verde, saliendo despedido el motorista, al parecer sin consecuencias.

Sentado en el césped vio como se acercaba a la carrera un hombre que hacía sonar un silbato. Simultáneamente agitaba una bandera ajedrezada y hacía grandes aspavientos.
También se acercó el muchacho que conducía el coche. Un tipo rubio con grandes melenas y que usaba unas gafas de sol muy parecidas a las suyas de montura blanca.
Le hablaban atropelladamente, y cambiaron el rictus cuando vieron que Clemente se ponía de pie motu proprio. Cuando dijo “mecaguenlaputa” y “mepodíahabarmatao”, comprendieron que era un extranjero. Pero era un hombre de suerte, eso ya lo hemos remarcado alguna vez, y el muchacho del deportivo, veraneaba en Lloret de Mar, donde conocía al dedillo todos los pubs y discotecas de la zona. Era por eso que algo de castellano hablaba. Lo suficiente para entenderse con Clemente, que tampoco era muy locuaz y amigo de vocablos extraños.

Unos minuto más tarde, manchado de barro, y ya con la moto en pie, pudieron observar que la máquina tenía una rueda pinchada y el guardabarros delantero, levemente abollado. La paellera había amortiguado el golpe, y tan solo el camping-gas había salido rodando y haciendo “shhhhhhhhhhh”, hasta que alguien cerró la llave de paso.

El hombre del coche insistió en no llamar a Scotland Yard. Él le llevaría a su casa, próxima al lugar, buscaría alguien que reparara el pinchazo, e incluso se ofreció a facilitarle alojamiento para esa noche. Conducía como un loco, pero era simpático, aunque a decir verdad, quien circulaba en sentido contrario y despistado era él.

La casa del chico estaba cerca. Una casita de campo, rodeada de docenas de ellas del mismo tipo y del mismo color rojizo y triste. En el garaje guardaba el Opel Manta, otro Opel Ascona y un Ford Escort RS 2000 del 74. En un rincón tenía una especie de cuarto pequeño con un camastro donde podría dormir. Del techo colgaba una viola agujereada y con una bombilla dentro a modo de lámpara, y la pared estaba decorada con multitud de fotos de Britt Ekland en bikini. Una colección de discos de los Rolling Stone y otra de un tal Van Morrison. Olía a humedad, pero no parecía un mal lugar donde dormir. Empezaba a dolerle la espalda y las piernas. Su accidente y la travesía marítima le pasaban factura.

Con ayuda del chico, desmontaron la rueda delantera de la moto y este le dijo que se la iban a acercar a un conocido que reparaba motos antiguas, y que era un hombre que sin duda admiraría la moto vieja de Clemente. No supo si ofenderse o sentirse halagado. Ya había oído que en este país muchas personas sentían admiración por lo antiguo y que algunos autos y motos antiguas eran objeto de culto.

El chico abrió el maletero del Opel Manta e introdujo la rueda. Mientras tanto Clemente se fue a acomodar en el interior. Para su sorpresa el lado del copiloto también tenía volante. Había olvidado que en aquel sitio la gente conduce al revés, y entre sonrisas del muchacho, cambió de asiento, este sin volante, y ya por fin se sentó en el lado equivocado, pero que aquí era el correcto.

El coche arrancó con un ruido ensordecedor. Fue entonces cuando observo que carecía de todo acolchado interior. Incluso no tenía asientos traseros y su lugar lo ocupaba una especie de jaula de tubos con una redecilla en medio. Cuando hubo estado en la carretera, el endiablado coche salió a toda pastilla, dando bandazos. Un estado de locura pareció invadir al conductor, iba rapidísimo y cuando llegaba a una curva, balanceaba el coche y este se cruzaba escandalosamente. Entendió la insistencia en no llamar a la policía, tal vez tuviera cuentas pendientes con ellos por conducción temeraria. Fue una experiencia alucinante, y ya soñaba con poder conducir algún día así.

El amigo del muchacho era un señor mayor, de unos sesenta años. Tenía un descampado lleno de objetos varios, desde una apisonadora, pasando por arados, tractores, un tanque de la segunda guerra mundial, varios remolques, una rotativa, calderos de bronce, un alambique inmenso, coches desguazados, y en un apartado, un caballo enorme atado a un poste de alta tensión.

En el cobertizo que servía de taller, había multitud de herramientas, tornos, fresas, taladros, todos muy antiguos pero que parecían funcionar perfectamente. Sobre un banco de trabajo herramientas diseminadas, y lo que parecía ser una moto tapada con una lona que impedía su visión.

Una vez al tanto de su problema, pasó a reparar el pinchazo, pero para su desolación, observó que la rueda tenía al menos tres radios partidos, y no tenía repuesto para su reparación. No obstante, al día siguiente había una feria de compra venta de toda clase de vehículos en las cercanías y podrían ir a buscar el repuesto.

El hombre parecía encontrarse enfermo, o acaso muy fatigado. La misma sensación invadía a Clemente, y fue cuando el anfitrión saco unas jarras de cerveza que Clemente tuvo la magnifica idea de ofrecerles unas de sus pastillas reconstituyentes. El hombre al principio fue reacio, pero cuando vio que Clemente se tomaba una y el chico joven dos, hizo lo propio. Mano de santo.

Media hora, dos jarras de medio litro de cerveza y dos grandes vasos de ginebra más tarde, el hombre cantaba a voz en grito mientras con el acetileno prendido dibujaba figuras de fuego en el aire. El chico cabalgaba desnudo a lomos del caballo, gritando “viva Lloret” y Clemente imaginaba que era el general Paton sentado en el gran tanque, que gracias a Dios, no habían conseguido arrancar.

El dueño del lugar ejercía ahora de artillero en el aparato, sin parar de cantar canciones celtas, y abriendo una caja de munición introdujo un obús en el cargador del cañón. No se sabe cómo, pero de modo accidental y al ir a coger otro vaso de ginebra que había subido a bordo del tanque, Clemente accionó el disparador del cañón. Afortunadamente el dispositivo falló. Víctima del óxido, o de un desajuste, no se produjo el disparo. Durante un buen rato manipularon toda suerte de palancas, manubrios y teclas, y cuando se aburrieron salieron a correr un poco detrás del chico y el caballo, que ya estaba agotado.

En plena euforia decidieron ir a tomar la última al pub de las afueras. El chico consiguió vestirse y el hombre mayor, ya un poco afónico, seguía con el repertorio de canciones. Para incrementar la diversión, dejaron conducir a Clemente hasta el bar. El chico iba sentado entre el enjambre de tubos traseros y el hombre mayor asomaba medio cuerpo por la ventana, indicando a grito pelado por donde debía ir el coche.

Clemente se liaba al buscar la palanca del cambio en el lado habitual, y una vez consiguió meter la tercera, desistió de cambiar más. Recorrieron las apenas cuatro millas a toda velocidad, con el motor rugiendo a mas de seis mil vueltas y a unos ciento cuarenta por hora. La reina fortuna hizo que no se cruzaran con nadie por el camino, aunque el hombre dijo que había notado cómo le golpeaban en la cabeza las ramas de algún arbusto.

Entraron al pub cogidos por los hombros cantando. Los parroquianos, que eran gente acogedora, y que ya estaban bastante borrachos, al menos tanto como el dueño del local, se unieron a los cánticos, que Clemente desconocía, pero que cantaba diciendo”lololo”.

La noche pasaba de la manera más divertida que se pueda imaginar, hasta que en un momento dado se oyó una especie de detonación. Algo así cómo un disparo de cañón decían los ancianos que habían vivido el asedio de los nazis. La realidad es que en la finca del hombre, el caballo que había quedado suelto, le dio una coz tremenda al tanque y esté de manera espontánea había sido capaz de disparar el obús, gracias ala manipulación previa de los mandos de control.

Fue un disparo certero. A unas millas de allí, ardía una avioneta Cessna Super Eagle a causa de un disparo de un tanque A12 Matilda. La policia que investigó el hecho, exculpó al propietario del arma mortífera, ya que este y sus dos amigos se hallaban desde hacía horas en el pub del pueblo y no pudieron de ningún modo ser causantes del hecho. El suceso causó gran conmoción en la localidad, ya que se sospechaba de una banda de ladrones que merodeaba por las inmediaciones y que pudieron ser artífices del atentado.

Con los efectos de las píldoras en declive, regresaron a sus lugares de acogida, ya que al día siguiente debería ir a la feria, para ver de reparar la rueda de la Sanglas. El hombre sabía de la marca, había oído hablar de ella, e incluso le participó que había un Club Sanglas en las islas, donde se debatía sobre la marca y su fama de moto robusta, a pesar de tener un sistema eléctrico deficiente. Les esperaba un día intenso y lleno de sorpresas.>>

Continuará.
XIXº

<< Clemente llegó a la feria acompañado por sus dos nuevos amigos. Era curioso la facilidad que tenía para hacer nuevas amistades, él que siempre había sido un hombre callado y poco dado a sociabilizar. Estaba claro que era un tipo sociable, pero con dificultades para sociabilizar, y punto.

La feria era una gran explanada situada en medio de un campo. Su extensión era enorme y docenas, mejor dicho cientos de vehículos, se apiñaban con cierto orden para ser exhibidos, vendidos, o trocados. Era una especie de cuerno de la abundancia del mundo del motor.

Nada más entrar había una exposición de vehículos industriales. Viejos tractores Fordson, Massey-Ferguson, Deutz y un curioso Lanz de un solo cilindro de mas de diez mil centímetros cúbicos, diesel de dos tiempos. Apisonadoras de todo tipo, maquinas de vapor que unidas a unas grandes poleas servían de motor para infinidad de usos. Una de ellas hacía funcionar una gran sierra gigante que aserraba tablones a partir de un tronco.

Pequeños trenes, en los cuales iban sentados sobre los vagones y máquinas, los felices propietarios. Camiones de marcas inimaginables Bedford, Babcok, ERF, Berliet, Unic, Seddon Atkinson. Todos ellos en estado de revista. Incluso un Pegaso Europa y un más nuevo Troner.

Coches clásicos y nuevos. MG Midget, Austin Seven, Morris Minor, multitud de Triumph TR3, TR4, TR5, Spitfire, TVR, Marcos, un De Tomaso Pantera impresionante, un rarísimo Bizarrini con motor americano V8, Lotus, Morgan, Jaguar, Lamborghinis, Ferraris, AC, Aston Martín y otros muchos.

Clubes de marcas, competiciones de “mejor sonido”, donde un Chevrolet Corvette Stingray con motor de 7,2 litros tenía las de ganar, con borboteo al ralentí que parecía un concierto de 20 Sanglas acompasadas a la perfección.

Todas las motos del mundo, BSA, Norton, Harley Davidson, Triumph, AJS, Vincent, Brough Superior, Velocette, Terrot, Indian, Montesa, Ossa, Bultaco, en especial una Bultaco Astro, Zundapp, CZ, Jawa, BMW, DKW, Aermachi, Gilera, MV Agusta, y docenas más.

Pero el éxtasis le llegó cuando entre la multitud observó una Sanglas 400 de color negro y con cromados. El hombre que la custodiaba le sacaba brillo con un paño. A su lado tenía otra moto española; una Soriano, y un poco más allá un sidecar que dejó embobado a Clemente. Por fin un vehículo capaz de aunar todas las ventajas de la moto y el coche, pensó. Justamente lo opuesto a lo que pensaba la mayor parte de la gente, que con un mínimo de sentido común, no veía más que los inconvenientes de ambos mundos.

Fue tal el estado de excitación que observó el dueño, que no dudó en acercarse a Clemente e intentar entablar una conversación. Por mucho que este le hablaba despacio y gritando, el buen hombre no entendía ni una sola palabra. Si que comprendió que Clemente tenía otra Sanglas, y por eso a voz en grito, algo poco habitual en los ingleses, poco habituados a hablar a voces, se lo hizo saber a los vecinos de exhibición , en claros gestos de que él no era el “único idiota” capaz de tener una moto como aquella.

El hombre le acercó una gran lata de cerveza y ambos brindaron, mientras una señora de nombre Mildred, les tomaba una instantánea para inmortalizar el momento. El señor británico se puso aún más rojo de lo que ya estaba, y se sorprendió al saber que Clemente había llegado sin problemas, era un decir, hasta Inglaterra con la moto en marcha.

Al poco se encontró con le chico joven y su amigo, que en uno de los múltiples garitos, habían conseguido los radios para la rueda de la moto. Dando vueltas, el chico se encaprichó de un Ford Capri RS 3100 retocado por Cosworth, que erogaba unos buenos 300 CV, y apalabró su compra con el vendedor.

Como había que celebrar el evento, se acercaron a unos de los muchos puestos de bebida motorizados, que usaban furgonetas, similares a las que Clemente veía que vendían helados en Peñarara. Tres pintas de cerveza negra y un cartucho de patatas fritas y otro de pescado frito. Él era más de paella, y como mucho boquerones en vinagre. Ver la comida, le hizo pensar que debería llamar a la Pepi, para ver como iba todo. Pensar en ella le producía un sentimiento agridulce, por un lado deseaba estar con ella e intentar abrazarla, aunque no abarcaba todo su perímetro, , y por otro, le atormentaba pensar la noche loca, que no recordaba en absoluto, que protagonizó con la hermana hippie de Odile.

Horas más tarde la moto ya estaba reparada en el taller de su nuevo amigo. Tocaba salir a probar que no hubiera ninguna anomalía en el equilibrado de la llanta. El tipo, con ayuda de Clemente bajó del acomodo la moto que tenía tapada con una lona. La pondría en marcha e irían a dar una breve vuelta. Cuando destapó la lona se pudo ver que era una moto en apariencia normal. Era una Benelli Quatro, vulgar copia italiana de un MJU (motor universal japones), y con una fiabilidad escasa. Conocedor de esos problemas y de otros muchos, la había retocado hasta el infinito, e incluso se había atrevido a colocarle un compresor Roots para aumentar la potencia. Era cierto que la artesanía conllevaba algún inconveniente. Uno de ellos, la falta de medios para verificar el buen funcionamiento del engendro.

La moto sonaba bien, el cuatro en uno que llevaba, era agradable de escuchar, y cuando el motor subía de vueltas, se percibía el silbido del compresor que provenía del mundo de la aviación. También usaba queroseno que robaba en el aeródromo cercano.

Una vez en marcha, Clemente decidió seguir la estela de su compañero. Fue poco rato. Al poco estaban parados por un fallo en una correa que movía el compresor. Varios moteros que pasaron por el lugar, se detuvieron para ofrecer ayuda. Y uno de ellos que llevaba una navaja multiusos, permitió que se hiciera una reparación de emergencia.

De nuevo en ruta, la Benelli parecía ir más fina. Era evidente que en un determinado momento de la marcha, se aceleraba bruscamente, y de no ser por los gestos de preocupación del hombre, Clemente no se hubiera percatado.

Subiendo una colina, y en el intento de seguirle, uno de los estribos de la Sangals rozó en el suelo, sacando chispas. Al principio se asustó, pensando que había vuelto a perder la paellera o el camping-gas, pero al poco se dio cuenta que era el apoyo del pie. La cosa se fue animando, y en un momento dado, cuando más cerca estaba de alcanzarle, debido aun nuevo fallo de la correa, cosa que él desconocía, un autobús de línea se interpuso en la persecución.

La cosa empezaba a torcerse, para más dificultad empezaba a anochecer, y la poca luz de la Sanglas, teniendo en cuenta que no debía utilizar las luces largas, so pena de fundir una vez más un fusible, y viendo que su compañero se decidía a sobrepasar al bus, Clemente decidió que “todos a una”, y realizó una maniobra espectacular.

Adelantó por la izquierda al autobús, sin recordar que estos tipos circulan al revés del mundo. Cuando quiso incorporarse a su carril, dudó por que lado de la calzada debía hacerlo. Unos segundo fatídicos amenizados por el bocinazo del bus que le asustó, una duda que costaría cara. Muy cara. El impacto contra el Bulldozer fue tremendo. Era la tercera vez que sufría un accidente en el poco tiempo de vida motorista que le acompañaba. Y su suerte, esta vez no le iba a ser tan benévola.

Todo se volvió oscuro. Dejó de sentir. Oía voces, olía a hierba húmeda, quizás llovía por que él se sentía mojado, tenía frío, mucho frío, y temblaba, un vago recuerdo de sirenas, gritos de espanto, no entendía algo que le decía una señora y todo se fue al negro.

Al negro absoluto.>>

Continuará.